20/04/2019, 21:00
Era un día de Kazeyōbi de esos normales en Amegakure. Llovía como siempre. No había ningún indicio que augurara mejores o peores presagios, salvo por la repentina presencia de Amedama Daruu y Aotsuki Ayame en el mostrador del interior de aquél enorme rascacielo.
El hombre que yacía tras el mostrador de los encargados era un tipejo mayor, que le sacaba un cuerpo entero a los jóvenes frente a él. Una larga cabellera argéntea se le tendía en una cola tras la espalda y una barba extremadamente tupida, que cumplía la única función de recordar a todos aquellos creyentes de sus leyendas de que Hida-dono nunca había encontrado un espadachín lo suficientemente digno como para vencerle en combate; le cubría casi todo el rostro. Cuando habló, apenas se le vieron los labios moverse para vociferar esa voz profunda que despilfarraba experiencia y sabiduría.
—Amedama-kun, guardiana —una elegante inclinación de cabeza, suya y la del mango de su espada debidamente apostada en la vaina de su cintura—. buenos días para vosotros también. Voy a corroborar que Yui-dono esté disponible para atenderos. Un momento, por favor.
Cerca del escritorio había un teléfono de línea fija que servía de conexión entre la planta baja y el despacho de la Arashikage. El hombre digitó con poca destreza, para la sorpresa de todos, y aguardó con el pinganillo en el oído durante unos largos segundos. Cuando alguien le atendió, murmuró un par de cosas y la charla duró menos de lo que dura un kusareño en combate.
Bayashi hida torció el cogote y quedó una vez más frente a los invitados.
—Bien, podéis subir ahora. Mucha suerte —se la deseaba siempre a todos, por obvias razones.
El hombre que yacía tras el mostrador de los encargados era un tipejo mayor, que le sacaba un cuerpo entero a los jóvenes frente a él. Una larga cabellera argéntea se le tendía en una cola tras la espalda y una barba extremadamente tupida, que cumplía la única función de recordar a todos aquellos creyentes de sus leyendas de que Hida-dono nunca había encontrado un espadachín lo suficientemente digno como para vencerle en combate; le cubría casi todo el rostro. Cuando habló, apenas se le vieron los labios moverse para vociferar esa voz profunda que despilfarraba experiencia y sabiduría.
—Amedama-kun, guardiana —una elegante inclinación de cabeza, suya y la del mango de su espada debidamente apostada en la vaina de su cintura—. buenos días para vosotros también. Voy a corroborar que Yui-dono esté disponible para atenderos. Un momento, por favor.
Cerca del escritorio había un teléfono de línea fija que servía de conexión entre la planta baja y el despacho de la Arashikage. El hombre digitó con poca destreza, para la sorpresa de todos, y aguardó con el pinganillo en el oído durante unos largos segundos. Cuando alguien le atendió, murmuró un par de cosas y la charla duró menos de lo que dura un kusareño en combate.
Bayashi hida torció el cogote y quedó una vez más frente a los invitados.
—Bien, podéis subir ahora. Mucha suerte —se la deseaba siempre a todos, por obvias razones.