27/05/2019, 15:06
Hibakari era un pueblo interesante. Lo que antaño no era más que una aldea pesquera, se había ido ampliando con el paso de los años hasta convertirse en el gran pueblo que era ahora. Llena de bullicio, locales y gente paseando por sus calles. No tenía nada que envidiarle a una ciudad, salvo que el turista medio prefería Kasukami por su renombre, su caché, y su innegable superioridad en lujo y elegancia.
En honor a la verdad, Hibakari había ido creciendo sobre la marcha, de forma alocada, con distritos poco diferenciadas y zonas de ocio mezcladas con viviendas o establecimientos que nada tenían que ver. Era, pues, como a muchos de los habitantes de la capital les gustaba resaltar, un nuevo rico. Alguien que venía de la nada y ahora que se veía con fortuna se obsesionaba por demostrarlo con ropas de seda y collares de oro, pero que no tenían ni la elegancia ni el conocimiento necesario para saber vestirlas ni combinarlas. Ellos, en cambio —los de la capital—, les gustaba considerarse a sí mismos como de la aristocracia. No solo tenían el dinero: tenían el apellido.
¿Y de qué solía vivir la gente, allí? La pesca era la profesión de sus antepasados, su origen, y los viejos muelles atestiguaban que todavía muchos seguían los pasos de sus padres. Pero con el paso del tiempo se había ampliado: pequeños negocios, artesanía, y, por qué no decirlo, la droga. Al menos, los que trabajaban para Dragón Rojo, tema tabú para muchos. La anciana condujo a Akame y a Shikari hasta un barrio menos transitado y más… sucio. No dejaba de observarles con el rabillo del ojo —se había colocado a un lado de ellos, y no en medio, para facilitar sus intenciones—, y caminaba con lentitud, ayudándose con el bastón. Tenía algo de chepa, una túnica completamente negra y arrugas cruzando todo su rostro como quien se da un baño de diez horas.
Hallaron a un crío sentado en una callejuela, que no debía tener más de diez años, sin hacer nada. Simplemente, observando. Cuando les vio, salió corriendo hacia un local que había a no demasiados metros, al final de la calle.
Los tres le siguieron el paso, a su ritmo, adentrándose en lo que parecía ser una taberna de mala muerte. Apestaba a tabaco, y tenía una mesa de billar en el centro, tan solo una mesa, y una barra a la izquierda. También unas escaleras al fondo, que llevaban a un segundo piso. No había clientes, salvo por los dos tipos que hasta aquel momento habían estado jugando al billar. Curiosamente, sin bebida ni ningún tipo de consumición a su lado. Solo un cenicero donde iban descargando sus cigarrillos, encima de la propia mesa de billar. El crío estaba junto a ellos, como si acabase de decirles algo.
Entonces vio a la anciana y enmudeció.
—Vete, vete —dijo, haciendo aspavientos al chico para que se largase. Hizo un gesto a su compañero para que le siguiese y realizó una senda reverencia a la anciana. Su compañero, que tenía cara de no conocerla de nada, le imitó el gesto.
Un hombre que había tras la barra se aclaró la garganta. Era mayor, de unos setenta años por lo menos, barba canosa y sin pelo.
—¿Puedo ofrecerles algo para tomar?
En honor a la verdad, Hibakari había ido creciendo sobre la marcha, de forma alocada, con distritos poco diferenciadas y zonas de ocio mezcladas con viviendas o establecimientos que nada tenían que ver. Era, pues, como a muchos de los habitantes de la capital les gustaba resaltar, un nuevo rico. Alguien que venía de la nada y ahora que se veía con fortuna se obsesionaba por demostrarlo con ropas de seda y collares de oro, pero que no tenían ni la elegancia ni el conocimiento necesario para saber vestirlas ni combinarlas. Ellos, en cambio —los de la capital—, les gustaba considerarse a sí mismos como de la aristocracia. No solo tenían el dinero: tenían el apellido.
¿Y de qué solía vivir la gente, allí? La pesca era la profesión de sus antepasados, su origen, y los viejos muelles atestiguaban que todavía muchos seguían los pasos de sus padres. Pero con el paso del tiempo se había ampliado: pequeños negocios, artesanía, y, por qué no decirlo, la droga. Al menos, los que trabajaban para Dragón Rojo, tema tabú para muchos. La anciana condujo a Akame y a Shikari hasta un barrio menos transitado y más… sucio. No dejaba de observarles con el rabillo del ojo —se había colocado a un lado de ellos, y no en medio, para facilitar sus intenciones—, y caminaba con lentitud, ayudándose con el bastón. Tenía algo de chepa, una túnica completamente negra y arrugas cruzando todo su rostro como quien se da un baño de diez horas.
Hallaron a un crío sentado en una callejuela, que no debía tener más de diez años, sin hacer nada. Simplemente, observando. Cuando les vio, salió corriendo hacia un local que había a no demasiados metros, al final de la calle.
Los tres le siguieron el paso, a su ritmo, adentrándose en lo que parecía ser una taberna de mala muerte. Apestaba a tabaco, y tenía una mesa de billar en el centro, tan solo una mesa, y una barra a la izquierda. También unas escaleras al fondo, que llevaban a un segundo piso. No había clientes, salvo por los dos tipos que hasta aquel momento habían estado jugando al billar. Curiosamente, sin bebida ni ningún tipo de consumición a su lado. Solo un cenicero donde iban descargando sus cigarrillos, encima de la propia mesa de billar. El crío estaba junto a ellos, como si acabase de decirles algo.
Entonces vio a la anciana y enmudeció.
—Vete, vete —dijo, haciendo aspavientos al chico para que se largase. Hizo un gesto a su compañero para que le siguiese y realizó una senda reverencia a la anciana. Su compañero, que tenía cara de no conocerla de nada, le imitó el gesto.
Un hombre que había tras la barra se aclaró la garganta. Era mayor, de unos setenta años por lo menos, barba canosa y sin pelo.
—¿Puedo ofrecerles algo para tomar?
![[Imagen: ksQJqx9.png]](https://i.imgur.com/ksQJqx9.png)
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado