18/04/2019, 03:23
La Herrera, maltrecha, se ayudó de los brazos de su nuevo salvador y trató de ayudarle con las pocas fuerzas que le quedaban a remar entre los escombros para acercarse hasta su joven pupilo. Los ojos avellana de Nahana se movieron como luciérnagas entre los conatos de fuego y destrucción a su alrededor. El Templo de su familia. Su Templo. Su historia. Todo derruido a la nada.
Por primera vez en mucho tiempo, Lady Tākoizu lloró como una cría. Les había fallado, a sus antepasados y a sí misma. A sus hijas. ¿Pero cómo? ¿qué había hecho mal? ¡¿apostar por la legítima heredera?
Lo había arriesgado todo. Y perdió.
Las lágrimas hacían la de despedida, mientras se aferraba a Akame. Lograron llegar llegar hasta Datsue.
Finalmente, chispas. Luego, una vorágine que le envolvió como un tornado. Y oscuridad.
¿Cuánto duró el viaje? ¿segundos? para ella se sintió como una eternidad. Creyó estar, ciertamente, viviendo en la penumbra.
El caballo galopaba a toda marcha sobre la tierra marchita de algún punto hinóspito dentro del vasto País de la Tierra. Soroku puntaba con las hebillas en el dorso del corcel, pidiéndole que se esforzara más. Que fuera más rápido. Que rompiera el viento en el proceso si era necesario. Y es que lo era. Sus hijas estaban en peligro. Su amada. Su todo.
La voz intrépida de su sello, sin embargo, le obligó a detenerse en seco y el caballo relinchó a dos patas por la brusquedad del mensaje. Uno tan escueto que, quizás, no sería suficiente como para que pudiese dar él con las niñas.
¿Lograría dar con ellas?
Datsue abrió los ojos. El techo blanco de aquella habitación del hospital le encandiló.
Tenía la pierna encastrada y con yeso, el abdomen vendado y entablillado. En vena unas buenas intravenosas con analgésicos para el dolor.
Akame aguardaba fuera a que le dieran luz verde para poder ver cómo estaba su hermano. Una enfermera se acercó hasta él, y tras un par de indicaciones le otorgó el acceso por unos minutos.
Por primera vez en mucho tiempo, Lady Tākoizu lloró como una cría. Les había fallado, a sus antepasados y a sí misma. A sus hijas. ¿Pero cómo? ¿qué había hecho mal? ¡¿apostar por la legítima heredera?
Lo había arriesgado todo. Y perdió.
Las lágrimas hacían la de despedida, mientras se aferraba a Akame. Lograron llegar llegar hasta Datsue.
Finalmente, chispas. Luego, una vorágine que le envolvió como un tornado. Y oscuridad.
¿Cuánto duró el viaje? ¿segundos? para ella se sintió como una eternidad. Creyó estar, ciertamente, viviendo en la penumbra.
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El caballo galopaba a toda marcha sobre la tierra marchita de algún punto hinóspito dentro del vasto País de la Tierra. Soroku puntaba con las hebillas en el dorso del corcel, pidiéndole que se esforzara más. Que fuera más rápido. Que rompiera el viento en el proceso si era necesario. Y es que lo era. Sus hijas estaban en peligro. Su amada. Su todo.
La voz intrépida de su sello, sin embargo, le obligó a detenerse en seco y el caballo relinchó a dos patas por la brusquedad del mensaje. Uno tan escueto que, quizás, no sería suficiente como para que pudiese dar él con las niñas.
¿Lograría dar con ellas?
. . .
Tres días más tarde
Datsue abrió los ojos. El techo blanco de aquella habitación del hospital le encandiló.
Tenía la pierna encastrada y con yeso, el abdomen vendado y entablillado. En vena unas buenas intravenosas con analgésicos para el dolor.
Akame aguardaba fuera a que le dieran luz verde para poder ver cómo estaba su hermano. Una enfermera se acercó hasta él, y tras un par de indicaciones le otorgó el acceso por unos minutos.