20/05/2019, 20:54
Daruu y Ayame, ahora bajo la apariencia de dos opulentos señores acaudalados, siguieron a Zina por las calles de Shinogi-to. Ayame se esforzaba por no mirar demasiado al felino y mantener la barbilla bien alta, como un pavo real con su cola desplegada en todo su esplendor. De hecho, ni siquiera miró a nadie que se cruzara en su camino. Metida en su papel de mujer ricachona a la que sólo le importaban sus anillos de oro macizo, el resto del mundo que la rodeaba se había transformado en meras alimañas. Insectos ante su presencia.
«Me doy asco a mí misma.» No pudo evitar pensar. Odiaba la superficialidad de la riqueza y de la opulencia, odiaba aquel brillo dorado que no era más que el recubrimiento de una asquerosa inmundicia interior.
Recorrieron buena parte de la ciudad hacia el este y en aquel trayecto cruzaron varios caserones que contrastaban enormemente con las casuchas de mala muerte de los barrios más pobres. Como en el resto de las ciudades, los ricos siempre se alzaban sobre los pobres, y no tenían ningún reparo en demostrarlo alzando verdaderos barrios para ellos solos. Zina continuó hasta casi llegar a la entrada este de la ciudad, pero en el último momento viró y tomó otro camino. Y, al final llegaron a su destino. Así se lo hizo saber Zina, con un gesto de su cola en la distancia.
Una enorme casa de paredes oscuras y techado blanco se alzaba ante ellos. Un poco más allá, otra casa de estilo medieval debía de hacer de establo, a juzgar por la presencia de caballos. Aunque casi se podía afirmar que los animales tenían su propia mansión allí dentro.
Ayame se abría mantenido en la entrada, tímida, esperando permiso para entrar. Pero aquella mujer en la que se había transformado era una importante ricachona con muchos asuntos pendientes y muy poco tiempo que perder. Por eso, se adelantó con todo su descaro y pasos sinuosos y se dirigió a los dos jóvenes que, cerca de allí, transportaban un par de cajas.
«Watanabe...» Leyó en los kanji que se dibujaban en la tapadera. «No me dice nada, bien podría ser un cliente o... una de las mercancías de las Náyades...»
—¿Dónde está el pez gordo de este... cuchitril? —les preguntó, con sobrante desparpajo y ni una pizca de modales—. Mi compañero y yo tenemos un asunto MUY importante que tratar con él.
«Me doy asco a mí misma.» No pudo evitar pensar. Odiaba la superficialidad de la riqueza y de la opulencia, odiaba aquel brillo dorado que no era más que el recubrimiento de una asquerosa inmundicia interior.
Recorrieron buena parte de la ciudad hacia el este y en aquel trayecto cruzaron varios caserones que contrastaban enormemente con las casuchas de mala muerte de los barrios más pobres. Como en el resto de las ciudades, los ricos siempre se alzaban sobre los pobres, y no tenían ningún reparo en demostrarlo alzando verdaderos barrios para ellos solos. Zina continuó hasta casi llegar a la entrada este de la ciudad, pero en el último momento viró y tomó otro camino. Y, al final llegaron a su destino. Así se lo hizo saber Zina, con un gesto de su cola en la distancia.
Una enorme casa de paredes oscuras y techado blanco se alzaba ante ellos. Un poco más allá, otra casa de estilo medieval debía de hacer de establo, a juzgar por la presencia de caballos. Aunque casi se podía afirmar que los animales tenían su propia mansión allí dentro.
Ayame se abría mantenido en la entrada, tímida, esperando permiso para entrar. Pero aquella mujer en la que se había transformado era una importante ricachona con muchos asuntos pendientes y muy poco tiempo que perder. Por eso, se adelantó con todo su descaro y pasos sinuosos y se dirigió a los dos jóvenes que, cerca de allí, transportaban un par de cajas.
«Watanabe...» Leyó en los kanji que se dibujaban en la tapadera. «No me dice nada, bien podría ser un cliente o... una de las mercancías de las Náyades...»
—¿Dónde está el pez gordo de este... cuchitril? —les preguntó, con sobrante desparpajo y ni una pizca de modales—. Mi compañero y yo tenemos un asunto MUY importante que tratar con él.