2/07/2020, 00:08
La respuesta a tantas preguntas no tardó en llegar.
Quizá no la que Kuroyuki suponía.
Seguramente tampoco como Kurama se lo esperaba.
Desde luego no la que Kokuō creía.
Definitivamente no como Ayame pensaba.
Y, más todavía, no la que la kunoichi misteriosa hubiese dado.
Verán, la respuesta llegó en forma de trébol de cuatro hojas, dibujado en el ojo izquierdo de Ayame, ahora tan rojo como el corazón de Uzushiogakure no Sato. La respuesta llegó en forma de agua. La respuesta llegó desde otro mundo.
Kuroyuki, para oírla, tuvo que sumergirse en dicho mundo. Era uno curioso. El tiempo parecía pasar más lento, y solo había agua. Mucha. Un océano interminable, como el que las leyendas contaban era el mundo al principio de los tiempos, antes de la llegada de Izanami e Izanagi. Cabe detallar, por minúsculo que sea el detalle, que ella se encontraba bajo dicho océano. En el fondo de todo, bajo el peso y la presión de miles y miles de toneladas de agua.
Se ahogaba. Por puro instinto, su cuerpo buscaba la manera de encontrar oxígeno. Trataba de nadar hacia la superficie, de revolverse, de escapar. Nada funcionaba. Pasaba el tiempo. El corazón retumbaba en su cabeza como las campanadas de un templo. Tenía la cabeza a punto de estallar. La angustia era terrible. Al final, su cuerpo no aguantó más y buscó, desesperado, la única alternativa: abrir la boca, en un inútil intento por encontrar una gota de aire.
Las cosas se pusieron más interesantes a partir de ese punto. El agua entró por la garganta y le llenó los pulmones. Sufrió de espasmos. De una larga y lenta agonía.
Dicen que ahogarse es de las peores muertes que alguien puede tener.
Kuroyuki murió mil veces. Y, después, otras mil más.
No era para tanto. Tan solo duró semanas. Una tal Aiko tuvo que aguantar meses.
Quizá no la que Kuroyuki suponía.
Seguramente tampoco como Kurama se lo esperaba.
Desde luego no la que Kokuō creía.
Definitivamente no como Ayame pensaba.
Y, más todavía, no la que la kunoichi misteriosa hubiese dado.
Verán, la respuesta llegó en forma de trébol de cuatro hojas, dibujado en el ojo izquierdo de Ayame, ahora tan rojo como el corazón de Uzushiogakure no Sato. La respuesta llegó en forma de agua. La respuesta llegó desde otro mundo.
Kuroyuki, para oírla, tuvo que sumergirse en dicho mundo. Era uno curioso. El tiempo parecía pasar más lento, y solo había agua. Mucha. Un océano interminable, como el que las leyendas contaban era el mundo al principio de los tiempos, antes de la llegada de Izanami e Izanagi. Cabe detallar, por minúsculo que sea el detalle, que ella se encontraba bajo dicho océano. En el fondo de todo, bajo el peso y la presión de miles y miles de toneladas de agua.
Se ahogaba. Por puro instinto, su cuerpo buscaba la manera de encontrar oxígeno. Trataba de nadar hacia la superficie, de revolverse, de escapar. Nada funcionaba. Pasaba el tiempo. El corazón retumbaba en su cabeza como las campanadas de un templo. Tenía la cabeza a punto de estallar. La angustia era terrible. Al final, su cuerpo no aguantó más y buscó, desesperado, la única alternativa: abrir la boca, en un inútil intento por encontrar una gota de aire.
Las cosas se pusieron más interesantes a partir de ese punto. El agua entró por la garganta y le llenó los pulmones. Sufrió de espasmos. De una larga y lenta agonía.
Dicen que ahogarse es de las peores muertes que alguien puede tener.
Kuroyuki murió mil veces. Y, después, otras mil más.
No era para tanto. Tan solo duró semanas. Una tal Aiko tuvo que aguantar meses.
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