13/05/2019, 08:15
Por suerte, ninguno de los trabajadores pareció demasiado interesado en los dos muchachos transformados que pasaron delante de sus narices rogando a Amenokami por no llamar su atención. Como mucho se les quedaron mirando, pero nadie les salió al paso ni nadie trató de llamarlos.
Pese a todo, al final de la calle, ambos se vieron obligados a torcer a la derecha y, más pronto que tarde, se vieron abrigado de nuevo por la multitud en lo que, a todas luces, parecía ser un mercado. Estaba compuesto por cinco tiendas donde los vendedores exponían a pleno grito su mercancía, pescado en su inmensa mayoría.
—¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao! ¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao al mejor precio del mercado!
La cantinela retumbó una y otra vez en los oídos de Ayame, repetida como un eco en aquel espacio lleno de gente. La muchacha arguyó aún más la nariz. Se lo habían advertido, pero había llegado a pensar que no eran más que exageraciones. Pronto comprobó que era ella la equivocada: el hedor a pescado castigaba su nariz hasta hacerla picar. En más de una ocasión estuvo tentada de tapársela, pero se contuvo: Kozauchi no era una dama delicada que se dejara intimidar por aquel olor. Además, le ayudaba a mantener aquella expresión de asco permanente.
Pero... ¿Y Daruu?
Ayame le miró por el rabillo del ojo, preocupada. Si a ella le afectaba el olor, no quería ni imaginar por lo que estaría pasando su compañero. Sólo podía rogar porque no fuera lo suficiente como para hacerle perder la concentración sobre su transformación. Echaría toda su coartada por la borda.
Fue entonces cuando la vio. Apenas una silueta escurridiza por el rabillo del ojo. Y antes de que pudiera asegurarse, había desaparecido en un tugurio de mala muerte.
—¿Lo has visto? —le susurró a su compañero—. A quince metros. Allí. Creo que era una de ellas... pero no sé cuál de las dos.
Pese a todo, al final de la calle, ambos se vieron obligados a torcer a la derecha y, más pronto que tarde, se vieron abrigado de nuevo por la multitud en lo que, a todas luces, parecía ser un mercado. Estaba compuesto por cinco tiendas donde los vendedores exponían a pleno grito su mercancía, pescado en su inmensa mayoría.
—¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao! ¡Bagre, lenguado, lubina y bacalao al mejor precio del mercado!
La cantinela retumbó una y otra vez en los oídos de Ayame, repetida como un eco en aquel espacio lleno de gente. La muchacha arguyó aún más la nariz. Se lo habían advertido, pero había llegado a pensar que no eran más que exageraciones. Pronto comprobó que era ella la equivocada: el hedor a pescado castigaba su nariz hasta hacerla picar. En más de una ocasión estuvo tentada de tapársela, pero se contuvo: Kozauchi no era una dama delicada que se dejara intimidar por aquel olor. Además, le ayudaba a mantener aquella expresión de asco permanente.
Pero... ¿Y Daruu?
Ayame le miró por el rabillo del ojo, preocupada. Si a ella le afectaba el olor, no quería ni imaginar por lo que estaría pasando su compañero. Sólo podía rogar porque no fuera lo suficiente como para hacerle perder la concentración sobre su transformación. Echaría toda su coartada por la borda.
Fue entonces cuando la vio. Apenas una silueta escurridiza por el rabillo del ojo. Y antes de que pudiera asegurarse, había desaparecido en un tugurio de mala muerte.
—¿Lo has visto? —le susurró a su compañero—. A quince metros. Allí. Creo que era una de ellas... pero no sé cuál de las dos.