13/06/2019, 20:16
A las afueras de un pequeño pueblecito que dedicaba toda su vida a la agricultura, una kunoichi de cabellos oscuros se pasó un mechón de cabello por detrás de la oreja en un vano intento por disipar algo de aquel asfixiante calor y ladeó la cabeza a un lado y a otro.
—A mí esto no me convence nada de nada... —farfulló entre dientes para sí misma, mientras intercambiaba el peso de una pierna a otra.
«Esta va a ser una de las pocas veces que esté de acuerdo con usted.»
Frente a sí se hallaba un auténtico monstruo de armazón de madera y hierro, de forma alargada y dividido en diferentes cubículos de tamaño regular con numerosas ventanas y una puerta que daba acceso al interior por cada una de aquellas divisiones. Encabezando todo aquel armatoste se encontraba el cubículo más grande y terminado en una especie de cuña, coronando la procesión con una chimenea cuya boca se ensanchaba hacia el cielo. Lo más sorprendente, quizás lo más extraño, eran las dos barras de metal que se encontraban a ambos lados del vehículo, paralelas, y que discurrían hasta el horizonte. ¿Cómo las habían llamado? ¿Vías? Ayame estaba enterada de la construcción que se estaba llevando del ferrocarril, y sabía que la idea había provenido precisamente de Amegakure, pero aquel armatoste que tenía las aspiraciones de convertirse en una suerte de carromato a gran escala y sin caballos seguía sin darle buena espina. Y ahora que tenía la oportunidad de verlo de cerca, aún menos.
Aún así, la kunoichi había sido enviada como representante de su aldea para supervisar el que sería el primer viaje de prueba entre los pueblos de Minori y Ushi. Una misión sencilla, que prometía ser relajada y sin ningún tipo de sobresalto. Sólo tenía que subirse a aquel monstruo, sentarse e intentar disfrutar de la travesía... ¿No era así?
«Los humanos tienen unas ideas muy raras.»