27/04/2019, 06:12
Para quienes tenían el don de percibir el arte allí en donde otros tantos fracasaban, Shinogi-To era, desde luego, una ciudad icónica dentro de la infraestructura contemporánea del País de la Tormenta. Hablamos de un pueblo fortificado con enormes estructuras de piedra negruzca cuyos muros mantenían la esencia del antaño, cuando la tecnología aún no había llegado a las vidas de sus habitantes. A diferencia de la aldea de Amegakure, ataviada de metal y acero erigido con el único propósito de alcanzar las nubes con sus enormes rascacielos, Shinogi-To se mantuvo siempre fiel a sus principios desde tiempos inmemorables.
Para otros tantos, menos agraciados en percibir lo hermoso tras la historia de uno de los primeros establecimientos de Arashi no Kuni, Shinogi-To no era sino un nido de ratas, sucio, lúgubre y mojado, infestado por la decadencia humana y los negocios turbios que predominaban en numerosos sectores de la zona.
Los primeros vestigios que recibían a los visitantes pronto se hicieron de notar. Ayame y Daruu acabaron en el epicentro de una pequeña plaza con un mítico embalse de agua que se acuñó como el primer pozo comunal tras la fundación de la ciudad y que por tratarse de un enclave tan antiguo y tan bien preservado, servía a su vez como una especie de estrella de belén para los oriundos de la capital. La plazoleta circular se bifurcaba en al menos unas doce direcciones distintas que a su vez se fraguaban laberínticos caminos hacia los distintos sectores de la ciudad que se fueron construyendo desde allí durante los años venideros.
Decenas de personas iban y venían desde distintas direcciones. Hacia aquí, y hacia allá. Todos cubiertos por sus capas con la mirada fija en su camino. Eran pocos los ojos curiosos que se cruzaban en el tránsito, y menos los que se detenían a charlar en el proceso. Si algo se sabía de los shinogitoenses es que el tiempo les había convertido en citadinos desconfiados con un ritmo de vida indudablemente taciturno. Los más atrevidos eran alguno que otro vendedor ambulante que ofrecían a la gente de paso artilugios artesanales, comida o alguna baratija tecnológica a precio de ganga.
Los amejin tenían ahora su primer objetivo entre manos: encontrar un lugar para serenarse después del viaje y, de ser posible, habituarlo como su base de operaciones. Moteles, hostales y cabañas comunales no le iban a faltar, pero teniendo en cuenta que debían poder volver a diario tras lo que podrían ser pesadas jornadas de investigación, tendría que tratarse de un sitio confiable y bien ubicado como para poder ir y venir sin demasiado esfuerzo.
Por suerte, Daruu había escuchado a su madre hablar durante una de sus cientos de cenas acerca de la posada de un viejo amigo y de lo bien que le había estado yendo en la capital durante los últimos años. El recuerdo le llegó de refilón, y aunque no podía dar con el nombre del tipo, sí que se acordó de que la posada se llamaba "La Bruma negra".
El cómo llegar a la Bruma, no obstante, ya era otro cantar.
Para otros tantos, menos agraciados en percibir lo hermoso tras la historia de uno de los primeros establecimientos de Arashi no Kuni, Shinogi-To no era sino un nido de ratas, sucio, lúgubre y mojado, infestado por la decadencia humana y los negocios turbios que predominaban en numerosos sectores de la zona.
Los primeros vestigios que recibían a los visitantes pronto se hicieron de notar. Ayame y Daruu acabaron en el epicentro de una pequeña plaza con un mítico embalse de agua que se acuñó como el primer pozo comunal tras la fundación de la ciudad y que por tratarse de un enclave tan antiguo y tan bien preservado, servía a su vez como una especie de estrella de belén para los oriundos de la capital. La plazoleta circular se bifurcaba en al menos unas doce direcciones distintas que a su vez se fraguaban laberínticos caminos hacia los distintos sectores de la ciudad que se fueron construyendo desde allí durante los años venideros.
Decenas de personas iban y venían desde distintas direcciones. Hacia aquí, y hacia allá. Todos cubiertos por sus capas con la mirada fija en su camino. Eran pocos los ojos curiosos que se cruzaban en el tránsito, y menos los que se detenían a charlar en el proceso. Si algo se sabía de los shinogitoenses es que el tiempo les había convertido en citadinos desconfiados con un ritmo de vida indudablemente taciturno. Los más atrevidos eran alguno que otro vendedor ambulante que ofrecían a la gente de paso artilugios artesanales, comida o alguna baratija tecnológica a precio de ganga.
Los amejin tenían ahora su primer objetivo entre manos: encontrar un lugar para serenarse después del viaje y, de ser posible, habituarlo como su base de operaciones. Moteles, hostales y cabañas comunales no le iban a faltar, pero teniendo en cuenta que debían poder volver a diario tras lo que podrían ser pesadas jornadas de investigación, tendría que tratarse de un sitio confiable y bien ubicado como para poder ir y venir sin demasiado esfuerzo.
Por suerte, Daruu había escuchado a su madre hablar durante una de sus cientos de cenas acerca de la posada de un viejo amigo y de lo bien que le había estado yendo en la capital durante los últimos años. El recuerdo le llegó de refilón, y aunque no podía dar con el nombre del tipo, sí que se acordó de que la posada se llamaba "La Bruma negra".
El cómo llegar a la Bruma, no obstante, ya era otro cantar.