9/08/2019, 11:08
Y sin embargo... No había sido Hanabi, ni ningún Uzumaki, ni nadie del Remolino, quien había manipulado la mente de aquel joven. Él hubiese sido capaz de jurarlo con su propia sangre, incluso mientras notaba cómo le temblaban las piernas y los brazos al quitarse la camiseta y sentarse en el suelo. Akame conocía aquella técnica que iban a realizar sobre él; se la había visto hacer a Datsue, mucho tiempo atrás —en aquel momento parecía que hubiese sucedido casi en otra vida, y en cierto modo, así era— a un anciano para liberarle, justamente, de un extraño Sello Maldito. Sabía que era dolorosa en extremo. Pero tampoco pensaba ceder al miedo, pues aquel sello era sin lugar a dudas unos grilletes con los que le tenían preso. Si no se soltaba, nunca tendría la libertad que tanto ansiaba.
El Uchiha gritó y berreó de pura agonía, como si le estuvieran arrancando el mismísimo alma. Conforme las fórmulas de sellado iban retorciéndose por su cuerpo cual serpientes de cascabel, mordiéndole para inyectarle un peligroso veneno, Akame no pudo sino apretar los dientes y los puños hasta hacerse sangre. El sabor del hierro en su boca no le calmó, y lanzó otro aullido de dolor.
Akame calló tan pronto todo terminó. Su cuerpo todavía se bamboleaba intensamente al ritmo de una respiración agitada por el dolor y la angustia, pero él ya no gritaba. Estaba allí, sentado, cabizbajo. Aunque ni Otohime ni la Anciana podían saberlo en ese momento, por su cabeza pasaban en carrusel todos los recuerdos que le habían sido arrebatados y sellados sin más remedio. Y no había sido Hanabi, no. Sino su propia maestra. Kunie.
Cuando el Uchiha —después de unos largos minutos de silencio— se puso en pie, sus ojos carecían completamente de toda expresión. Su rostro, aun envuelto en vendas, parecía transmitir el más profundo pesar y desasosiego que cualquiera de aquellas dos mujeres hubiese visto en su puta vida. Tenía la mirada de un hombre abatido, derrotado, apaleado, vapuleado por el camino. Ya no había en ella rastro de determinación, o de astucia, o de serenidad. Todo era pura y simple tristeza. Cuando habló, parecía que lo estuviese haciendo un muerto vivo. Un cadáver que por alguna razón andaba, respiraba, y se movía.
—Haz el Bautizo y acabemos con esto...
El Uchiha gritó y berreó de pura agonía, como si le estuvieran arrancando el mismísimo alma. Conforme las fórmulas de sellado iban retorciéndose por su cuerpo cual serpientes de cascabel, mordiéndole para inyectarle un peligroso veneno, Akame no pudo sino apretar los dientes y los puños hasta hacerse sangre. El sabor del hierro en su boca no le calmó, y lanzó otro aullido de dolor.
Akame calló tan pronto todo terminó. Su cuerpo todavía se bamboleaba intensamente al ritmo de una respiración agitada por el dolor y la angustia, pero él ya no gritaba. Estaba allí, sentado, cabizbajo. Aunque ni Otohime ni la Anciana podían saberlo en ese momento, por su cabeza pasaban en carrusel todos los recuerdos que le habían sido arrebatados y sellados sin más remedio. Y no había sido Hanabi, no. Sino su propia maestra. Kunie.
Cuando el Uchiha —después de unos largos minutos de silencio— se puso en pie, sus ojos carecían completamente de toda expresión. Su rostro, aun envuelto en vendas, parecía transmitir el más profundo pesar y desasosiego que cualquiera de aquellas dos mujeres hubiese visto en su puta vida. Tenía la mirada de un hombre abatido, derrotado, apaleado, vapuleado por el camino. Ya no había en ella rastro de determinación, o de astucia, o de serenidad. Todo era pura y simple tristeza. Cuando habló, parecía que lo estuviese haciendo un muerto vivo. Un cadáver que por alguna razón andaba, respiraba, y se movía.
—Haz el Bautizo y acabemos con esto...