30/04/2019, 02:54
(Última modificación: 30/04/2019, 03:54 por Sarutobi Hanabi. Editado 1 vez en total.)
Katsudon era gordo y rechoncho. Como todos los Akimichi, vaya. Pero se movía grácil como una mariposa en pleno vuelo. De la sala de Reconocimiento y detección ubicada en uno de los pisos francos no tan lejanos del edificio del Uzukage había al menos unas diez cuadras hasta alcanzar el cuadrante cinco, donde había saltado la intrusión; y se las transitó en cuestión de minutos con un paso acelerado, digno de la situación que les acaecía por segunda vez en una misma noche. Junto a la mano derecha de Hanabi también danzaban dos jounin de élite que recortaron camino para alcanzar el Barrio de las Flores.
—Te copio. ¿Cuánto falta? —preguntó por el comunicador, mientras Nadare le daba indicaciones. El trío parecía un gusanillo que se retorcía en cuánto recibían una nueva indicación, y más pronto que tarde, dieron con el lugar indicado. La mujer a cargo frente a la pantalla que cotejaba los datos de la Barrera buscaba, a su vez, información fidedigna en los registros habitacionales de la aldea. Más pronto que tarde, supo a dónde había ido a parar el intruso y lo comunicó como era su deber—. confirmado Katsudon-senpai. El intruso se encuentra en el hogar de Hōzuki Chokichi. Estamos a pie de cañón, ¡por aquí!
El barrio de las flores era hermoso. Un lugar digno para vivir el retiro, o para comenzar una familia. O cuando te estabas forrando de pasta con tus misiones, resultaba ser un buen sector de bienes raíces para invertir en un hogar y alquilar uno de esos pisos de soltero que tan bien funcionaban con las chicas.
Un manto tenue de oscuridad se ceñía sobre todos los hogares, de todos aquellos ciudadanos que dormían en paz sin saber lo que se avecinaba.
Katsudon arrugó el ceño y contempló el escenario, como el veterano que era. La oscuridad, ese silencio obscuro que te crispaba la piel. Indicios. Algo no estaba bien.
Dos movimientos de mano bastaron para que los ninjas peinaran la zona. Uno por cada flanco. Con cada paso que daban, sumiéndose en el desasosiego de la noche, más preocupado se sentía Katsudon.
—Con cuidado, chicos. Con... cuidado.
—No oigo nada, señor. La puerta principal no tiene indicios de haber sido forzada.
—Tampoco las ventanas. No veo luces encendidas. Todo parece tranquilo.
—Entrad, ahora.
Dos sombras shinobi se escabulleron al interior del hogar de Hōzuki Chokichi. El primero de todos, por el rellano principal de la casa. No se veía nada, aunque al final del pasillo, en un último cruce que suponía dar hacia el comedor, una tenue luz hacía sombra en la pared. Se movía de un lado a otro, seductora, como lo hacían las llamas.
—Veo.. fuego, Katsudon-senpai. ¡Ugh! y éste olor... parece gas
—¿A qué?
—¡a gas! ¡sal de ahí, Rujo, ahor...
* * *
A unos cuántos metros, en una locación no tan lejana, un hombre de melena amarilla como el sol se erigía de su asiento, complacido con el desenlace de la reunión. Al final, iba a tener que irse a la cama orgulloso de Datsue, de lo lejos que había llegado, y por qué no, de la amistad que éste había forjado con los amejin. Cosa que no hubiera sido posible, no obstante, sin la existencia de la Alianza.
Todo pasa. Todo mejora.
Las desgracias de a poco se iban olvidando, y el Remolino volvía a girar sobre sí mismo para sonreírle a la memoria de Shiona. ¿Estaría orgullosa de él? ¿habría hecho honor a su legado?
El fuego se empeñaba en demostrarle lo contrario.
¡BOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOM!
Todo pasa. Todo mejora.
Las desgracias de a poco se iban olvidando, y el Remolino volvía a girar sobre sí mismo para sonreírle a la memoria de Shiona. ¿Estaría orgullosa de él? ¿habría hecho honor a su legado?
El fuego se empeñaba en demostrarle lo contrario.
¡BOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOM!
Un estruendo horrible se hizo eco del despacho, que hizo vibrar sus cimientos. La oscuridad incipiente tras el ventanal del despacho del Uzukage se iluminó como mil antorchas, y el fuego contenido se elevó hasta la nocturnidad de Uzushiogakure como evidencia irrefutable que los infortunios acosan a quienes menos lo merecen. Las piernas le temblaron, los oídos le dolieron. No parpadeaba. Hanabi estaba absorto, mudo, paralizado. Los recuerdos volvían a él como saetas candentes que le quemaban. Y él era un Sarutobi. Un Sarutobi no temía al fuego.
Aunque esa vez...
Como en aquella ocasión...
—Por... todos los cielos.
* * *
Una enorme estela de humo cubrió el cuadrante cinco. La casa de Chokichi, o al menos gran parte de ella; había explotado en miles de pedazos y las llamas aupadas por la imparable fuga de gas lo avivaban. Katsudon presenciaba iracundo, desde el suelo, lo que estaba sucediendo. Casi no podía respirar.
—¡Nadare, !cof,cof! ¡código rojo, activa la alerta!