22/05/2019, 01:02
La voz de una mujer atrajo la atención de aquellos dos montacargas. Se detuvieron en seco con un par de cajones aún encima de sus regazos, con rostro perplejo, y un deje de estupefacción que no pasaba para nada desapercibido. De más está decir que no dijeron absolutamente nada, no al menos de inmediato. Ambos se miraron prácticamente al unísono, tratando de encontrarle sentido a la escena para discernir qué hacer y cómo actuar.
Daruu, no obstante —absurdamente sumergido en su papel del noble Eien—. recalcó los motivos de su presencia, poniendo en juego la reputación de los Watanabe por su falta de reacción ante la presencia de... ¿quién demonios eran ellos?
¿Acaso importaba? ¡no, para nada! ¡habían conseguido el curro hace menos de un mes, y lo iba a poner en peligro por no llevarle al jefe a dos importantes clientes?! no señor. N-o s-e-ñ-o-r.
No hizo falta más. Les vieron sudar frío, signo infalible de que habían cedido ante la presión de dos simples extraños. Uno encaramó sus cajas en los brazos del otro, y le hizo un par de señas a la pareja.
Síganme, síganme.
Seguir al hombre les llevó a hasta unas escaleras T que ascendían de forma rotatoria hasta un único piso superior, que daba ingreso a un único pasillo cuyo acceso apuntaba a la oficina principal. Esa de la que provenía, muy probablemente, el ventanal que observaron desde la entrada, plano que permitía desde esa altura observar de forma nítida todo lo que acontecía en su negocio, en sus carruajes, y en su depósito. La puerta, no obstante, estaba cerrada.
Toc, toc.
—¡Watanabe-sama! ¡Watanabe-sama! ¡ddd-disculpe que moleste, tengo al señor y a la señorita...? —el montacargas le miró, arrugando los labios. ¿cómo se había olvidado de preguntar sus nombres?—. no sé sus nombres, señor, pero dicen que quieren verlo a usted. Al dueño de éste cuchitril —era muy probable que el tipo no supiera siquiera qué significaba cuchitril, o no lo habría soltado con tanto descaro.
No hubo respuesta inmediata. El silencio, que se sintió eterno, les permitiría a ambos pensar acerca de sus métodos, y de si invadir de esa manera la propiedad ajena había sido apropiado, al igual que la curiosa elección de personalidades que habían elegido para esta ocasión.
La puerta chirrió, y la tenue luz del despacho apuntilló gran parte del pasillo. Entonces, la sombra de un hombre robusto, que vestía una larga túnica púrpura tallada al cuello con botones dorados, anillos y una cadena de oro; emergió entre una estela de humo, proveniente de un enorme habano Ribereño. ¿De la del sur, o de la del norte? quién sabe.
Tenía el pelo corto, engominado, de color castaño. El rostro grasoso, con ojos oscuros y un sinuoso candado rodeándole las mejillas y la boca.
—¿Y... vosotros sois?...
Daruu, no obstante —absurdamente sumergido en su papel del noble Eien—. recalcó los motivos de su presencia, poniendo en juego la reputación de los Watanabe por su falta de reacción ante la presencia de... ¿quién demonios eran ellos?
¿Acaso importaba? ¡no, para nada! ¡habían conseguido el curro hace menos de un mes, y lo iba a poner en peligro por no llevarle al jefe a dos importantes clientes?! no señor. N-o s-e-ñ-o-r.
No hizo falta más. Les vieron sudar frío, signo infalible de que habían cedido ante la presión de dos simples extraños. Uno encaramó sus cajas en los brazos del otro, y le hizo un par de señas a la pareja.
Síganme, síganme.
Seguir al hombre les llevó a hasta unas escaleras T que ascendían de forma rotatoria hasta un único piso superior, que daba ingreso a un único pasillo cuyo acceso apuntaba a la oficina principal. Esa de la que provenía, muy probablemente, el ventanal que observaron desde la entrada, plano que permitía desde esa altura observar de forma nítida todo lo que acontecía en su negocio, en sus carruajes, y en su depósito. La puerta, no obstante, estaba cerrada.
Toc, toc.
—¡Watanabe-sama! ¡Watanabe-sama! ¡ddd-disculpe que moleste, tengo al señor y a la señorita...? —el montacargas le miró, arrugando los labios. ¿cómo se había olvidado de preguntar sus nombres?—. no sé sus nombres, señor, pero dicen que quieren verlo a usted. Al dueño de éste cuchitril —era muy probable que el tipo no supiera siquiera qué significaba cuchitril, o no lo habría soltado con tanto descaro.
No hubo respuesta inmediata. El silencio, que se sintió eterno, les permitiría a ambos pensar acerca de sus métodos, y de si invadir de esa manera la propiedad ajena había sido apropiado, al igual que la curiosa elección de personalidades que habían elegido para esta ocasión.
La puerta chirrió, y la tenue luz del despacho apuntilló gran parte del pasillo. Entonces, la sombra de un hombre robusto, que vestía una larga túnica púrpura tallada al cuello con botones dorados, anillos y una cadena de oro; emergió entre una estela de humo, proveniente de un enorme habano Ribereño. ¿De la del sur, o de la del norte? quién sabe.
Tenía el pelo corto, engominado, de color castaño. El rostro grasoso, con ojos oscuros y un sinuoso candado rodeándole las mejillas y la boca.
—¿Y... vosotros sois?...