7/12/2019, 00:05
—¡La... la nueve! He dicho... lo que he dicho es que la nueve. Gracias. —sonó la voz apurada de Daruu en su oído, y no pudo evitar sonreírse, divertida, al saber que la intromisión del Uchiha debía de haberle pillado en muy mal momento—. ¡Espere, no! Mierda, no me oye. ¡Datsue, hijo de puta! ¡Me has jodido la pizza, coño! ¿Qué pasa?
Pero la diversión se derrumbó como un castillo de naipes cuando Ayame escuchó un extraño estruendo al otro lado. Frunció el ceño, extrañada. ¿Era eso una carcajada? ¿Impactos?
—No, nada. Tranquilo —respondió Datsue, lacónico—. Si solo estoy enfrentándome a un puto General, tú acábate la jodi…
—¡¿QUÉ?!
BAM. Ayame se había caído de la silla al escuchar aquel impacto, como si un ariete acabara de derribar el portón de entrada de una fortaleza inexpugnable.
«Un General... Ha dicho un General...» Se repetía, pálida como la cera. Había escuchado las palabras, pero era como si a su cerebro le costara descifrarlas. Y es que volvían a ella los terroríficos recuerdos que tanto se había esforzado en enterrar en su mente: Kuroyuki, la inversión del sello, su prisión eterna... Y el tenso silencio en el que se había sumido Kokuō con aquella noticia y su inquietud al respecto no mejoraba la situación.
Tardó algunos segundos más en moverse, pero entonces se levantó de golpe. Sabía muy bien lo que tenía que hacer.
La pieza de la Luna se clavó en el tablero, a pocos metros tras la espalda de Bakudan, y apenas unos instantes después un destello rojizo iluminó el escenario. La Luna se alzó sobre sus talones, alterada pero resuelta, y no le hizo falta más que un breve vistazo para saber qué era lo que estaba pasando: frente a ella no se encontraba Kuroyuki, sino un hombre al que no había visto nunca.
Pero eso no importaba, porque Datsue lo acababa de describir como uno de los Generales de Kurama.
Ayame entrelazó las manos y, rogando a Amenokami y a todos los dioses habidos y por haber porque aquello funcionara, comenzó a cantar. Su canción y su voz se vieron empañadas por su chakra, y sonó tan melodramática como mística. Una canción surgida de lo más profundo de los océanos y que invitaba a descubrir sus secretos más oscuros.
Pero la diversión se derrumbó como un castillo de naipes cuando Ayame escuchó un extraño estruendo al otro lado. Frunció el ceño, extrañada. ¿Era eso una carcajada? ¿Impactos?
—No, nada. Tranquilo —respondió Datsue, lacónico—. Si solo estoy enfrentándome a un puto General, tú acábate la jodi…
—¡¿QUÉ?!
BAM. Ayame se había caído de la silla al escuchar aquel impacto, como si un ariete acabara de derribar el portón de entrada de una fortaleza inexpugnable.
«Un General... Ha dicho un General...» Se repetía, pálida como la cera. Había escuchado las palabras, pero era como si a su cerebro le costara descifrarlas. Y es que volvían a ella los terroríficos recuerdos que tanto se había esforzado en enterrar en su mente: Kuroyuki, la inversión del sello, su prisión eterna... Y el tenso silencio en el que se había sumido Kokuō con aquella noticia y su inquietud al respecto no mejoraba la situación.
Tardó algunos segundos más en moverse, pero entonces se levantó de golpe. Sabía muy bien lo que tenía que hacer.
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La pieza de la Luna se clavó en el tablero, a pocos metros tras la espalda de Bakudan, y apenas unos instantes después un destello rojizo iluminó el escenario. La Luna se alzó sobre sus talones, alterada pero resuelta, y no le hizo falta más que un breve vistazo para saber qué era lo que estaba pasando: frente a ella no se encontraba Kuroyuki, sino un hombre al que no había visto nunca.
Pero eso no importaba, porque Datsue lo acababa de describir como uno de los Generales de Kurama.
Ayame entrelazó las manos y, rogando a Amenokami y a todos los dioses habidos y por haber porque aquello funcionara, comenzó a cantar. Su canción y su voz se vieron empañadas por su chakra, y sonó tan melodramática como mística. Una canción surgida de lo más profundo de los océanos y que invitaba a descubrir sus secretos más oscuros.