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Akame, sin embargo, estaba en la cúspide de su físico. Sano. Más fresco que una hoja de menta. En su reencuentro con el maltrecho Datsue, fue el único que pudo percibir los ahogados quejidos de una mujer a unos cuantos desde la diestra de ambos. Si paraba el oído, escucharía un nombre que para él no era familiar. Y si pegaba el ojo, su ojo; vería un par de dedos larguiruchos asomarse entre un montón de escombros pedruscos.
Tenía que ser ella. Tenía que ser Nahana.
Tenía que ser ella. Tenía que ser Nahana.