6/10/2019, 13:32
—¿Y... Y si le pegase una descarga al tren? —sugirió Eri, ya a la desesperada—. Puede que alterase algo o fastidiase el motor... Cualquier cosa...
Ayame dejó escapar el aire por la nariz mientras se frotaba la coronilla, en pleno ataque de nervios. ¡Se les acababa el tiempo y no se les ocurría ninguna idea!
—Es demasiado grande... Si fuera más pequ... ¡Señor! —exclamó de repente, y el conducto pegó un bote con un agudo chillido, como si de un ratón se tratara—. ¿Cómo dijo que funcionaba este armatoste?
—¡No es ningún armatoste! ¡Cuenta con la máx...!
—¡Como sea! ¿Cómo demonios funciona? ¡No tenemos tiempo!
—¡Como iba diciendo, El Imparable cuenta con la máxima tecnología de Amegakure! Su corazón son las baterías hidroeléctricas, que alimentan to...
—¡¿Dónde están esas baterías?!
Aquella pregunta pareció confundir al conductor, que parpadeó varias veces.
—Eh... Ah... Por aquí. Están por aquí. ¡Acompañadme!
El conductor echó a correr y atravesó el vagón como una bala, en dirección a la parte anterior del ferrocarril. La sala de mandos estaba unida al primer vagón, por lo que no tuvieron ningún problema para cruzar la división entre ambos. Era un lugar más bien angosto, sin nada más interesante que dos asientos situados frente a un enorme panel de mandos lleno de botones y palancas que ninguna de las dos kunoichi comprendía. A través del ventanal del morro, todos los allí presentes pudieron ver cómo el bosque se abría paso a toda velocidad a ambos lados del vehículo según avanzaban las vías que conducían su trayecto. Y al fondo, una silueta comenzaba a dibujarse en el horizonte.
«Nos estamos acercando a Ushi...» Ayame tragó saliva. «El Imparable... ¡Menuda ironía!»
El conductor se agachó como pudo entre los asientos y abrió el cajón que se encontraba debajo del panel de mandos, dejando a la vista las entrañas de aquel armatoste. Cableados, motores y, por supuesto, las baterías hidroeléctricas que Ayame conocía tan bien. Pero estaba claro que algo no andaba bien, y a Ayame se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó y vio los constantes chisporroteos de electricidad que descargaba. De vez en cuando, una chispa más fuerte que el resto chasqueaba en sus oídos, iluminando sus rasgos de electrizante luz.
—A... aquí están... —tartamudeó el conductor, apartándose apresuradamente del sobrecargado motor—. ¿Qué van a hacer?
Pero Ayame no respondió con palabras. Su brazo derecho comenzó a inflarse súbitamente cuando el agua inundó sus músculos y su piel, convirtiéndolo en un enorme martillo de carne casi grotesca.
—Destruyámoslas —sentenció, mirando con gesto sumamente serio a Eri.
Ayame dejó escapar el aire por la nariz mientras se frotaba la coronilla, en pleno ataque de nervios. ¡Se les acababa el tiempo y no se les ocurría ninguna idea!
—Es demasiado grande... Si fuera más pequ... ¡Señor! —exclamó de repente, y el conducto pegó un bote con un agudo chillido, como si de un ratón se tratara—. ¿Cómo dijo que funcionaba este armatoste?
—¡No es ningún armatoste! ¡Cuenta con la máx...!
—¡Como sea! ¿Cómo demonios funciona? ¡No tenemos tiempo!
—¡Como iba diciendo, El Imparable cuenta con la máxima tecnología de Amegakure! Su corazón son las baterías hidroeléctricas, que alimentan to...
—¡¿Dónde están esas baterías?!
Aquella pregunta pareció confundir al conductor, que parpadeó varias veces.
—Eh... Ah... Por aquí. Están por aquí. ¡Acompañadme!
El conductor echó a correr y atravesó el vagón como una bala, en dirección a la parte anterior del ferrocarril. La sala de mandos estaba unida al primer vagón, por lo que no tuvieron ningún problema para cruzar la división entre ambos. Era un lugar más bien angosto, sin nada más interesante que dos asientos situados frente a un enorme panel de mandos lleno de botones y palancas que ninguna de las dos kunoichi comprendía. A través del ventanal del morro, todos los allí presentes pudieron ver cómo el bosque se abría paso a toda velocidad a ambos lados del vehículo según avanzaban las vías que conducían su trayecto. Y al fondo, una silueta comenzaba a dibujarse en el horizonte.
«Nos estamos acercando a Ushi...» Ayame tragó saliva. «El Imparable... ¡Menuda ironía!»
El conductor se agachó como pudo entre los asientos y abrió el cajón que se encontraba debajo del panel de mandos, dejando a la vista las entrañas de aquel armatoste. Cableados, motores y, por supuesto, las baterías hidroeléctricas que Ayame conocía tan bien. Pero estaba claro que algo no andaba bien, y a Ayame se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó y vio los constantes chisporroteos de electricidad que descargaba. De vez en cuando, una chispa más fuerte que el resto chasqueaba en sus oídos, iluminando sus rasgos de electrizante luz.
—A... aquí están... —tartamudeó el conductor, apartándose apresuradamente del sobrecargado motor—. ¿Qué van a hacer?
Pero Ayame no respondió con palabras. Su brazo derecho comenzó a inflarse súbitamente cuando el agua inundó sus músculos y su piel, convirtiéndolo en un enorme martillo de carne casi grotesca.
—Destruyámoslas —sentenció, mirando con gesto sumamente serio a Eri.