1/10/2019, 16:50
Todos y cada uno de nosotros nos preguntamos alguna vez en el transcurso de nuestras vidas qué es lo que sentiremos al morir. Lo cierto es que no hay una respuesta empirica y certera pues han sido pocos los que han sobrevivido a una experiencia similar en donde sus corazones se han detenido por unos cuantos segundos y han regresado al plano terrenal para compartir su testimonio, pero de estas vivencias podemos contastar distintas formas de abandonar este mundo. Unos ven una luz, despampanante y cegadora, que les envuelve y les abraza allí a donde quiera que van. Otros no ven absolutamente nada, aunque sienten un frío intenso que les acompaña todo el camino hasta las puertas del purgatorio. Algunos incluso dicen que rememoran toda su vida, repasan cada una de las decisiones que acabó llevándoles hasta ese punto cumbre donde todo se acaba y se lamentan de algunas de ellas. Ven en espíritu a sus allegados, a sus seres queridos. Los rostros de amigos y enemigos por igual.
Es ahí cuando uno se pregunta que habrán visto Naia y Shannako. Y si todo aquello era un mito, y no sucedía absolutamente nada? Y si ninguna de las dos se dio cuenta de que ya lo habían perdido todo antes de que incluso la cabeza de las ninfas rodarán y fueran atravesadas por una poderosa bala de agua?... Daba igual. Nadie nunca iba a preguntarse que había en el más allá, y menos si se trataba de ellas. De ellas, mujeres que hicieron daño a mucha gente. De ellas, que destruyeran familias enteras e inundaron de sangre y muertes a tantas familias.
De ellas, que no iban a ser extrañadas por nadie y quedarían en el más absoluto olvido.
Ambos cuerpos cayeron como el peso de un plomo muerto hundiéndose en el mar. La cabeza de Shannako rodó un par de centímetros, y un hilacho de sangre oscura se deslizó por la tierra emanante como un río. La cabeza de Naia, por su parte, rebotó en el suelo por la fuerza del impacto de una bala a tan próxima distancia. Su rostro habitualmente impoluto ahora tenía una expresión funesta, sin vida, con los ojos blanquecinos volteados hacia la parte trasera de su cráneo. La sangre fulguraba a través de ese pequeño agujero como un volcán en erupción y el resto de su cuerpo parecía dar espasmos mientras las últimas chispas eléctricas de sus neuronas se hacen perdían hacia la nada.
Cuando ambas quedaron inmóviles, en el charco; un trueno avasallador inundó la Plaza de los Delfines. O lo que quedaba de ella.
Y aunque durante todo el combate llovió, fue solo entonces que se dieron cuenta que una pequeña aunque funesta tormenta se desató allá en los cielos.
La leyenda contaba que amenokami lloraba mucho más fuerte cuando perdía a uno de sus hijos. Ahora, era posible que no estuviese sintiendo el duelo, sino por el contrario, que la intensa lluvia fuera su forma ancestral de celebrar que el mundo, gracias a Ayame y Daruu, ahora era un lugar mucho mejor que ayer.
Mucho mejor.
Es ahí cuando uno se pregunta que habrán visto Naia y Shannako. Y si todo aquello era un mito, y no sucedía absolutamente nada? Y si ninguna de las dos se dio cuenta de que ya lo habían perdido todo antes de que incluso la cabeza de las ninfas rodarán y fueran atravesadas por una poderosa bala de agua?... Daba igual. Nadie nunca iba a preguntarse que había en el más allá, y menos si se trataba de ellas. De ellas, mujeres que hicieron daño a mucha gente. De ellas, que destruyeran familias enteras e inundaron de sangre y muertes a tantas familias.
De ellas, que no iban a ser extrañadas por nadie y quedarían en el más absoluto olvido.
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Ambos cuerpos cayeron como el peso de un plomo muerto hundiéndose en el mar. La cabeza de Shannako rodó un par de centímetros, y un hilacho de sangre oscura se deslizó por la tierra emanante como un río. La cabeza de Naia, por su parte, rebotó en el suelo por la fuerza del impacto de una bala a tan próxima distancia. Su rostro habitualmente impoluto ahora tenía una expresión funesta, sin vida, con los ojos blanquecinos volteados hacia la parte trasera de su cráneo. La sangre fulguraba a través de ese pequeño agujero como un volcán en erupción y el resto de su cuerpo parecía dar espasmos mientras las últimas chispas eléctricas de sus neuronas se hacen perdían hacia la nada.
Cuando ambas quedaron inmóviles, en el charco; un trueno avasallador inundó la Plaza de los Delfines. O lo que quedaba de ella.
Y aunque durante todo el combate llovió, fue solo entonces que se dieron cuenta que una pequeña aunque funesta tormenta se desató allá en los cielos.
La leyenda contaba que amenokami lloraba mucho más fuerte cuando perdía a uno de sus hijos. Ahora, era posible que no estuviese sintiendo el duelo, sino por el contrario, que la intensa lluvia fuera su forma ancestral de celebrar que el mundo, gracias a Ayame y Daruu, ahora era un lugar mucho mejor que ayer.
Mucho mejor.