28/09/2019, 18:10
(Última modificación: 28/09/2019, 18:11 por Umikiba Kaido. Editado 1 vez en total.)
¡¡¡QUE QUÉ!!! —soltó la Arashikage, enervada. Y es que aunque Daruu y Ayame estuvieran haciendo su trabajo, un buen trabajo, en dilucidar secretos como buenos espías —Primero Akame, luego Kaido, ahora que tenían un puto infiltrado en la aldea—. pues no paraban de traerle novedades que le hubiera gustado saber de antemano. Sulfurada como sólo ella podía estarlo, golpeó de nuevo al pobre escritorio remendado y se arremangó la capa para prepararse para la caza. Oh, no había un parásito peor que esos que te carcomen desde adentro. Suerte que Amekoro Yui fuera una especialista en sacar la mierda que te rodea. Posteriormente, miró soslaya la carpeta que se deslizó hasta sus cercanías, que según Daruu, contenía documentos importantes.
Agradecida, la acercó hasta un lugar seguro y se preparó para salir inmediatamente. No había nada mejor que pegarse una buena lectura después de matar traidores. Sí, sí.
La oscura zanja se iluminó, de pronto, con los destellos eléctricos que envolvieron sendos proyectiles apenas perceptibles que rompieron el aires y se dirigieron hacia la pitón. En defensa propia, la serpiente se ciñó rápidamente sobre su tesoro, el tesoro que su ama le había ordenado proteger hasta la muerte, y escondió la cabeza por detrás de las cinco portentosas vueltas de carne, escama y músculo que rodeaban el pilar y el frasco sobre éste. Los senbon le dieron y la electricidad desde luego ayudó que pudiera atravesar la piel de la serpiente, que por lo general era lo suficientemente dura como para que no herirse fácilmente. El raiton era un enemigo de otro nivel, desde luego, así que el daño lo recibió y sus músculos acalambrado se destensaron dejando así una pequeña abertura. Mínima. Y que pronto iba a cerrarse, pues un tsunami de serpientes más pequeñas pero que en conjunto se hacían cada vez más y más tumultosas se arrastraron veloces hasta la pitón para protegerla, y entre todas fueron lanzando mordiscos al brazo de caramelo que, finalmente, logró sostener su ansiado regalo.
Cuando Daruu quiso retraer el brazo, todas las serpientes en comunión empezaron a subirle muy de cerca, con las fauces abiertas y más que dispuestas a morir para que esos ojos no salieran de allí hasta que su ama regresara.
Naia, el kage bunshin; se había sumergido en la nube de humo consciente y bien ubicada de dónde podía estar la estatua. Cuando estuvo cerca, la mujer realizó en secreto una poderosa técnica que, entre los médicos, se decía que era una de las armas más letales cuando se tenía que entrar en combate. El Dokugiri, aupado no por sus toxinas comunes sino por los componentes somníferos de un veneno conocido en el rubro como Dulces Sueños, se extendió desde su dueña en una nube gaseosa que de alguna forma de camuflaría con el humo de la kemuridama. O esa era su intención.
De todas formas, Ayame era una kunoichi versátil y, mientras se curaba, había previsto estar lo sufcientemente atenta —con sus capacidades de percepción extraordinarias—. como para oír la aproximación de Naia a través del sonido que hacían sus pies sobre el agua. Esperó, esperó, y esperó ... y cuando supo que estaba cerca, explotó el sello secreto que le había estado esperando a Naia desde los inicios del combate. La explosión generó una onda expansiva que muy a pesar de que Ayame tuvo la suspicacia de alejarse antes de usar el Kassei-ka, hizo que el veneno se esparciera mucho más rápido hacia distintas direcciones, a su vez de que el daño colaba en aquél clon de lleno, haciéndolo desaparecer tras superar los daños que un bunshin podía asumir.
Estaba claro que ante semejante desconocimiento de los ancontecimientos, tanto de un lado como del otro; Ayame no prevería que a pesar de haberse tomado su antídoto, Naia había hecho lo propio para envenenarla de nuevo. Y mientras salía de su propia nube para ponerse a sí misma a resguardo, en subterfugio, no pudo evitar inhalar unas pocas partículas de Dulces Sueños, aunque no en una cantidad lo suficientemente concentrada como para que perdiera la conciencia y cayera en el sueño profundo que por lo general causa aquél veneno.
Así que, en un par de minutos, con suerte, Ayame empezaría a sentir cierta somnolencia y desgano, que perduraría hasta que el antídoto acabase de matar a las toxinas de la primera mordida.
Naia, la original, esperó paciente en lo más alto de su muro de tierra, a casi ocho metros de todo el meollo del asunto. Pronto la nube se disiparía, así que decidió esperar, aunque la paciencia no fuera una de sus mayores virtudes.
Agradecida, la acercó hasta un lugar seguro y se preparó para salir inmediatamente. No había nada mejor que pegarse una buena lectura después de matar traidores. Sí, sí.
. . .
La oscura zanja se iluminó, de pronto, con los destellos eléctricos que envolvieron sendos proyectiles apenas perceptibles que rompieron el aires y se dirigieron hacia la pitón. En defensa propia, la serpiente se ciñó rápidamente sobre su tesoro, el tesoro que su ama le había ordenado proteger hasta la muerte, y escondió la cabeza por detrás de las cinco portentosas vueltas de carne, escama y músculo que rodeaban el pilar y el frasco sobre éste. Los senbon le dieron y la electricidad desde luego ayudó que pudiera atravesar la piel de la serpiente, que por lo general era lo suficientemente dura como para que no herirse fácilmente. El raiton era un enemigo de otro nivel, desde luego, así que el daño lo recibió y sus músculos acalambrado se destensaron dejando así una pequeña abertura. Mínima. Y que pronto iba a cerrarse, pues un tsunami de serpientes más pequeñas pero que en conjunto se hacían cada vez más y más tumultosas se arrastraron veloces hasta la pitón para protegerla, y entre todas fueron lanzando mordiscos al brazo de caramelo que, finalmente, logró sostener su ansiado regalo.
Cuando Daruu quiso retraer el brazo, todas las serpientes en comunión empezaron a subirle muy de cerca, con las fauces abiertas y más que dispuestas a morir para que esos ojos no salieran de allí hasta que su ama regresara.
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Naia, el kage bunshin; se había sumergido en la nube de humo consciente y bien ubicada de dónde podía estar la estatua. Cuando estuvo cerca, la mujer realizó en secreto una poderosa técnica que, entre los médicos, se decía que era una de las armas más letales cuando se tenía que entrar en combate. El Dokugiri, aupado no por sus toxinas comunes sino por los componentes somníferos de un veneno conocido en el rubro como Dulces Sueños, se extendió desde su dueña en una nube gaseosa que de alguna forma de camuflaría con el humo de la kemuridama. O esa era su intención.
De todas formas, Ayame era una kunoichi versátil y, mientras se curaba, había previsto estar lo sufcientemente atenta —con sus capacidades de percepción extraordinarias—. como para oír la aproximación de Naia a través del sonido que hacían sus pies sobre el agua. Esperó, esperó, y esperó ... y cuando supo que estaba cerca, explotó el sello secreto que le había estado esperando a Naia desde los inicios del combate. La explosión generó una onda expansiva que muy a pesar de que Ayame tuvo la suspicacia de alejarse antes de usar el Kassei-ka, hizo que el veneno se esparciera mucho más rápido hacia distintas direcciones, a su vez de que el daño colaba en aquél clon de lleno, haciéndolo desaparecer tras superar los daños que un bunshin podía asumir.
Estaba claro que ante semejante desconocimiento de los ancontecimientos, tanto de un lado como del otro; Ayame no prevería que a pesar de haberse tomado su antídoto, Naia había hecho lo propio para envenenarla de nuevo. Y mientras salía de su propia nube para ponerse a sí misma a resguardo, en subterfugio, no pudo evitar inhalar unas pocas partículas de Dulces Sueños, aunque no en una cantidad lo suficientemente concentrada como para que perdiera la conciencia y cayera en el sueño profundo que por lo general causa aquél veneno.
Así que, en un par de minutos, con suerte, Ayame empezaría a sentir cierta somnolencia y desgano, que perduraría hasta que el antídoto acabase de matar a las toxinas de la primera mordida.
Naia, la original, esperó paciente en lo más alto de su muro de tierra, a casi ocho metros de todo el meollo del asunto. Pronto la nube se disiparía, así que decidió esperar, aunque la paciencia no fuera una de sus mayores virtudes.