14/08/2019, 19:08
Nada… de… metáforas.
Apuñálate.
Apuñálate…
Apuñálate…
Apuñálate…
Como un náufrago en busca de algo a lo que agarrarse, dirigió su mirada hacia Ryoukajiin. Su valedor. El Sabio entre los Sabios.
Nada. Ni una mano estirada desde un bote salvavidas. Ni un trozo de madera al que asirse.
Nada.
Moribundo, buscó en Sanona el milagro. Un barco mercante a lo lejos. Una isla perdida. Un… Lo que sea.
Nada.
Apuñalarse.
Apuñalarse…
Apuñalarse…
Eso era muy fácil de hacer con el Sello Maldito del Tiempo Inverso. Pero no lo tenía. No lo tenía. No lo tenía…
—Hay que tener ovarios —soltó, en un arranque de furia apenas contenida—. ¿Y se supone que esto se lo hicieron a Akimichi Daigo? —negó con la cabeza. ¡Había que tener ovarios, joder!
Datsue empezó a moverse, de un lado a otro, errático. Levantaba la cabeza, miraba la espada, la palpaba, volvía a elevar la mirada. Inspirando y espirando muy rápidamente, hiperventilando.
—¡Si es que hay que tenerlos muy gordos! —«Joder. ¡Joder!»—. Y cuando me muera, le dices tú, MIshiko. ¡Se lo dices tú! ¡Le dices a Hanabi que gracias a ti no solo estoy muerto, sino que habéis perdido a vuestro Jinchuuriki y a Shukaku! ¿Eh? ¡Eso le vas a decir! ¡Qué Kurama ahora tiene un bijuu menos del que preocuparse! ¡Se lo dices tú!
Alzó la espada. Clavó la punta en su pecho. Agarró firmemente el mango y…
Y…
Y algo se resistía a apretar. Su viejo amigo: su instinto de supervivencia. Su cabeza no podía dejar de pensar. En buscar salidas. Una manera en la que evadirse, de evitar confrontar el problema. De correr hacia adelante, como una vez le había dicho Daruu que siempre hacía. Pero allí no había escapatoria posible. No había escondites, ni atajos, ni puertas ocultas tras las que fugarse. Solo dos opciones: achantarse, o descubrir de una buena vez quién era realmente.
Seguir huyendo, o hacer por una vez honor a su sobrenombre.
Confiar solo en sí mismo, como había hecho en la mayor parte de su vida, o ya no en Mishiko, en Sanona o siquiera Ryoukajiin, sino en Uzumaki Shiomaru —porque tenía que creer que aquel fuuinjutsu era suyo—, y por tanto en Uzu. En algo más grande que él.
Supo que aquel momento definiría el resto de su vida, probablemente cortándola y poniéndole un punto y final. Había sido bonita, mientras duró. Llena de altibajos, pero cuando había tocado el cielo… Oh, ¡qué momentos! Y había llegado la hora. Reconocer que toda esa etapa de maduración eran películas que se montaba en su cabeza, y volver a sus inicios. O dar un paso hacia adelante, jugársela, y tirarse al vacío.
No supo por qué, pero en aquel preciso instante, un recuerdo lejano le vino a la mente. Él y Akame, atados a una silla, frente a quien creían era un resucitado Zoku. Les había dado una opción muy simple: unirse a él, o morir. Akame no le había dado la oportunidad a elegir, pero ambos sabían, en el fondo, que de no ser por él Datsue no hubiese tenido los cojones de revelarse y aceptar la muerte.
«¿Por qué cojones dedicó mis últimos pensamientos a ese puto traidor?» Eri, Nabi, Aiko… ¡Todos ellos se lo merecían mucho más! Y, aún así…
Se dio cuenta de que sus ojos lloraban. De rabia. Y también de pena.
—Adiós —dijo en un susurro apenas audible, activando por un instante tres de sus sellos de la Hermandad Intrépida. El grupo cuatro. El grupo nueve…El grupo dos.
Le hubiese gustado irse con una sonrisa, como esos héroes que narran las leyendas, impertérritos e indomables. No pudo ser. Cuando de un movimiento seco y rápido se clavó la espada hasta el fondo de su corazón, su voz exhaló un alarido, más cerca de un chillido angustiado y penoso que de un grito de guerra.
Pero, ¿qué más daba? Ahora podría olvidarse de todas esas tonterías. Ahora podría, al fin... descansar.
Apuñálate.
Apuñálate…
Apuñálate…
Apuñálate…
Como un náufrago en busca de algo a lo que agarrarse, dirigió su mirada hacia Ryoukajiin. Su valedor. El Sabio entre los Sabios.
Nada. Ni una mano estirada desde un bote salvavidas. Ni un trozo de madera al que asirse.
Nada.
Moribundo, buscó en Sanona el milagro. Un barco mercante a lo lejos. Una isla perdida. Un… Lo que sea.
Nada.
Apuñalarse.
Apuñalarse…
Apuñalarse…
Eso era muy fácil de hacer con el Sello Maldito del Tiempo Inverso. Pero no lo tenía. No lo tenía. No lo tenía…
—Hay que tener ovarios —soltó, en un arranque de furia apenas contenida—. ¿Y se supone que esto se lo hicieron a Akimichi Daigo? —negó con la cabeza. ¡Había que tener ovarios, joder!
Datsue empezó a moverse, de un lado a otro, errático. Levantaba la cabeza, miraba la espada, la palpaba, volvía a elevar la mirada. Inspirando y espirando muy rápidamente, hiperventilando.
—¡Si es que hay que tenerlos muy gordos! —«Joder. ¡Joder!»—. Y cuando me muera, le dices tú, MIshiko. ¡Se lo dices tú! ¡Le dices a Hanabi que gracias a ti no solo estoy muerto, sino que habéis perdido a vuestro Jinchuuriki y a Shukaku! ¿Eh? ¡Eso le vas a decir! ¡Qué Kurama ahora tiene un bijuu menos del que preocuparse! ¡Se lo dices tú!
Alzó la espada. Clavó la punta en su pecho. Agarró firmemente el mango y…
Y…
Y algo se resistía a apretar. Su viejo amigo: su instinto de supervivencia. Su cabeza no podía dejar de pensar. En buscar salidas. Una manera en la que evadirse, de evitar confrontar el problema. De correr hacia adelante, como una vez le había dicho Daruu que siempre hacía. Pero allí no había escapatoria posible. No había escondites, ni atajos, ni puertas ocultas tras las que fugarse. Solo dos opciones: achantarse, o descubrir de una buena vez quién era realmente.
Seguir huyendo, o hacer por una vez honor a su sobrenombre.
Confiar solo en sí mismo, como había hecho en la mayor parte de su vida, o ya no en Mishiko, en Sanona o siquiera Ryoukajiin, sino en Uzumaki Shiomaru —porque tenía que creer que aquel fuuinjutsu era suyo—, y por tanto en Uzu. En algo más grande que él.
Supo que aquel momento definiría el resto de su vida, probablemente cortándola y poniéndole un punto y final. Había sido bonita, mientras duró. Llena de altibajos, pero cuando había tocado el cielo… Oh, ¡qué momentos! Y había llegado la hora. Reconocer que toda esa etapa de maduración eran películas que se montaba en su cabeza, y volver a sus inicios. O dar un paso hacia adelante, jugársela, y tirarse al vacío.
No supo por qué, pero en aquel preciso instante, un recuerdo lejano le vino a la mente. Él y Akame, atados a una silla, frente a quien creían era un resucitado Zoku. Les había dado una opción muy simple: unirse a él, o morir. Akame no le había dado la oportunidad a elegir, pero ambos sabían, en el fondo, que de no ser por él Datsue no hubiese tenido los cojones de revelarse y aceptar la muerte.
«¿Por qué cojones dedicó mis últimos pensamientos a ese puto traidor?» Eri, Nabi, Aiko… ¡Todos ellos se lo merecían mucho más! Y, aún así…
Se dio cuenta de que sus ojos lloraban. De rabia. Y también de pena.
—Adiós —dijo en un susurro apenas audible, activando por un instante tres de sus sellos de la Hermandad Intrépida. El grupo cuatro. El grupo nueve…El grupo dos.
Le hubiese gustado irse con una sonrisa, como esos héroes que narran las leyendas, impertérritos e indomables. No pudo ser. Cuando de un movimiento seco y rápido se clavó la espada hasta el fondo de su corazón, su voz exhaló un alarido, más cerca de un chillido angustiado y penoso que de un grito de guerra.
Pero, ¿qué más daba? Ahora podría olvidarse de todas esas tonterías. Ahora podría, al fin... descansar.
![[Imagen: ksQJqx9.png]](https://i.imgur.com/ksQJqx9.png)
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado