30/01/2020, 20:45
(Última modificación: 30/01/2020, 20:47 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Yui volvió a hablar. Y en aquella ocasión, lo hizo de forma más suave aunque igual de amenazadora. Era como estar frente a frente con un cúmulo de nubes oscuras que se iluminaban periódicamente por la presencia de los rayos.
Afirmaba que, hicieran lo que hicieran, lo bijū acabarían por escapar de sus prisiones y que, cuando lo hicieran, su venganza caería sobre ellos de forma implacable. Temerosa de que una de aquellas bestias volviese a arrasar con alguna de sus ciudades, la Arashikage se negó en rotundo a tomar cartas en el asunto.
Pero Hanabi también tenía algo que decir al respecto. Como Yui, defendía que encerrar a los bijū era el origen de todos los problemas. E incluso iba más allá, mucho más allá de la línea que estaba dispuesta a pisar Kintsugi.
—¿Es impresión mía o ahora estamos hablando de una especie de... Derechos de los Bijū, Uzukage-dono? —cuestionó, arrugando la nariz en una mueca de completo rechazo.
Hanabi continuó hablando, y relató los detalles de una misión de uno de sus shinobi, un tal Sasaki Reiji. Que se habían encontrado con uno de los bijū, con el Ocho Colas en concreto, que había rechazado la oferta de Kurama de unirse a él y que murió junto a su anterior jinchūriki tiempo atrás. Que ese monstruo quería enviar un mensaje al resto de bijū y de jinchūriki sobre un mensaje que les dejó su padre, el mismísimo Rikudō-senin. Que los humanos y los bijū debían... colaborar.
«Patrañas. Palabras de néctar para engatusar vuestros oídos, Kage ególatras, ¿es que no os dais cuenta?»
Pero el relato no terminaba ahí. Parecía que también había conocido en persona al Ichibi. Y la propia Arashikage al Gobi. Defendían que ambos tenían sus propias motivaciones, ¡como si estuviesen hablando de seres humanos! La Morikage se llevó una mano a la frente, harta de escuchar tanta tontería junta. Pero hubo algo en las palabras del Uzukage que le llamó la atención: Ninjas con copos de nieve como bandanas que parecían servir al mismísimo Kurama.
—Muy bien —asintió Aburame Kintsugi, para estupefacción de Akazukin, que miró a su líder con ojos abiertos como platos. Pero la mujer no había terminado de hablar—: Quedémonos entonces con la búsqueda de Eikyuu Juro. Yo no os obligaré a tomar partido contra esas bestias, pero tampoco obligarán, ni a mí ni a mi aldea, a colaborar con ellos —sentenció, y no admitiría ninguna protesta al respecto—. Si queréis jugar a los amiguitos con esas bestias sedientas de sangre, adelante. Pero no cuenten con la Hierba para eso.
Akazukin, junto a ella, torció los labios. Si por ella fuera, ella y Mōrō iniciarían la caza de esos monstruos.
Pero Yui se atrevió a dar un paso más allá. Un paso muy arriesgado.
—No se le ocurra mancillar de esa manera la memoria de Moyashi Kenzou, Yui-dono —dijo lentamente. No se había movido del sitio, pero estaba claro que no le había sentado nada bien aquel último comentario—. Y no burles mi inteligencia: Lo que vi en el cielo aquel día no era Eikyuu Juro. Era un bijū con siete colas que había sido liberado por un muchacho que no llega ni a la mayoría de edad. Sólo os deseo que no tengáis que experimentar lo mismo en vuestras propias carnes.
Afirmaba que, hicieran lo que hicieran, lo bijū acabarían por escapar de sus prisiones y que, cuando lo hicieran, su venganza caería sobre ellos de forma implacable. Temerosa de que una de aquellas bestias volviese a arrasar con alguna de sus ciudades, la Arashikage se negó en rotundo a tomar cartas en el asunto.
Pero Hanabi también tenía algo que decir al respecto. Como Yui, defendía que encerrar a los bijū era el origen de todos los problemas. E incluso iba más allá, mucho más allá de la línea que estaba dispuesta a pisar Kintsugi.
—¿Es impresión mía o ahora estamos hablando de una especie de... Derechos de los Bijū, Uzukage-dono? —cuestionó, arrugando la nariz en una mueca de completo rechazo.
Hanabi continuó hablando, y relató los detalles de una misión de uno de sus shinobi, un tal Sasaki Reiji. Que se habían encontrado con uno de los bijū, con el Ocho Colas en concreto, que había rechazado la oferta de Kurama de unirse a él y que murió junto a su anterior jinchūriki tiempo atrás. Que ese monstruo quería enviar un mensaje al resto de bijū y de jinchūriki sobre un mensaje que les dejó su padre, el mismísimo Rikudō-senin. Que los humanos y los bijū debían... colaborar.
«Patrañas. Palabras de néctar para engatusar vuestros oídos, Kage ególatras, ¿es que no os dais cuenta?»
Pero el relato no terminaba ahí. Parecía que también había conocido en persona al Ichibi. Y la propia Arashikage al Gobi. Defendían que ambos tenían sus propias motivaciones, ¡como si estuviesen hablando de seres humanos! La Morikage se llevó una mano a la frente, harta de escuchar tanta tontería junta. Pero hubo algo en las palabras del Uzukage que le llamó la atención: Ninjas con copos de nieve como bandanas que parecían servir al mismísimo Kurama.
—Muy bien —asintió Aburame Kintsugi, para estupefacción de Akazukin, que miró a su líder con ojos abiertos como platos. Pero la mujer no había terminado de hablar—: Quedémonos entonces con la búsqueda de Eikyuu Juro. Yo no os obligaré a tomar partido contra esas bestias, pero tampoco obligarán, ni a mí ni a mi aldea, a colaborar con ellos —sentenció, y no admitiría ninguna protesta al respecto—. Si queréis jugar a los amiguitos con esas bestias sedientas de sangre, adelante. Pero no cuenten con la Hierba para eso.
Akazukin, junto a ella, torció los labios. Si por ella fuera, ella y Mōrō iniciarían la caza de esos monstruos.
Pero Yui se atrevió a dar un paso más allá. Un paso muy arriesgado.
—No se le ocurra mancillar de esa manera la memoria de Moyashi Kenzou, Yui-dono —dijo lentamente. No se había movido del sitio, pero estaba claro que no le había sentado nada bien aquel último comentario—. Y no burles mi inteligencia: Lo que vi en el cielo aquel día no era Eikyuu Juro. Era un bijū con siete colas que había sido liberado por un muchacho que no llega ni a la mayoría de edad. Sólo os deseo que no tengáis que experimentar lo mismo en vuestras propias carnes.