21/07/2020, 22:19
Daruu se volvió hacia ella entonces; y cuando inclinó el cuerpo en una pequeña reverencia, supo lo que estaba a punto de decirle.
—Ayame. Confía en mí. Los llevaré de vuelta a casa. A salvo. A todos —dijo, con una mirada llena de una determinación inquebrantable.
Y Ayame le miró largamente, con lágrimas en los ojos. Observó el sombrero de Arashikage sobre su cabeza y algo se removió en su interior. Daruu siempre había estado por delante de ella, en todo. Y ella siempre se había sentido insegura sobre sus propios progresos. Pero lo que sentía ahora era muy diferente: lo que sentía ahora era una confianza ciega en que Daruu, y sólo Daruu, podría llevar a cabo aquella misión con éxito. Sólo Daruu podría poner a salvo a su familia; no, a todos los representantes de Amegakure presentes en el Valle de los Dojos. Sólo él podría devolverlos a sus hogares. Sanos y salvos. En el amparo de Amenokami.
Ayame apretó los puños y se mordió el labio inferior. Para ella era una tortura terrible abandonar el lugar y dejarlos allí, pero...
—Y no hace falta que tu novio cuide de ellos. ¿No confías en tu familia? Son tipos duros. No caerán —agregó la Arashikage, firme como el hierro con el que se había tatuado el símbolo de Amegakure en su frente—. Amegakure no caerá hoy. Ni mañana. El País de la Tormenta no se doblegará.
—Confío en ellos... —confirmó Ayame, agachando la mirada. Su padre era el maestro de las ilusiones, el carácter de su hermano había sido templado por el más crudo de los inviernos, Kiroe era astuta como nadie... Chiiro sólo era una chiquilla, pero sabía que podrían protegerla entre todos. Ayame levantó la cabeza de nuevo y clavó sus ojos en Daruu—. Por favor... Tráelos de vuelta, lo dejo en tus manos.
Iba a darse media vuelta cuando recordó una última cosa.
—Datsue, cuídate, por favor. Y dale las gracias a Shukaku de mi parte. Él sabe por qué.
Con aquellas últimas palabras, Ayame se dirigió entre pasos cortos hacia Amekoro Yui, y encorvó el cuerpo en una sentida reverencia.
—Agárrese a mí, Yui-sama —le indicó, al tiempo que comenzaba a entrelazar las manos en una secuencia de sellos—. Ah, y... no se asuste, por favor.
Con una última palmada, kunoichi y Arashikage desaparecieron con un último destello rojo que iluminó la ribera de sangre durante un instante.
—Ayame. Confía en mí. Los llevaré de vuelta a casa. A salvo. A todos —dijo, con una mirada llena de una determinación inquebrantable.
Y Ayame le miró largamente, con lágrimas en los ojos. Observó el sombrero de Arashikage sobre su cabeza y algo se removió en su interior. Daruu siempre había estado por delante de ella, en todo. Y ella siempre se había sentido insegura sobre sus propios progresos. Pero lo que sentía ahora era muy diferente: lo que sentía ahora era una confianza ciega en que Daruu, y sólo Daruu, podría llevar a cabo aquella misión con éxito. Sólo Daruu podría poner a salvo a su familia; no, a todos los representantes de Amegakure presentes en el Valle de los Dojos. Sólo él podría devolverlos a sus hogares. Sanos y salvos. En el amparo de Amenokami.
Ayame apretó los puños y se mordió el labio inferior. Para ella era una tortura terrible abandonar el lugar y dejarlos allí, pero...
—Y no hace falta que tu novio cuide de ellos. ¿No confías en tu familia? Son tipos duros. No caerán —agregó la Arashikage, firme como el hierro con el que se había tatuado el símbolo de Amegakure en su frente—. Amegakure no caerá hoy. Ni mañana. El País de la Tormenta no se doblegará.
—Confío en ellos... —confirmó Ayame, agachando la mirada. Su padre era el maestro de las ilusiones, el carácter de su hermano había sido templado por el más crudo de los inviernos, Kiroe era astuta como nadie... Chiiro sólo era una chiquilla, pero sabía que podrían protegerla entre todos. Ayame levantó la cabeza de nuevo y clavó sus ojos en Daruu—. Por favor... Tráelos de vuelta, lo dejo en tus manos.
Iba a darse media vuelta cuando recordó una última cosa.
—Datsue, cuídate, por favor. Y dale las gracias a Shukaku de mi parte. Él sabe por qué.
Con aquellas últimas palabras, Ayame se dirigió entre pasos cortos hacia Amekoro Yui, y encorvó el cuerpo en una sentida reverencia.
—Agárrese a mí, Yui-sama —le indicó, al tiempo que comenzaba a entrelazar las manos en una secuencia de sellos—. Ah, y... no se asuste, por favor.
¡Plas!
Con una última palmada, kunoichi y Arashikage desaparecieron con un último destello rojo que iluminó la ribera de sangre durante un instante.