13/05/2019, 05:24
Dos caras poco conocidas decidieron continuar su camino, sin importar los resquicios de mala pinta que se abrían paso frente a ellos. Los dos hombres permanecieron impertérritos, recostados en una pared con una lona sobre sus cabezas mientras fumaban tabaco. Probablemente era su hora de descanso y sin poder ir más lejos antes de volver a la faena, disfrutar de un pitillo era la única opción viable para tipos como ellos.
No dijeron nada, pero miraron. Miraron largo y tendido a quienes cruzaron con pundonor el sector de cavas y, forzados por el final de la calle, tuvieron que girar en la última intersección, a la derecha. Finalmente, los amejin se encontraron a resguardo en un área ligeramente más concurrida, con un mercado.
Tenía que ser ese. ¿No?
Compuesto de unas cinco carpas que protegían el vecindario de la lluvia, un buen puñado de vendedores exponía cuál galería la carne del día. Pescado, en su mayoría.
El olor, desde luego, más concentrado que nunca; pues no había un flujo continuo de aire como podría haberlo en sectores más céntricos, y menos agobiados por los propios muros de la ciudad. Esa era una razón más que lógica para que el hedor resultara bastante insoportable. Ayame pasó sin pena ni gloria por el umbral de podredumbre, sintiendo la necesidad de, como todos, taparse la nariz.
Daruu, no obstante, sintió que el estómago se le arremolinó como si se hubiese tragado el símbolo de Uzushiogakure.
—¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao! ¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao al mejor precio del mercado!
Si no potaba ahí mismo, sería un milagro. Como milagro también fue que, en un fugaz refilón, creyeron ver a una de las mujeres del Libro Bingo —aunque no podían estar del todo seguros—. adentrarse a un tugurio, a quince metros de su posición.
No dijeron nada, pero miraron. Miraron largo y tendido a quienes cruzaron con pundonor el sector de cavas y, forzados por el final de la calle, tuvieron que girar en la última intersección, a la derecha. Finalmente, los amejin se encontraron a resguardo en un área ligeramente más concurrida, con un mercado.
Tenía que ser ese. ¿No?
Compuesto de unas cinco carpas que protegían el vecindario de la lluvia, un buen puñado de vendedores exponía cuál galería la carne del día. Pescado, en su mayoría.
El olor, desde luego, más concentrado que nunca; pues no había un flujo continuo de aire como podría haberlo en sectores más céntricos, y menos agobiados por los propios muros de la ciudad. Esa era una razón más que lógica para que el hedor resultara bastante insoportable. Ayame pasó sin pena ni gloria por el umbral de podredumbre, sintiendo la necesidad de, como todos, taparse la nariz.
Daruu, no obstante, sintió que el estómago se le arremolinó como si se hubiese tragado el símbolo de Uzushiogakure.
—¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao! ¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao al mejor precio del mercado!
Si no potaba ahí mismo, sería un milagro. Como milagro también fue que, en un fugaz refilón, creyeron ver a una de las mujeres del Libro Bingo —aunque no podían estar del todo seguros—. adentrarse a un tugurio, a quince metros de su posición.