29/04/2020, 23:01
—Creo que es mejor que me centre en dominar una cosa primero —respondió Datsue, para decepción de Ayame.
«¡No voy a poder ver la verdadera forma de Shukaku!» Pensó, inflando los carrillos.
Pero le dejó hacer, y Datsue realizó un segundo intento. Cerró los ojos, concentrado, y entonces se llevó una mano al estómago justo antes de realizar el sello de la técnica.
En aquella ocasión, la nube de humo dio paso a algo muy diferente. Seguía siendo Datsue, al menos su silueta lo era, pero sus rasgos eran completamente diferentes. El cabello del color de la arena, los ojos dorados y brillantes como dos soles con la esclerótica negra y, desde luego, mucho más sano y vivo que antes. La imponente réplica abrió y cerró las manos mientras se contemplaba a sí mismo y sus labios se torcieron en una sonrisa. Pero no era la sonrisa picaresca y traviesa del Uchiha, sino una más torcida, más siniestra, más... sádica. Entonces se estiró de la goma del pantalón y las mejillas de Ayame se encendieron bruscamente.
—Pff… Mi cola es más grande —bufó Shukaku.
—Shu… ¿¡SHUKAKU QUÉ COÑO!? —exclamó Datsue, rojo de la vergüenza—. ¡No me toques los huevos, ¿eh?!
«Literalmente.» No pudo evitar completar Ayame para sí, muda de la impresión.
—¡JIA JIA JIA JIA! —Rio el Shukaku, dando un paso hacia su jinchūriki para apoyar la mano sobre su hombro. Con la otra le propinó tres palmadas en la cara. Tres palmadas que incluso parecían más potentes que el bofetón que le habían asestado los dos Amejines. Pero en aquella ocasión, Datsue no protestó. Se guardó la ira para sí—. Bien hecho, Hijo. Sabía que lo conseguirías. Solo necesitabas un pequeño empujoncito. ¡JAAAAJIAJIAJIAJIAJIA!
Shukaku se volvió hacia Daruu y Ayame, y la kunoichi tensó instintivamente todos los músculos del cuerpo cuando notó la mirada del bijū clavada sobre ella.
—Me has dado un bonito regalo, kunoichi. A mí, el Gran Shukaku. Padre del Desierto. Dios del Fūinjutsu. ¡Que no se diga que no devuelvo los favores! ¡Acércate, y toma tu recompensa!
«¿Padre del Fūinjutsu? No me gusta esto...»
—A... ¿A mí? —balbuceó, señalándose a sí misma.
Pero estaba claro que se refería a ella. Y el terror que sentía se veía eclipsado por un sentimiento aún mayor. Un sentimiento que podía ser tan peligroso como un bijū enfurecido: la curiosidad. Además, Ayame se había propuesto tiempo atrás conocer a los bijū, e intentar ser amiga de ellos. No podía forjar una relación de confianza, si la primera que dudaba era ella. Comenzó a acercarse a Shukaku con pasos tímidos, ignorante de que uno de sus ojos se había vuelto aguamarina y estaba clavado en Shukaku como una daga, clamando un mensaje que no necesitaba expresarse con palabras: «Cuidado con lo que haces, Hermano.»
—E... ¡Es un placer conocerte al fin, Shukaku! —dijo Ayame, inclinando el torso en una reverencia frente a él.
«¡No voy a poder ver la verdadera forma de Shukaku!» Pensó, inflando los carrillos.
Pero le dejó hacer, y Datsue realizó un segundo intento. Cerró los ojos, concentrado, y entonces se llevó una mano al estómago justo antes de realizar el sello de la técnica.
¡Pluff!
En aquella ocasión, la nube de humo dio paso a algo muy diferente. Seguía siendo Datsue, al menos su silueta lo era, pero sus rasgos eran completamente diferentes. El cabello del color de la arena, los ojos dorados y brillantes como dos soles con la esclerótica negra y, desde luego, mucho más sano y vivo que antes. La imponente réplica abrió y cerró las manos mientras se contemplaba a sí mismo y sus labios se torcieron en una sonrisa. Pero no era la sonrisa picaresca y traviesa del Uchiha, sino una más torcida, más siniestra, más... sádica. Entonces se estiró de la goma del pantalón y las mejillas de Ayame se encendieron bruscamente.
—Pff… Mi cola es más grande —bufó Shukaku.
—Shu… ¿¡SHUKAKU QUÉ COÑO!? —exclamó Datsue, rojo de la vergüenza—. ¡No me toques los huevos, ¿eh?!
«Literalmente.» No pudo evitar completar Ayame para sí, muda de la impresión.
—¡JIA JIA JIA JIA! —Rio el Shukaku, dando un paso hacia su jinchūriki para apoyar la mano sobre su hombro. Con la otra le propinó tres palmadas en la cara. Tres palmadas que incluso parecían más potentes que el bofetón que le habían asestado los dos Amejines. Pero en aquella ocasión, Datsue no protestó. Se guardó la ira para sí—. Bien hecho, Hijo. Sabía que lo conseguirías. Solo necesitabas un pequeño empujoncito. ¡JAAAAJIAJIAJIAJIAJIA!
Shukaku se volvió hacia Daruu y Ayame, y la kunoichi tensó instintivamente todos los músculos del cuerpo cuando notó la mirada del bijū clavada sobre ella.
—Me has dado un bonito regalo, kunoichi. A mí, el Gran Shukaku. Padre del Desierto. Dios del Fūinjutsu. ¡Que no se diga que no devuelvo los favores! ¡Acércate, y toma tu recompensa!
«¿Padre del Fūinjutsu? No me gusta esto...»
—A... ¿A mí? —balbuceó, señalándose a sí misma.
Pero estaba claro que se refería a ella. Y el terror que sentía se veía eclipsado por un sentimiento aún mayor. Un sentimiento que podía ser tan peligroso como un bijū enfurecido: la curiosidad. Además, Ayame se había propuesto tiempo atrás conocer a los bijū, e intentar ser amiga de ellos. No podía forjar una relación de confianza, si la primera que dudaba era ella. Comenzó a acercarse a Shukaku con pasos tímidos, ignorante de que uno de sus ojos se había vuelto aguamarina y estaba clavado en Shukaku como una daga, clamando un mensaje que no necesitaba expresarse con palabras: «Cuidado con lo que haces, Hermano.»
—E... ¡Es un placer conocerte al fin, Shukaku! —dijo Ayame, inclinando el torso en una reverencia frente a él.