10/05/2019, 04:01
Kuzauchi, y su fiel compañero, Sakana; continuaron rumbo, haciendo caso a sus instintos. Seguir calle abajo supuso abandonar la concurrencia de gente y sumergirse en rincones menos tupidos, más apacibles, y desde luego, más sospechosos. ¡Pero eso era lo que precisamente buscaban! ¡lo inusual en tierra de criminales!
Daruu era un buen cocinero, como su madre. Y para un buen cocinero, el dominio del gusto y el aroma eran esenciales. Quizás era un atributo del que no estaba acostumbrado a hacer uso en escenarios menos prácticos como en una jodida misión rango A, pero está claro que siempre hay una primera vez. Además, si había algo que las fosas nasales de un Amedama de pura cepa era capaz de captar al toque, era el de un bendito pescado podrido, por eso de su repudio —injustificado, si me lo preguntáis a mí—. hacia estos deliciosos animales.
Al principio, mientras caminaban, lo captó. Era ese olor habitual que expede un refrigerador de una pescadería común y corriente. Soportable, aún para él. Pero, con cada paso, el aroma se profundizaba. Ya no era sólo la esencia del pescado, sino una mezcla de visceras, escamas y mar, todo junto.
Y con el olor, pues, menos gente. Mucha menos gente. Demasiado, quizás.
Ayame percibió a uno de esos gatitos de Daruu correr como una saeta por una calle. Éste había emergido desde esos galpones de chapa metálica de los que se habían percatado a la distancia, y se perdió en los sinuosos caminos que llevaban de vuelta a la plaza del pozo central. Detrás del gato, un hombre de aspecto fútil y desaliñado le amenazaba con improperios, y un enorme cuchillo para rebanar aletas en la mano derecha.
Diez metros les separaban. Diez metros que evidenciaban un pequeño e inusual establecimiento con enormes cavas de hielo en el que, de refilón, podían ver a unos tres tipos fileteando cosas. Otros, fumándose un pitillo e intercambiando palabras ininteligibles para nuestros dos protagonistas. No eran más de siete, pero todos tenían mal aspecto y daba la sensación de que al menos dos de ellos oteaban con bastante perspicacia sus alrededores.
Daruu era un buen cocinero, como su madre. Y para un buen cocinero, el dominio del gusto y el aroma eran esenciales. Quizás era un atributo del que no estaba acostumbrado a hacer uso en escenarios menos prácticos como en una jodida misión rango A, pero está claro que siempre hay una primera vez. Además, si había algo que las fosas nasales de un Amedama de pura cepa era capaz de captar al toque, era el de un bendito pescado podrido, por eso de su repudio —injustificado, si me lo preguntáis a mí—. hacia estos deliciosos animales.
Al principio, mientras caminaban, lo captó. Era ese olor habitual que expede un refrigerador de una pescadería común y corriente. Soportable, aún para él. Pero, con cada paso, el aroma se profundizaba. Ya no era sólo la esencia del pescado, sino una mezcla de visceras, escamas y mar, todo junto.
Y con el olor, pues, menos gente. Mucha menos gente. Demasiado, quizás.
Ayame percibió a uno de esos gatitos de Daruu correr como una saeta por una calle. Éste había emergido desde esos galpones de chapa metálica de los que se habían percatado a la distancia, y se perdió en los sinuosos caminos que llevaban de vuelta a la plaza del pozo central. Detrás del gato, un hombre de aspecto fútil y desaliñado le amenazaba con improperios, y un enorme cuchillo para rebanar aletas en la mano derecha.
Diez metros les separaban. Diez metros que evidenciaban un pequeño e inusual establecimiento con enormes cavas de hielo en el que, de refilón, podían ver a unos tres tipos fileteando cosas. Otros, fumándose un pitillo e intercambiando palabras ininteligibles para nuestros dos protagonistas. No eran más de siete, pero todos tenían mal aspecto y daba la sensación de que al menos dos de ellos oteaban con bastante perspicacia sus alrededores.