20/04/2019, 21:03
Daruu abrió la puerta tras tocar en tres ocasiones, y un silencio sórdido les abrazó a ambos cuando se adentraron al ojo de huracán. Así le llamaban algunos desafortunados al despacho de la líder de la Aldea de la Lluvia.
Tanto Ayame como Daruu lo conocían muy bien. Hablamos de una habitación tan lúgubre como amplísima con un par de bibliotecas a los costados y un enorme escritorio de ébano que tenía toda la apariencia de haber resistido en más de una ocasión los inclementes descargos de frustración de una mujer agobiada por la montaña de papeles que una cierta mujer, su mano derecha, continuaba acumulándole diariamente. Había que preguntarse si aquella era una de las tantas razones por las que el despacho de Amekoro Yui tenía, además, un revelador ventanal de cristal templado tras el sillón de cuero negro en el que ahora yacía sentada. Para quizás poder darse vuelta, reclinar la silla, e ignorar sin ningún tipo de vergüenza a los documentos mientras admiraba su obra de arte: a Amegakure en toda su magnificencia.
El sillón se giró lentamente, coincidiendo con la reverencia de dos de sus ninjas. El rostro inmutable de Amekoro Yui parecía encontrarse en ese eterno balance entre la extrema ira y una tensa calma, auspiciada por una media sonrisa, filosa como de costumbre, y una mirada profunda que reflejaba el cómo la intriga y la sospecha hacían el amor.
El símbolo de cuatro líneas verticales grabadas a fuego en su frente se torcieron súbitamente después de que su ceño se arrugara como una pasa remojada.
—Vuelve a llamarme señora, Amedama —oh, qué sensación tan particular es la que te invade el alma cuando escuchas la voz de esa mujer, que por cierto, no aparentaba los casi cuarenta años que tenía. El cuerpo nutrido y majestuoso de la Arashikage se alzó del asiento y fue entonces cuando entendieron el verdadero significado del porqué se les llama sombra a los líderes—. y no te quedarán papilas gustativas para poder seguir disfrutando de los pastelitos que hace tu madre. Y tú —miró a su jinchuriki—. ¿te ha comido la lengua alguna rata? ¿acaso ya no te parece necesario dar los buenos días, Ayame?
»Levantáos y tomad asiento —les ordenó, mientras ella reposaba la mitad del cuerpo en el escritorio y se cruzaba de brazos mientras hacían la labor, intercalando la mirada entre aquél par de tórtolos como si pudiera ver a través de ellos—. ¿y bueno? ¿en qué os puedo ayudar?
Tanto Ayame como Daruu lo conocían muy bien. Hablamos de una habitación tan lúgubre como amplísima con un par de bibliotecas a los costados y un enorme escritorio de ébano que tenía toda la apariencia de haber resistido en más de una ocasión los inclementes descargos de frustración de una mujer agobiada por la montaña de papeles que una cierta mujer, su mano derecha, continuaba acumulándole diariamente. Había que preguntarse si aquella era una de las tantas razones por las que el despacho de Amekoro Yui tenía, además, un revelador ventanal de cristal templado tras el sillón de cuero negro en el que ahora yacía sentada. Para quizás poder darse vuelta, reclinar la silla, e ignorar sin ningún tipo de vergüenza a los documentos mientras admiraba su obra de arte: a Amegakure en toda su magnificencia.
El sillón se giró lentamente, coincidiendo con la reverencia de dos de sus ninjas. El rostro inmutable de Amekoro Yui parecía encontrarse en ese eterno balance entre la extrema ira y una tensa calma, auspiciada por una media sonrisa, filosa como de costumbre, y una mirada profunda que reflejaba el cómo la intriga y la sospecha hacían el amor.
El símbolo de cuatro líneas verticales grabadas a fuego en su frente se torcieron súbitamente después de que su ceño se arrugara como una pasa remojada.
—Vuelve a llamarme señora, Amedama —oh, qué sensación tan particular es la que te invade el alma cuando escuchas la voz de esa mujer, que por cierto, no aparentaba los casi cuarenta años que tenía. El cuerpo nutrido y majestuoso de la Arashikage se alzó del asiento y fue entonces cuando entendieron el verdadero significado del porqué se les llama sombra a los líderes—. y no te quedarán papilas gustativas para poder seguir disfrutando de los pastelitos que hace tu madre. Y tú —miró a su jinchuriki—. ¿te ha comido la lengua alguna rata? ¿acaso ya no te parece necesario dar los buenos días, Ayame?
»Levantáos y tomad asiento —les ordenó, mientras ella reposaba la mitad del cuerpo en el escritorio y se cruzaba de brazos mientras hacían la labor, intercalando la mirada entre aquél par de tórtolos como si pudiera ver a través de ellos—. ¿y bueno? ¿en qué os puedo ayudar?