15/09/2019, 21:34
En silencio, aguardando, Kiroe seguía inspeccionando a su alrededor con la curiosidad de una niña que no ha estado allí nunca antes.
La Plaza de los Delfines era una glorieta ni demasiado grande ni demasiado pequeña, unos diez metros de diámetro que delimitaban con los edificios adyacentes que se alzaban contra el cielo plomizo y alguna que otra farola. Tal y como les había contado Yuki, se encontraba a apenas tres manzanas del Mal de Ojo, la guarida de aquellas víboras saca-ojos, pero al mismo tiempo se encontraba recluida en un barrio marginal, abandonada a su destino para servir ahora de hogar a drogadictos, alcohólicos, puteros, esclavistas y cualquier paria que pasara cerca de allí. Dos eran las calles principales que llegaban hasta ella, una de ellas dirigiéndose hacia Mal de Ojo y la otra en dirección opuesta, pero algunos callejones más estrechos y discretos, como delgadas venas, también daban su acceso a aquella plaza. El suelo estaba enlosado por innumerables adoquines grises, descoloridos por el paso del tiempo e incluso anegados de moho y musgo. Todo ello antes de que fueran inundados por la técnica de la falsa Kiroe, por supuesto.
Ahora sólo quedaba esperar. Esperar y esperar a que la víbora mordiera el anzuelo preparado por la otra falsa Kiroe.
La Plaza de los Delfines era una glorieta ni demasiado grande ni demasiado pequeña, unos diez metros de diámetro que delimitaban con los edificios adyacentes que se alzaban contra el cielo plomizo y alguna que otra farola. Tal y como les había contado Yuki, se encontraba a apenas tres manzanas del Mal de Ojo, la guarida de aquellas víboras saca-ojos, pero al mismo tiempo se encontraba recluida en un barrio marginal, abandonada a su destino para servir ahora de hogar a drogadictos, alcohólicos, puteros, esclavistas y cualquier paria que pasara cerca de allí. Dos eran las calles principales que llegaban hasta ella, una de ellas dirigiéndose hacia Mal de Ojo y la otra en dirección opuesta, pero algunos callejones más estrechos y discretos, como delgadas venas, también daban su acceso a aquella plaza. El suelo estaba enlosado por innumerables adoquines grises, descoloridos por el paso del tiempo e incluso anegados de moho y musgo. Todo ello antes de que fueran inundados por la técnica de la falsa Kiroe, por supuesto.
Ahora sólo quedaba esperar. Esperar y esperar a que la víbora mordiera el anzuelo preparado por la otra falsa Kiroe.