8/07/2020, 00:52
—Si no vas a hablar de lo que quiero, al menos ten la decencia de dejar de chillar, verdulera patética.
La mujer de la máscara había quedado congelada de los pies a la cabeza ante el mero roce de la piel de Kuroyuki. Reducida a una muda estatua de hielo, que sacudió sin ningún tipo de delicadeza contra el suelo como si no fuera más que una muñeca a desechar. Y Ayame había contemplado toda aquella escena entre sudores fríos, aterrorizada, incapaz de moverse por sí misma, incapaz de defenderse. ¿Pero acaso habría alguna diferencia de poder hacerlo? No, comprendió, muy a su pesar. Ya lo había experimentado antes, en el Valle del Fin. Intentó defenderse, pero no había sido más que un triste lirio frente a la crueldad del invierno; intentó huir, pero el pajarillo vio sus alas congeladas antes de migrar. ¿Qué le quedaba, entonces? ¿Aguardar a su final?
Kurama caminó lentamente hacia Ayame, y ella intentó volver a revolverse. Pero cuando intentó flexionar la rodilla, volvió a flexionar el codo; y cuando quiso alzar la cabeza fue su torso lo que se dobló.
Y entonces una espada de filo negro como el carbón se materializó en la mano del Kyūbi y la apuntó directamente. Y la jinchūriki lloró en silencio, no pudo evitarlo. Como tampoco pudo pedir clemencia, con sus músculos fuera de control. De todas maneras, ¿de qué habría servido? Kurama no presentaba clemencia ante nadie, nunca lo había hecho con nadie. Y mucho menos lo haría con una simple humana como ella. Y de repente se sintió tan pequeña e insignificante como una hormiga frente a una montaña.
—¿De tanto estar con esa humana, te crees como ella, Kokuō? Por favor. Matarte. No podemos morir. ¿Recuerdas? —Dijo, burlón, justo antes de apuntarla directamente con aquella katana—. No obstante, ella sí lo hará.
«Se acabó...»
«¡JAMÁS!» Bramó la voz de Kokuō en su mente. «¡Señorita, no puede rendirse sin luchar! ¡No puede hacerlo! ¡Use mi poder!»
«¡No! ¡Prometí no hacerlo! ¡Prometí no usarte, y mucho menos para enfrentarte con tus hermanos! ¡No eres ninguna herramienta!»
«¡Si mi hermano desea matarla, antes deberá pasar por encima de mí!» Rugió, llena de una determinación y un dolor interno que Ayame jamás había escuchado en ella. «¡Maldita sea! ¿Qué mejor excusa que esta necesita para usarme? ¡Ya lo ha dicho antes! ¡ESTAMOS JUNTAS!»
El pasillo tembló. El aire a su alrededor se calentó súbitamente. Y los escalones bajo su cuerpo se hundieron como si hubiesen recibido el golpe de una apisonadora. Y entonces un chakra de color blanquecino explotó en su pecho y se extendió por el resto de su cuerpo como tantas veces había hecho, cuando perdía el control sobre el bijū: Estallando en las fisuras de su resistencia, sin su consentimiento, inundándola de golpe. Ayame gimió, asustada, cuando el manto de energía la abrazó y la recubrió como una manta. Pero pronto se dio cuenta de que no era lo mismo que había ocurrido en otras ocasiones. Aquella vez no perdió la consciencia. Aquella vez el manto de chakra no la quemaba, sólo la abrazaba de forma protectora. Aquella vez, sólo la llenaba de fuerza.
El chakra alteró su silueta, formando cinco colas que ondeaban al final de su espalda y cuatro cuernos sobre su frente. Ayame adquirió un aspecto feral, irreconocible, pero seguía siendo ella misma. E igual de inmovilizada de antes. Pero Kokuō le había proporcionado una manera de defenderse sin depender de sus músculos: súbitamente, desde su espalda surgieron hasta cuatro brazos de energía que se abalanzaron sobre Kurama sin ningún tipo de temor.
Pero entonces... todo se vino abajo.
La mujer de la máscara había quedado congelada de los pies a la cabeza ante el mero roce de la piel de Kuroyuki. Reducida a una muda estatua de hielo, que sacudió sin ningún tipo de delicadeza contra el suelo como si no fuera más que una muñeca a desechar. Y Ayame había contemplado toda aquella escena entre sudores fríos, aterrorizada, incapaz de moverse por sí misma, incapaz de defenderse. ¿Pero acaso habría alguna diferencia de poder hacerlo? No, comprendió, muy a su pesar. Ya lo había experimentado antes, en el Valle del Fin. Intentó defenderse, pero no había sido más que un triste lirio frente a la crueldad del invierno; intentó huir, pero el pajarillo vio sus alas congeladas antes de migrar. ¿Qué le quedaba, entonces? ¿Aguardar a su final?
Kurama caminó lentamente hacia Ayame, y ella intentó volver a revolverse. Pero cuando intentó flexionar la rodilla, volvió a flexionar el codo; y cuando quiso alzar la cabeza fue su torso lo que se dobló.
Y entonces una espada de filo negro como el carbón se materializó en la mano del Kyūbi y la apuntó directamente. Y la jinchūriki lloró en silencio, no pudo evitarlo. Como tampoco pudo pedir clemencia, con sus músculos fuera de control. De todas maneras, ¿de qué habría servido? Kurama no presentaba clemencia ante nadie, nunca lo había hecho con nadie. Y mucho menos lo haría con una simple humana como ella. Y de repente se sintió tan pequeña e insignificante como una hormiga frente a una montaña.
—¿De tanto estar con esa humana, te crees como ella, Kokuō? Por favor. Matarte. No podemos morir. ¿Recuerdas? —Dijo, burlón, justo antes de apuntarla directamente con aquella katana—. No obstante, ella sí lo hará.
«Se acabó...»
«¡JAMÁS!» Bramó la voz de Kokuō en su mente. «¡Señorita, no puede rendirse sin luchar! ¡No puede hacerlo! ¡Use mi poder!»
«¡No! ¡Prometí no hacerlo! ¡Prometí no usarte, y mucho menos para enfrentarte con tus hermanos! ¡No eres ninguna herramienta!»
«¡Si mi hermano desea matarla, antes deberá pasar por encima de mí!» Rugió, llena de una determinación y un dolor interno que Ayame jamás había escuchado en ella. «¡Maldita sea! ¿Qué mejor excusa que esta necesita para usarme? ¡Ya lo ha dicho antes! ¡ESTAMOS JUNTAS!»
El pasillo tembló. El aire a su alrededor se calentó súbitamente. Y los escalones bajo su cuerpo se hundieron como si hubiesen recibido el golpe de una apisonadora. Y entonces un chakra de color blanquecino explotó en su pecho y se extendió por el resto de su cuerpo como tantas veces había hecho, cuando perdía el control sobre el bijū: Estallando en las fisuras de su resistencia, sin su consentimiento, inundándola de golpe. Ayame gimió, asustada, cuando el manto de energía la abrazó y la recubrió como una manta. Pero pronto se dio cuenta de que no era lo mismo que había ocurrido en otras ocasiones. Aquella vez no perdió la consciencia. Aquella vez el manto de chakra no la quemaba, sólo la abrazaba de forma protectora. Aquella vez, sólo la llenaba de fuerza.
«¡¡JUNTAS!!»
El chakra alteró su silueta, formando cinco colas que ondeaban al final de su espalda y cuatro cuernos sobre su frente. Ayame adquirió un aspecto feral, irreconocible, pero seguía siendo ella misma. E igual de inmovilizada de antes. Pero Kokuō le había proporcionado una manera de defenderse sin depender de sus músculos: súbitamente, desde su espalda surgieron hasta cuatro brazos de energía que se abalanzaron sobre Kurama sin ningún tipo de temor.
Pero entonces... todo se vino abajo.