15/09/2019, 19:52
(Última modificación: 15/09/2019, 19:53 por Aotsuki Ayame.)
Todo estaba hablado. Todo estaba planeado. Ahora sólo quedaba, ejecutarlo.
Cuando Daruu abandonó La Bruma Negra, Ayame comenzó su acción. Lo primero que hizo fue dejar una nueva marca de sangre en el cabecero de la cama, con la fatiga acumulada del día anterior casi se le había olvidado reponerla y eso habría supuesto un error garrafal. Después de aquello, revisó que todas sus armas estuvieran en orden y, sólo una vez se sintió satisfecha, salió del edificio. Caminó a paso lento, calmado, aunque por dentro su corazón bombeaba a mil por hora. Cuando se estaba acercando a las inmediaciones del Mal De Ojo se introdujo en un callejón estrecho y solitario, pero la que salió de él era una mujer adulta, de cabellos negros y rebeldes que se despeinaban hacia el lado derecho y brillantes ojos purpúreos que hacían juego con su pintalabios. Con una sonrisa de medio lado, Amedama Kiroe se deslizó a buen paso, de camino a la que Yuki había llamado La Plaza de los Delfines, ignorando toda la mala chusma que la rodeaba. La que antaño debió de ser una esplendorosa fuente con dos delfines escupiendo agua ahora estaba asfixiada por el musgo. Kiroe se paseó por el lugar, alrededor de la maloliente fuente y estudiando el terreno que habría de ser su campo de combate y comenzando los preparativos. Aquel campo necesitaba agua. Mucho agua. Y no le iba a bastar con la lluvia de Amenokami. Miró a su alrededor, y cuando se aseguró que no había nadie que pudiera interceptarla, entrelazó las manos. Si debía hacerlo, era mejor que lo hiciera cuanto antes. Así tendría tiempo de regenerar algo de chakra. Con el último sello, Kiroe tomó una buena bocanada de aire y cuando lo soltó lo hizo en forma de una ingente cantidad de agua que se extendió bajo sus pies como un tsunami que la alzó durante unos instantes, antes de volver a descender y convertir la plaza en un súbito lago improvisado.
«Ahora sí... Comienza el juego.» Pensó Kiroe, sentándose con gracilidad sobre el delfín que coronaba la fuente y cruzaba una pierna sobre la otra.
Ahora sólo tenía que esperar a que el primer contacto de su hijo finalizara con éxito.
Cuando Daruu abandonó La Bruma Negra, Ayame comenzó su acción. Lo primero que hizo fue dejar una nueva marca de sangre en el cabecero de la cama, con la fatiga acumulada del día anterior casi se le había olvidado reponerla y eso habría supuesto un error garrafal. Después de aquello, revisó que todas sus armas estuvieran en orden y, sólo una vez se sintió satisfecha, salió del edificio. Caminó a paso lento, calmado, aunque por dentro su corazón bombeaba a mil por hora. Cuando se estaba acercando a las inmediaciones del Mal De Ojo se introdujo en un callejón estrecho y solitario, pero la que salió de él era una mujer adulta, de cabellos negros y rebeldes que se despeinaban hacia el lado derecho y brillantes ojos purpúreos que hacían juego con su pintalabios. Con una sonrisa de medio lado, Amedama Kiroe se deslizó a buen paso, de camino a la que Yuki había llamado La Plaza de los Delfines, ignorando toda la mala chusma que la rodeaba. La que antaño debió de ser una esplendorosa fuente con dos delfines escupiendo agua ahora estaba asfixiada por el musgo. Kiroe se paseó por el lugar, alrededor de la maloliente fuente y estudiando el terreno que habría de ser su campo de combate y comenzando los preparativos. Aquel campo necesitaba agua. Mucho agua. Y no le iba a bastar con la lluvia de Amenokami. Miró a su alrededor, y cuando se aseguró que no había nadie que pudiera interceptarla, entrelazó las manos. Si debía hacerlo, era mejor que lo hiciera cuanto antes. Así tendría tiempo de regenerar algo de chakra. Con el último sello, Kiroe tomó una buena bocanada de aire y cuando lo soltó lo hizo en forma de una ingente cantidad de agua que se extendió bajo sus pies como un tsunami que la alzó durante unos instantes, antes de volver a descender y convertir la plaza en un súbito lago improvisado.
«Ahora sí... Comienza el juego.» Pensó Kiroe, sentándose con gracilidad sobre el delfín que coronaba la fuente y cruzaba una pierna sobre la otra.
Ahora sólo tenía que esperar a que el primer contacto de su hijo finalizara con éxito.