4/07/2019, 22:44
(Última modificación: 4/07/2019, 22:48 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
El pánico no tardó en cundir:
—¿Qué pasa? esto... ¿qué cojones?
—Cállate. Sube al puto carruaje, ahora —ordenó Nioka, y su acompañante se subió al carro de un salto—. Arranca, viejo, arran... ¡Argh, joder! —La Montaña soltó una maldición cuando Daruu inutilizó su comunicador de forma hábil con un senbon electrificado. El aparato electrónico cayó al suelo dejando tras de sí una fina estela de humo.
—¡Nos atacan, nos atacan! —gritaba su opulento acompañante, aterrorizado ante la presencia de los Sirvientes de la Niebla.
Fue entonces cuando Nioka sintió la sombra del peligro cernirse sobre ellos como un cernícalo. Tomó el hacha y, envolviendo el cuello del conductor con uno de sus enormes brazos, le susurró algo al oído.
—¡Hayáááá! —gritó, y el látigo de las riendas obligó a los caballos a echar a galopar a ciegas entre aquella niebla, llevándose por delante a varios de aquellos molestos fantasmas, que se vieron aplastados bajo los cascos y las ruedas del carro... para después volver a levantarse como si nada les hubiese pasado.
Pero Ayame no pensaba quedarse de brazos cruzados.
«Ah, no. No pienso dejar que escapéis.» Y menos con aquel precioso botín. No podían permitir algo así.
Apareció en apenas un parpadeo a varios metros por delante del carro, entre más de aquellos fantasmas amenazadores, y sus manos se entrelazaron en los sellos del Carnero y del Tigre:
—¡Suiton: Suberi Yasuihara!
Tras una larga inspiración, la kunoichi expelió una gran cantidad de agua hacia el suelo que estaban a punto de pisar los caballos. Pero no era un agua cualquiera. Ayame había modificado la clásica del Mizuame Nabara para cambiar las propiedades de aquel líquido pegajoso para convertirlo en un fluido tan resbaladizo que se escurriría por debajo de las patas de los animales y de las ruedas del carro con un fatal desenlace deseado: que los caballos terminaran resbalando y el carro se viera inutilizado.
—¿Qué pasa? esto... ¿qué cojones?
—Cállate. Sube al puto carruaje, ahora —ordenó Nioka, y su acompañante se subió al carro de un salto—. Arranca, viejo, arran... ¡Argh, joder! —La Montaña soltó una maldición cuando Daruu inutilizó su comunicador de forma hábil con un senbon electrificado. El aparato electrónico cayó al suelo dejando tras de sí una fina estela de humo.
—¡Nos atacan, nos atacan! —gritaba su opulento acompañante, aterrorizado ante la presencia de los Sirvientes de la Niebla.
Fue entonces cuando Nioka sintió la sombra del peligro cernirse sobre ellos como un cernícalo. Tomó el hacha y, envolviendo el cuello del conductor con uno de sus enormes brazos, le susurró algo al oído.
—¡Hayáááá! —gritó, y el látigo de las riendas obligó a los caballos a echar a galopar a ciegas entre aquella niebla, llevándose por delante a varios de aquellos molestos fantasmas, que se vieron aplastados bajo los cascos y las ruedas del carro... para después volver a levantarse como si nada les hubiese pasado.
Pero Ayame no pensaba quedarse de brazos cruzados.
«Ah, no. No pienso dejar que escapéis.» Y menos con aquel precioso botín. No podían permitir algo así.
Apareció en apenas un parpadeo a varios metros por delante del carro, entre más de aquellos fantasmas amenazadores, y sus manos se entrelazaron en los sellos del Carnero y del Tigre:
—¡Suiton: Suberi Yasuihara!
Tras una larga inspiración, la kunoichi expelió una gran cantidad de agua hacia el suelo que estaban a punto de pisar los caballos. Pero no era un agua cualquiera. Ayame había modificado la clásica del Mizuame Nabara para cambiar las propiedades de aquel líquido pegajoso para convertirlo en un fluido tan resbaladizo que se escurriría por debajo de las patas de los animales y de las ruedas del carro con un fatal desenlace deseado: que los caballos terminaran resbalando y el carro se viera inutilizado.