9/10/2019, 19:35
Pero Daruu sí que se atrevió a dar aquel arriesgado paso adelante. Ni corto ni perezoso le lanzó un Mizurappa falto de presión y potencia a Datsue. Un manguerazo en toda regla. Y Ayame se estremeció a su lado.
—¡Daruu! —¡Que por mucho menos el Uchiha se la había tenido jurada a ella hasta hace no mucho!
—¡Lo siento, tío, es que dabas un poco de cosica! —se excusó él—. ¡Y en todo caso debería haberte echado la bronca yo por decirnos ADIÓS, así con todas las letras, y luego no contestarnos a nada! ¡Qué coño te pasa!
—Eso es cierto, ¡nos dejaste muy preocupados!
—Me cago en… ¡Esas cosas se avisan! —protestó el Uchiha, aunque parecía estar más agradecido que molesto por ello—. Ehm… Sí, sí. Ahora me pongo algo. Cuando entreno pecho o espalda apenas sudo un par de gotas, pero cuando me toca pierna… Sudo como un kusareño en un examen de matemáticas, macho —añadió, y Ayame no pudo evitar soltar una risilla.
Datsue cogió una toalla que había tirada sobre la mesa de piedra y se secó un poco. Después, y ante los atónitos ojos de Ayame, sacó un pergamino, lo dejó sobre el suelo abierto, y tras una pequeña serie de sellos la roca desapareció.
«Nunca entenderé esa magia oscura...» Se dijo la kunoichi.
—Pues a ver, Daruu, es que ese adiós tenía un porqué —continuó, ya vestido con una camiseta—. No te creas que lo hice gratuitamente, hombre. Yo me estaba despidiendo porque… Bueno, ¡es que no me vais a creer! —añadió—. Pero… me clavaron una espada en el pecho, ¿vale? Bueno, yo me la clavé —aclaró, como si no fuera suficiente—. Y pensé que, como consecuencia lógica, me moriría. ¿Quién en su sano juicio no lo pensaría? Por eso quise despedirme justo antes de todos vosotros.
Ayame se había quedado mirándola, muda de asombro e incapaz de procesar lo que Datsue acababa de relatar. Y el Uchiha debió de interpretar sus gesto, porque se sentó encima de la mesa y añadió:
—No me creéis, ¿verdad? ¡Si es que nunca me creen cuando digo la verdad, hostia! Si fuese mentira, me inventaría algo más creíble, ¿no?
La kunoichi tardó algunos segundos en responder. Y aún así, cuando lo hizo, su voz sonó débil y temblorosa.
—C... ¿Cómo que te clavaste... una espada... en el pecho...? —preguntó—. A ver, que no quiero ser yo quien te cuestione pero... ¡¿ES QUE ESTÁS TONTO O QUÉ?!
—¡Daruu! —¡Que por mucho menos el Uchiha se la había tenido jurada a ella hasta hace no mucho!
—¡Lo siento, tío, es que dabas un poco de cosica! —se excusó él—. ¡Y en todo caso debería haberte echado la bronca yo por decirnos ADIÓS, así con todas las letras, y luego no contestarnos a nada! ¡Qué coño te pasa!
—Eso es cierto, ¡nos dejaste muy preocupados!
—Me cago en… ¡Esas cosas se avisan! —protestó el Uchiha, aunque parecía estar más agradecido que molesto por ello—. Ehm… Sí, sí. Ahora me pongo algo. Cuando entreno pecho o espalda apenas sudo un par de gotas, pero cuando me toca pierna… Sudo como un kusareño en un examen de matemáticas, macho —añadió, y Ayame no pudo evitar soltar una risilla.
Datsue cogió una toalla que había tirada sobre la mesa de piedra y se secó un poco. Después, y ante los atónitos ojos de Ayame, sacó un pergamino, lo dejó sobre el suelo abierto, y tras una pequeña serie de sellos la roca desapareció.
«Nunca entenderé esa magia oscura...» Se dijo la kunoichi.
—Pues a ver, Daruu, es que ese adiós tenía un porqué —continuó, ya vestido con una camiseta—. No te creas que lo hice gratuitamente, hombre. Yo me estaba despidiendo porque… Bueno, ¡es que no me vais a creer! —añadió—. Pero… me clavaron una espada en el pecho, ¿vale? Bueno, yo me la clavé —aclaró, como si no fuera suficiente—. Y pensé que, como consecuencia lógica, me moriría. ¿Quién en su sano juicio no lo pensaría? Por eso quise despedirme justo antes de todos vosotros.
Ayame se había quedado mirándola, muda de asombro e incapaz de procesar lo que Datsue acababa de relatar. Y el Uchiha debió de interpretar sus gesto, porque se sentó encima de la mesa y añadió:
—No me creéis, ¿verdad? ¡Si es que nunca me creen cuando digo la verdad, hostia! Si fuese mentira, me inventaría algo más creíble, ¿no?
La kunoichi tardó algunos segundos en responder. Y aún así, cuando lo hizo, su voz sonó débil y temblorosa.
—C... ¿Cómo que te clavaste... una espada... en el pecho...? —preguntó—. A ver, que no quiero ser yo quien te cuestione pero... ¡¿ES QUE ESTÁS TONTO O QUÉ?!