1/09/2022, 10:57
El espadachín a duras penas consiguió protegerse de las llamas del fénix que buscaban calcinar su rostro.
—¡Maldita cría, te mataré! —bramó, lleno de ira.
Y entonces Suzaku supo que había firmado su condena final. El Espadachín se convirtió en la Muerte. Ya no era una katana lo que sujetaban sus manos, sino una guadaña con la que pensaba segar su vida. Pero estaba pasando algo extraño. Aquel gesto de ira sedienta de sangre se había quedado grabada en el rostro de su atacante; entonces, ¿por qué se estaba tomando tanto tiempo para hacer descender el arma contra ella? Suzaku no era consciente de ello, pero alrededor de su pupila ahora no orbitaba un aspa... sino dos. Y tan lento era el movimiento de la Muerte ante sus ojos, que la kunoichi podía ver el trayecto del filo tan claro como un halo espectral. Sabía dónde iba a caer el arma, y sabía de forma instintiva cómo debía moverse para evitarlo. Rodó hacia un lado, y se preparó para contraatacar con las escasas energías que le quedaban.
Pero entonces, sucedió lo impensable. Algo que le hizo soltar la katana que sostenía entre las manos, que tintineó contra el suelo de roca de forma lastimera. Sus nuevos ojos, fijos en el firmamento, se habían quedado petrificados en una mueca de absoluto terror. Y es que un disparo de energía en estado puro se dirigía a ellos con un sumbido supersónico que hacía vibrar el mismo aire, el suelo que estaban pisando.
«Vamos a morir.» Comprendió, por enésima vez en aquel breve lapso de tiempo. No había forma de contrarrestar una energía como aquella. No había forma de proteger a sus seres queridos. Estaban condenados a desaparecer como moscas de un manotazo.
Pero, entonces, una deslumbrante sombra formada enteramente de luz apareció en escena. Se movía a la velocidad del relámpago, ni siquiera su Sharingan era capaz de seguirlo. Ni siquiera los estruendos eran capaces de seguir a la luz mientras despedazaba la amenaza que se les venía encima como lo haría una trituradora, y se veían obligados a estallar apenas unos segundos después del impacto. Completamente desacompasados. Finalmente, la bomba de energía estalló como una inofensiva pompa de jabón. Y la silueta de luz volvió a desaparecer. Pero Suzaku ni siquiera tuvo tiempo de asimilar qué era lo que estaba pasando. De un momento a otro, algo atravesó el tórax del espadachín que se encontraba frente a ella. Manchado de sangre de su enemigo, el rostro de la Uchiha, congelado en una mueca de horror mientras el corazón de su enemigo era estrujado como un pomelo en manos de aquel ángel de luz y destrucción.
Fue entonces cuando las fuerzas le fallaron, y sólo entonces cuando lo reconoció.
—U... Uzu...kage-sama... —exclamó Suzaku. Quiso correr hacia él para ayudarle a levantarse de nuevo, pero se dio cuenta de que sus piernas no le respondían. Temblaban. Toda ella temblaba por la mezcolanza de emociones que acababa de sufrir en sus carnes.
A lo lejos le pareció escuchar una pregunta dirigida hacia ellos, pero su cerebro fue incapaz de procesarla. Mucho menos de responder. Su mente, quizás en un acto defensivo para no asimilar el horror que acababa de presenciar, se había quedado en blanco.
—¡Maldita cría, te mataré! —bramó, lleno de ira.
Y entonces Suzaku supo que había firmado su condena final. El Espadachín se convirtió en la Muerte. Ya no era una katana lo que sujetaban sus manos, sino una guadaña con la que pensaba segar su vida. Pero estaba pasando algo extraño. Aquel gesto de ira sedienta de sangre se había quedado grabada en el rostro de su atacante; entonces, ¿por qué se estaba tomando tanto tiempo para hacer descender el arma contra ella? Suzaku no era consciente de ello, pero alrededor de su pupila ahora no orbitaba un aspa... sino dos. Y tan lento era el movimiento de la Muerte ante sus ojos, que la kunoichi podía ver el trayecto del filo tan claro como un halo espectral. Sabía dónde iba a caer el arma, y sabía de forma instintiva cómo debía moverse para evitarlo. Rodó hacia un lado, y se preparó para contraatacar con las escasas energías que le quedaban.
Pero entonces, sucedió lo impensable. Algo que le hizo soltar la katana que sostenía entre las manos, que tintineó contra el suelo de roca de forma lastimera. Sus nuevos ojos, fijos en el firmamento, se habían quedado petrificados en una mueca de absoluto terror. Y es que un disparo de energía en estado puro se dirigía a ellos con un sumbido supersónico que hacía vibrar el mismo aire, el suelo que estaban pisando.
«Vamos a morir.» Comprendió, por enésima vez en aquel breve lapso de tiempo. No había forma de contrarrestar una energía como aquella. No había forma de proteger a sus seres queridos. Estaban condenados a desaparecer como moscas de un manotazo.
Pero, entonces, una deslumbrante sombra formada enteramente de luz apareció en escena. Se movía a la velocidad del relámpago, ni siquiera su Sharingan era capaz de seguirlo. Ni siquiera los estruendos eran capaces de seguir a la luz mientras despedazaba la amenaza que se les venía encima como lo haría una trituradora, y se veían obligados a estallar apenas unos segundos después del impacto. Completamente desacompasados. Finalmente, la bomba de energía estalló como una inofensiva pompa de jabón. Y la silueta de luz volvió a desaparecer. Pero Suzaku ni siquiera tuvo tiempo de asimilar qué era lo que estaba pasando. De un momento a otro, algo atravesó el tórax del espadachín que se encontraba frente a ella. Manchado de sangre de su enemigo, el rostro de la Uchiha, congelado en una mueca de horror mientras el corazón de su enemigo era estrujado como un pomelo en manos de aquel ángel de luz y destrucción.
Fue entonces cuando las fuerzas le fallaron, y sólo entonces cuando lo reconoció.
—U... Uzu...kage-sama... —exclamó Suzaku. Quiso correr hacia él para ayudarle a levantarse de nuevo, pero se dio cuenta de que sus piernas no le respondían. Temblaban. Toda ella temblaba por la mezcolanza de emociones que acababa de sufrir en sus carnes.
A lo lejos le pareció escuchar una pregunta dirigida hacia ellos, pero su cerebro fue incapaz de procesarla. Mucho menos de responder. Su mente, quizás en un acto defensivo para no asimilar el horror que acababa de presenciar, se había quedado en blanco.