10/07/2019, 11:18
Una sonrisa imberbe se dibujó en el rostro de la montaña, al comprobar el cómo un buen puñado de esos enemigos enmascarados se escabullían como una simple y llana ventisca, tras el arrollo de los dos caballos encabritados. Aquello, quisieran o no, confirmaría su teoría: de que ninguno de ellos era real. No cuando podía verles tan claros como podría ver su reflejo en un charco de agua entre tanta neblina. Era un efecto desde luego antinatural. Un fenómeno inocuo y absurdo. Uno que, sin embargo, carecería de cualquier importancia en la consecución de los eventos.
Porque daba igual si Nioka se percataba del genjutsu. Aquello era una simple distracción. Una antesala a la danza de dos amantes, que bailaban al compás de la bruma. Dos demonios que habían abandonado las tierras del Yomi para encargarse de ellas de una vez por todas.
¿Saben porqué los hijos de la Tormenta son tan agradecidos con la lluvia? porque el agua, en cualquiera de sus formas, era una gran aliada. Muchos extranjeros no parecen entenderlos, pero todo amejin ha de crecer con esa idea. El agua es maleable. Cambiante. Se adapta a cualquier situación. Persiste y persevera allá a dónde quiera que esté. El agua era una bendición. Era el sudor de Amenokami. Y fue aquél sudor el que, invocado por uno de sus hijos en un estado increíblemente resbaladizo, hizo contacto con los cascos de los dos caballos y acabó con su carrera en segundos. Las patas delanteras resbalaron y las pezuñas se doblaron antinaturalmente, haciendo que los lomos de ambos animales se precipitaran tan abruptamente como la velocidad que llevaban a galope. Así, el efecto dominó entró en acción.
Varias piezas estaban predispuestas una tras otra. Primero Ayame, en la vanguardia; vislumbrando en primera fila la caída de los caballos. Luego el carruajero, que salió disparado hacia adelante en cuanto las ruedas del carruaje impactaron con los animales y se hicieron añicos, como lo haría un mondadientes. Nioka, que sin saber lo que le esperaba a su espalda, se sostuvo al carruaje lo más fuerte que pudo, y Daruu... cuyo destino no parecía estar de acuerdo en que matara a esa Náyade. Al menos no todavía.
¡Zas! pudo sentir la vibración de su hoja oculta, al rasgar el abdomen de Nioka. Sabía que le había dado, pero el inevitable vuelco del carruaje le hizo perder la puntería durante la trayectoria de su espada, cuajando mal un golpe que debía ser mortal. Luego sintió a la gravedad dándole una patada en el culo, y cayendo de bruces al suelo, rodando, rodando, y rodando; entre charcos y charcos de tierra mojada.
Cuando el mundo se detuvo de girar, se encontró tirado en el suelo, a tres metros de Nioka. Sentía que la mujer, así como él, se había dado un buen porrón en la caída, y estaba tratando de recuperarse de ella.
Porque daba igual si Nioka se percataba del genjutsu. Aquello era una simple distracción. Una antesala a la danza de dos amantes, que bailaban al compás de la bruma. Dos demonios que habían abandonado las tierras del Yomi para encargarse de ellas de una vez por todas.
¿Saben porqué los hijos de la Tormenta son tan agradecidos con la lluvia? porque el agua, en cualquiera de sus formas, era una gran aliada. Muchos extranjeros no parecen entenderlos, pero todo amejin ha de crecer con esa idea. El agua es maleable. Cambiante. Se adapta a cualquier situación. Persiste y persevera allá a dónde quiera que esté. El agua era una bendición. Era el sudor de Amenokami. Y fue aquél sudor el que, invocado por uno de sus hijos en un estado increíblemente resbaladizo, hizo contacto con los cascos de los dos caballos y acabó con su carrera en segundos. Las patas delanteras resbalaron y las pezuñas se doblaron antinaturalmente, haciendo que los lomos de ambos animales se precipitaran tan abruptamente como la velocidad que llevaban a galope. Así, el efecto dominó entró en acción.
Varias piezas estaban predispuestas una tras otra. Primero Ayame, en la vanguardia; vislumbrando en primera fila la caída de los caballos. Luego el carruajero, que salió disparado hacia adelante en cuanto las ruedas del carruaje impactaron con los animales y se hicieron añicos, como lo haría un mondadientes. Nioka, que sin saber lo que le esperaba a su espalda, se sostuvo al carruaje lo más fuerte que pudo, y Daruu... cuyo destino no parecía estar de acuerdo en que matara a esa Náyade. Al menos no todavía.
¡Zas! pudo sentir la vibración de su hoja oculta, al rasgar el abdomen de Nioka. Sabía que le había dado, pero el inevitable vuelco del carruaje le hizo perder la puntería durante la trayectoria de su espada, cuajando mal un golpe que debía ser mortal. Luego sintió a la gravedad dándole una patada en el culo, y cayendo de bruces al suelo, rodando, rodando, y rodando; entre charcos y charcos de tierra mojada.
Cuando el mundo se detuvo de girar, se encontró tirado en el suelo, a tres metros de Nioka. Sentía que la mujer, así como él, se había dado un buen porrón en la caída, y estaba tratando de recuperarse de ella.