18/09/2019, 19:28
Y la espera... terminó.
Kiroe alzó la cabeza al escuchar el sonido de sus pies, delicados, pálidos y descalzos; chapoteando sobre la superficie del improvisado lago, y todos y cada uno de sus músculos se crisparon de inmediato cuando sus ojos se fijaron en la angelical figura que acompañaba aquel sonido. Bien podría haber salido de una de las revistas de moda más importantes del país. Porque todo en Nakura Naia era belleza. Aquel era el único adjetivo con el que se podía referir a ella, y ni siquiera le hacía la suficiente justicia. De largos cabellos rubios que enmarcaban un rostro perfecto, de ojos de esmeralda y piel de luna y caían sugerentes sobre sus hombros. Vestía un elegante y sencillo vestido blanco que se ceñía en torno a su cuerpo, resaltando su figura de pronunciadas curvas con aquellos movimientos, elegantes y peligrosos como los de una cobra frente a su presa. Era su presencia. La presencia de una poderosa mujer que no podía ser ignorada de ninguna manera.
Pero lo que sintió Kiroe fue odio. El más puro, ancestral, y primitivo odio. Odio hacia aquella persona a la que sólo había visto en el retrato de un Libro Bingo que lejos estaba de reflejar siquiera una quinta parte de su esencia, odio por la mujer que había arrancado los ojos a su pareja, la mujer que le había hecho pasar por dos operaciones y un auténtico calvario, la mujer por la que la verdadera Kiroe había tenido que sacrificar sus propios ojos y dárselos a su hijo en un acto de amor, la misma mujer que había arruinado la familia Amedama al seducir a su padre, a su marido, hasta la traición.Kiroe entrecerró los ojos, contuvo la respiración y apretó sendos puños. Hervía. Toda su sangre hervía y se agolpaba en sus mejillas y en su pecho. En aquellos instantes, era agua en ebullición. Aquel era un sentimiento nuevo para ella. Un sentimiento que casi consideraba repulsivo, pero que al mismo tiempo parecía nutrirla para actuar.
«He esperado tanto por este momento...»
—Mírate —canturreó Naia, con voz angelical, cantarina, clara como una copa de cristal—. De vuelta al servicio militar, ¿huh? como en los viejos tiempos. Oí que lo habías dejado, ¿cierto? después de cortarle el gaznete a tu marido. Pobre hombre. Realmente no se lo merecía.
Kiroe no respondió de inmediato. Toda aquella ira la estaba desestabilizando. Tenía que encontrar la manera de calmarse o su disfraz se iría al triste desde el primer minuto. Pero se le estaba haciendo difícil, terriblemente difícil. Tan difícil como intentar contener los granos de arena entre sus manos.
«Frío... Piensa en frío...» Se ordenó, visualizando a su hermano junto a ella. Tenía que ser tan frío como él y no dejarse llevar por el fuego. Ella no era fuego, ella era el agua.
Lentamente dejó escapar todo el aire que había estado conteniendo. Igual de lento relajó sus manos y las bajó hasta situarlas sobre sus piernas cruzadas, muy cerca la una de la otra. Y sus labios se torcieron en una traviesa sonrisa que acompañó una seca risotada.
—¿Ah, no? Creo que lo merecía más que toda esa gente a la que habéis ido arrancando los ojos —replicó, imitando el desparpajo de Kiroe lo mejor que supo. Y ensanchó aún más su sonrisa al añadir—: Veo que te ha llegado mi... invitación.
Kiroe alzó la cabeza al escuchar el sonido de sus pies, delicados, pálidos y descalzos; chapoteando sobre la superficie del improvisado lago, y todos y cada uno de sus músculos se crisparon de inmediato cuando sus ojos se fijaron en la angelical figura que acompañaba aquel sonido. Bien podría haber salido de una de las revistas de moda más importantes del país. Porque todo en Nakura Naia era belleza. Aquel era el único adjetivo con el que se podía referir a ella, y ni siquiera le hacía la suficiente justicia. De largos cabellos rubios que enmarcaban un rostro perfecto, de ojos de esmeralda y piel de luna y caían sugerentes sobre sus hombros. Vestía un elegante y sencillo vestido blanco que se ceñía en torno a su cuerpo, resaltando su figura de pronunciadas curvas con aquellos movimientos, elegantes y peligrosos como los de una cobra frente a su presa. Era su presencia. La presencia de una poderosa mujer que no podía ser ignorada de ninguna manera.
Pero lo que sintió Kiroe fue odio. El más puro, ancestral, y primitivo odio. Odio hacia aquella persona a la que sólo había visto en el retrato de un Libro Bingo que lejos estaba de reflejar siquiera una quinta parte de su esencia, odio por la mujer que había arrancado los ojos a su pareja, la mujer que le había hecho pasar por dos operaciones y un auténtico calvario, la mujer por la que la verdadera Kiroe había tenido que sacrificar sus propios ojos y dárselos a su hijo en un acto de amor, la misma mujer que había arruinado la familia Amedama al seducir a su padre, a su marido, hasta la traición.Kiroe entrecerró los ojos, contuvo la respiración y apretó sendos puños. Hervía. Toda su sangre hervía y se agolpaba en sus mejillas y en su pecho. En aquellos instantes, era agua en ebullición. Aquel era un sentimiento nuevo para ella. Un sentimiento que casi consideraba repulsivo, pero que al mismo tiempo parecía nutrirla para actuar.
«He esperado tanto por este momento...»
—Mírate —canturreó Naia, con voz angelical, cantarina, clara como una copa de cristal—. De vuelta al servicio militar, ¿huh? como en los viejos tiempos. Oí que lo habías dejado, ¿cierto? después de cortarle el gaznete a tu marido. Pobre hombre. Realmente no se lo merecía.
Kiroe no respondió de inmediato. Toda aquella ira la estaba desestabilizando. Tenía que encontrar la manera de calmarse o su disfraz se iría al triste desde el primer minuto. Pero se le estaba haciendo difícil, terriblemente difícil. Tan difícil como intentar contener los granos de arena entre sus manos.
«Frío... Piensa en frío...» Se ordenó, visualizando a su hermano junto a ella. Tenía que ser tan frío como él y no dejarse llevar por el fuego. Ella no era fuego, ella era el agua.
Lentamente dejó escapar todo el aire que había estado conteniendo. Igual de lento relajó sus manos y las bajó hasta situarlas sobre sus piernas cruzadas, muy cerca la una de la otra. Y sus labios se torcieron en una traviesa sonrisa que acompañó una seca risotada.
—¿Ah, no? Creo que lo merecía más que toda esa gente a la que habéis ido arrancando los ojos —replicó, imitando el desparpajo de Kiroe lo mejor que supo. Y ensanchó aún más su sonrisa al añadir—: Veo que te ha llegado mi... invitación.