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1/07/2019, 19:01
(Última modificación: 3/07/2019, 21:53 por Aotsuki Ayame. Editado 4 veces en total.)
En algún momento del verano del año 212...
El carro se detuvo con un último traqueteo y el relincho del caballo puso fin a tan largo trayecto. El hombre que lo conducía, un muchacho larguirucho y nervioso como un ratón, bajó de un salto y abrió la puerta del compartimento.
— ¡Ya hemos llegado, señores! ¡Espero que hayan tenido un agradable viaje! —exclamó a viva voz, al tiempo que torcía el cuerpo en una destacada reverencia que casi le hizo tocar el suelo con la nariz.
Desde dentro, un hosco gruñido respondió a tan afable bienvenida. Una mano, pálida y de dedos largos, se apoyó en el marco del carro antes de asomar el resto del cuerpo. Un hombre alto, de gesto tan duro como sus afilados ojos de color aguamarina y vestido con una camiseta de manga corta de color gris y pantalones largos igual de sobrios, fue el primero en salir.
— Kōri, ayúdame con las maletas —ordenó, y su voz era tan acerada como su propia mirada.
— Sí, padre —respondió alguien desde el interior del carro, antes de salir detrás de su progenitor. Cualquiera podría haberlo confundido con un destello blanco, y no habría estado demasiado alejado de la realidad. Todo en Kōri era blanco, desde su piel albina, hasta sus cabellos como la nieve. Ni siquiera había llegado a la mayoría de edad, pero había cierta madurez en su mirada fría como el hielo absolutamente inusual en alguien tan joven como él.
— ¡Oh, permítame que le ayude, señor!
— No habrá más propinas —espetó, sin ningún tipo de reparo—. Podemos encargarnos nosotros mismos. Vamos, Ayame, sal de una vez.
La última en salir fue una niña de cabellos negros que le caían por encima de los hombros, pero se vio obligada a entrecerrar los ojos con gesto dolorido cuando la luz del sol acuchilló sin piedad sus pupilas. Aquella chiquilla de diez años, que había nacido en Amegakure y rara vez había salido de su tierra natal, no estaba nada acostumbrada a no tener un cielo nublado por encima de su cabeza. Cuando se vio cegada por la repentina luz del Sol. Con cierta timidez pero llena de curiosidad, la chiquilla ajustó la banda de tela con la que cubría su frente y miró a su alrededor mientras su padre y su hermano cargaban con las maletas.
— No llueve... —comentó en voz alta, sorprendida—. ¿Es una mala señal?
— Aquí no.
Ayame se volvió hacia su padre, sorprendida, y de un par de zancadas se puso a su altura. Kōri les seguía en silencio.
— ¿Pero por qué en Amegakure sí es una mala señal y aquí no? —preguntó.
— Porque Amenokami no llega hasta aquí, estamos en el País del Rayo.
Ayame se quedó un momento en silencio.
— ¿Entonces aquí vive Raijin? ¿El dios de los truenos? ¡No me gustan los truenos!
¡PLOC!
Un golpecito con los nudillos en la coronilla, y la muchacha se calló con un gemido de dolor.
— ¡Anda, deja de decir gilipolleces y presta atención! No te vayas a caer.
Ayame infló los carrillos, pero no protestó. Siguieron caminando junto al borde de un escarpado acantilado que se alzaba decenas de metros por encima de un mar embravecido que embestía una y otra vez, sin descanso, contra las rocas. Más adelante, una serie de cabañas de madera se alzaban sobre los acantilados, y una escalera tallada en la misma piedra descendía por aquella misma caída hasta una cala de arenas blancas donde el mar estaba mucho más tranquilo que en las zonas colindantes.
— ¡Ah, esa es la nuestra! —exclamó Ayame, llena de felicidad y energía.
— ¡Ten cuidado, no te vayas a caer! —bramó Zetsuo, cuando la chiquilla echó a correr en dirección a la casita—. Esta niña...
Los dos Aotsuki llegaron poco después. Kōri entró directamente para dejar la maleta, pero Zetsuo se limitó a posarla momentáneamente en el suelo y estirar la espalda, disfrutando del momento como hacía mucho que no lo hacía. Desde luego, las últimas semanas en el hospital antes de coger las vacaciones de verano habían sido especialmente estresantes.
— Ah... Al fin un poco de calma...
Claro que nadie se había dado cuenta de que Ayame se había metido en la cabaña que no tocaba...
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...y además, Zetsuo acababa de detectar un olor muy especial. Algo debió darle un vuelco al estómago. Era un olor dulzón a lavanda, pero con matices ácidos. El olor de un perfume muy concreto, que por alguna razón conocía muy bien.
¡Plas!
Alguien le dio un manotazo al médico por la espalda. Una mujer. Esa mujer. Ataviada con un vestido de playa morado y con un bolso con un estampado de girasoles colgado del hombro, Amedama Kiroe le observaba con sus ojos púrpuras bajo aquella pamela enorme de paja, en lo que parecía ser la coincidencia más grande, inesperada y molesta de toda su vida.
— ¡¡HOMMMBREEEE, VECINO!! —exclamó a los cuatro vientos—. ¡Pero mira qué bien! ¡Cuando llegué aquí esta mañana me dije, "jolín, qué abandonado está esto, cómo voy a aburrirme"! ¡¡Fíjate tú, coincidir en la otra punta del mundo, eh!! ¡Y encima en la casita de enfrente!
Un muchachito despeinado, de ojos extraños y blancos como la nieve, vestido con un bañador naranja, unas chanclas azules y una camiseta verde dio un brinco cuando la puerta se abrió de golpe. El libro que estaba leyendo se le cayó de las manos y directo al sofá. Se inclinó un poco para ver.
— ¿Hola...? —dijo, luego abrió los ojos y la boca, atónito—. ¿A... Ayame-san? ¿Qué haces... aquí?
1
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(Última modificación: 3/07/2019, 00:20 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Pero algo hizo que Zetsuo frunciera el ceño. Era muy sutil, un suave olor lavanda que mezclaba lo dulce con lo salado y que flotaba en el aire acariciando su nariz casi con delicadeza. Pero era un olor que él conocía muy bien. Demasiado bien.
«No puede...»
¡Plas! El médico ni siquiera se inmutó cuando recibió aquel brusco manotazo en la espalda, pero el brillo de sus ojos cuando se giró hablaba por él. Porque había muy pocas personas que se atrevieran a jugar con él de aquella manera. Muy pocas... por no decir sólo una.
— ¡¡HOMMMBREEEE, VECINO!! —Amedama Kiroe, vestida con un vestido morado, a juego con sus ojos, y con un bolso con estampados de girasoles colgado del hombro; exclamaba a los cuatro vientos como si verle allí fuera la mejor noticia que pudiera recibir. Qué lástima que Aotsuki Zetsuo no pudiera decir lo mismo—. ¡Pero mira qué bien! ¡Cuando llegué aquí esta mañana me dije, "jolín, qué abandonado está esto, cómo voy a aburrirme"! ¡¡Fíjate tú, coincidir en la otra punta del mundo, eh!! ¡Y encima en la casita de enfrente!
El médico había apretado las mandíbulas hasta casi desencajárselas. Tardó algunos segundos en responder, pero cuando lo hizo...
— ¡¡¡Maldita pastelera!!! ¡¿Es que piensas perseguirme hasta el puto fin del mundo o qué cojones pasa contigo?! ¡Estas son mis vacaciones! ¡MÍAS! ¡No vas a venir a jodérmelas a mí y a mi familia! ¡Ya tengo bastante con verte el careto todos los días en esa ridículapastelería tuya!
. . .
— ¿Uh...?
Ayame había corrido hacia la cabaña para poder elegir una habitación para ella primero, pero se había parada en la misma entrada de la cabaña, sin atreverse a entrar más en ella. Y es que enseguida había comprobado, primero confundida y después horrorizada, que no estaba vacía como debería. La muchacha llegó a ver una mochila junto a la puerta e incluso una pelota inflada tirada en el suelo justo en el momento en el que...
— ¿Hola...? ¿A... Ayame-san? ¿Qué haces... aquí?
Ayame se sintió petrificarse en el sitio. Unos ojos perlados la observaban, tan confundidos como ella misma, desde el interior de la cabaña. Se trataba de Amedama Daruu, un muchacho que iba con ella a la Academia Shinobi y que también era su vecino. Y ahora daba la casualidad de que también estaba allí, casi en la otra parte del mundo, y Ayame se había colado en su cabaña por error. La chiquilla enrojeció hasta las orejas, y con el corazón galopando en su pecho a punto de estallarle, se dio la vuelta y a todo correr salió de allí como alma que lleva el diablo. Corrió y corrió hasta donde estaba su padre y, obviando la presencia de la mujer que se encontraba con él y con la que estaba manteniendo una tensa discusión, se refugió detrás de él temblando como un corderillo.
— ¿Qué demonios te pasa ahora, niña? —preguntó Zetsuo. Y entonces miró a Kiroe, y miró a la cabaña que estaba justo detrás de ella, y volvió a mirarla. Entrecerró sus afilados ojos de águila—. Ese mocoso tuyo también ha venido.... ¡No se habrá atrevido a ponerle una mano encima!
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—Eh, eh, eh, te me calmas Zetsuo-kun —canturreó Kiroe burlona—. ¿Acaso la playa es toda tuya? ¿A que no? ¡Pues a ver si vas tú a joderme las vacaciones a mí con esa bocaza sucia tuya! ¡Contrólate! ¡Parece mentira que un hombre hecho y derecho como tú agarre está pataleta!
Aunque al principio se estaba divirtiendo, había acabado la reprimenda enfadándose en serio. ¿Quién se creía que era Zetsuo para tratarla así?
Kiroe oyó las apresuradas pisadas de Ayame detrás suya, quien pasó de largo y se refugió detrás de su padre. Inmediatamente, se le iluminó la cara.
—¡Ayame-chan! ¿Cómo estás,, pequeñaja?
—¿Qué demonios te pasa ahora, niña? —preguntó Zetsuo. Y entonces miró a Kiroe, y miró a la cabaña que estaba justo detrás de ella, y volvió a mirarla. Entrecerró sus afilados ojos de águila—. Ese mocoso tuyo también ha venido.... ¡No se habrá atrevido a ponerle una mano encima!
Kiroe se cruzó de brazos y avanzó un paso hacia Zetsuo.
—Ese "mocoso" se llama Daruu —pronunció lentamente, los ojos entrecerrados—. Es mi hijo, jamás le ha hecho daño a nadie y jamás le haría nada a Ayame. ¡Y tampoco te ha hecho nada nunca a ti como para que hables así de él! Porque a diferencia de ti, ha recibido una muy buena educación. —La mujer se dio la vuelta, indignada—. Y ahora, si me deja el Señor Feudal del País de la Amargura, me voy a terminar de deshacer las maletas. Pienso viajar donde a mí me de la gana, estés tú o no estés tú.
Kiroe comenzó a alejarse. Con un tono de voz totalmente distinto, canturreó:
—Pásate cuando quieras, Ayame-chan, cariño. Esta tarde voy a preparar helado de chocolate casero...
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Kiroe se cruzó de brazos, claramente ofendida.
— Ese "mocoso" se llama Daruu —replicó lentamente, entrecerrando aquellos vistosos ojos purpúreos—. Es mi hijo, jamás le ha hecho daño a nadie y jamás le haría nada a Ayame. ¡Y tampoco te ha hecho nada nunca a ti como para que hables así de él! Porque a diferencia de ti, ha recibido una muy buena educación.
Zetsuo resopló al tiempo que Kiroe se daba la vuelta.
— Y ahora, si me deja el Señor Feudal del País de la Amargura, me voy a terminar de deshacer las maletas. Pienso viajar donde a mí me de la gana, estés tú o no estés tú.
— Por supuesto, Pastellitos-kawaii-chan —se burló el médico, con un tono de voz irritablemente agudo.
— Pásate cuando quieras, Ayame-chan, cariño. Esta tarde voy a preparar helado de chocolate casero... —canturreó, antes de desaparecer.
Y Ayame se asomó tímidamente desde la espalda de su padre al escuchar las palabras mágicas, con los ojos brillantes. Y como si le hubiese leído el pensamiento, Zetsuo se volvió hacia ella.
— Ni se te ocurra, niña. Es mujer es una bruja. Una bruja que atrae a los niños con sus dulces para engordarlos y después comérselos —gruñó, señalándola con un dedo índice amenazador.
— Pero Kōri...
— ¡Ni peros ni peras! ¡Ya me has oído! ¡Además, jovencita, tú ya tienes algo que hacer esta tarde!
— Ya... —murmuró Ayame, hundiendo la cabeza y los hombros.
Sus notas de la Academia no habían sido nada buenas aquel año, y su padre ya le había advertido que pasaría todo el verano estudiando y entrenando para que no se volviera a repetir. Llena de pesar, entró en la cabaña y buscó la que sería su habitación durante aquellas semanas para deshacer las maletas.
. . .
Llegó la tarde, y con ella llegó el comienzo de los entrenamientos. Zetsuo llevó a Ayame a la parte de atrás de la cabaña. Tenían para ellos una explanada de hierba completamente llana, perfecta para poder hacer ejercicio. Y así, después de hacerle dar varias vueltas alrededor del campo bajo aquel sol abrasador y para cuando se sentía a punto de desfallecer, su padre le ordenó que intentara golpearle. Pero para entonces Ayame estaba demasiado acalorada y su mente divagaba de vez en cuando hacia las últimas palabras de la bruja de los dulces: «Esta tarde voy a preparar helado de chocolate casero...»
¡BAM!
Zetsuo bloqueó con insultante facilidad el endeble puñetazo de la chiquilla. De un momento a otro, el mundo se dio la vuelta ante sus ojos y antes de que pudiera saber qué estaba ocurriendo se vio a sí misma tirada en el suelo de cualquier manera.
— No estás concentrada, Ayame.
— Lo... lo siento... —resolló ella, llena de sudor.
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Y si Ayame estaba teniendo problemas para concentrarse hasta ahora, lo que venía no tenía mucha mejor pinta. Bueno, buena pinta debía de tener, a juzgar por cómo olía. A la naricilla curiosa y golosa de la niña llegó el inconfundible olor del chocolate fundido. Si dirigía un vistazo hacia la derecha, hacia la cabaña de la bruja malvada, vería unas virutas de humo blanco delicioso saliendo de la ventana de la parte de atrás. Allí se estaba cociendo algo rico. Muy rico.
Y allá sentado de cualquier manera —si se le podía llamar sentarse a eso, claro— estaba Amedama Daruu. Con la cabeza apoyada sobre la hierba y la espalda y el trasero en la pared de la cabaña (de modo que estaba bocaabajo), el chico seguía leyendo su novela con extrema voracidad.
Por un momento, sus ojos se cruzaron, los de él llenos de curiosidad. Por el entrenamiento. Pero enseguida volvieron al papel, conscientes de que la mirada había sido interceptada.
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Pero lo peor fue lo que vino a continuación. Un olor dulzón sedujo su nariz y el estómago de la chiquilla se retorció de pura gula.
«Chocolate...» Pensó para sí, desviando ligeramente la mirada hacia el origen de aquel delicioso olor. Volutas de humo blanco salían de la chimenea de la cabaña vecina, y las palabras de la Malvada Bruja volvieron a resonar en su cabeza:
«Pásate cuando quieras, Ayame-chan, cariño. Esta tarde voy a preparar helado de chocolate casero...»
«Chocolate... Helado de chocolate...»
Sus ojos repararon entonces en una figura menuda, al pie de la cabaña. Estaba allí tirado de cualquier manera, sentado (si es que se le podía llamar de esa manera), con la espalda y las piernas apoyadas en la pared de madera y la cabeza sobre el césped. Daruu leía un libro de aquella extraña guisa. Y entonces, como si hubiese notado que le estaba mirando, volvió la cabeza hacia ella. Y ambos apartaron la mirada de manera inmediata, al unísono.
— Vamos, Ayame, arriba. No hemos terminado.
— Papá... quiero... quiero helado... —rogó la chiquilla, muerta de envidia—. En Amegakure nunca puedo comer helado... ¿Puedo...?
Zetsuo la contemplaba con los ojos abiertos como platos, incapaz de creer lo que estaba escuchando. Lentamente, sus ojos afilados viajaron a la cabaña de Kiroe, volvieron a posarse en su hija y después repararon en la presencia de Daruu. Se detuvo en absoluto silencio, y entonces frunció lentamente el ceño.
— ¡Eh, Amedama! ¡Ven aquí!
«¿¡Qué...!?» Se preguntó Ayame, aterrorizada.
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El muchachito que leía dio un bote y cayó de lado como un pino derrumbándose lentamente en un bosque. Su libro se cerró, y el marcapáginas cayó fuera en la hierba. Frunció el ceño, cogió delicadamente el tomo y lo colocó de pie junto a la cabaña. Luego, con pasos tímidos y quizás ligeramente miedosos se acercó poco a poco a donde Aotsuki Zetsuo le reclamaba. Siempre mirando al suelo. Siempre eludiendo el contacto visual.
En aquél momento, eso debió de hacerle mucha gracia al Águila. Pero Daruu era simplemente un chico muy tímido. Y Zetsuo siempre le había intimidado mucho.
Se inclinó en una reverencia.
—Buenas tardes, Aotsuki-san.
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Daruu pegó un bote y se cayó hacia un lado. Y tal fue el susto que se llevó al escuchar la imperiosa voz de Zetsuo que el libro que estaba leyendo resbaló de sus manos y cayó a la hierba junto a él. Pese a todo, el muchacho lo recogió, lo dejó con cuidado y comenzó a acercarse con pasitos tímidos y la mirada clavada en el suelo.
Y Ayame, aún fatigada, no tardó ni medio minuto en ponerse de pie y esconderse tras la espalda de su padre de nuevo como un pollito asustado.
—Buenas tardes, Aotsuki-san —saludó el muchacho, con una respetuosa reverencia.
Y Zetsuo frunció aún más el ceño. Aquel chiquillo era muy diferente a su madre. No era extrovertido como ella, no buscaba llamar la atención con indumentarias extravagantes, no desafiaba a los protocolos de educación... Lo único que parecían tener en común eran aquellos cabellos impeinables y aquella afición por los dulces. Y, aún así, no podía sino sentir un instintivo recelo hacia él. Los iris del médico viraron sin mover la cabeza hacia su hija, justo antes de volver a posarse sobre Amedama Daruu.
—Amedama Daruu, ¿no es así? Vas a la misma clase que mi hija en la Academia Shinobi —No era una pregunta. Era la constatación de un hecho que ya conocía pero que deseaba confirmar. Y entonces se hizo a un lado, exponiendo a una aterrorizada Ayame, y la empujó con la palma de su mano sobre su espalda—. Estáis juntos. Estudiáis juntos. Ahora quiero ver cómo lucháis.
—¡¿Qué?! —exclamó Ayame, con un hilo de voz.
—Gánale, y tendrás tu helado.
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7/07/2019, 01:26
(Última modificación: 7/07/2019, 01:27 por Amedama Daruu.)
Daruu, esta vez sí, levantó la mirada hacia Zetsuo para asentir a su afirmación —que no era una pregunta—. El hombretón se hizo a un lado, empujó a su hija por la espalda y lanzó una curiosa orden que pilló con el pie cambiado al pobre muchacho, que intercambió confundidas miradas tanto con Zetsuo como Ayame con la ceja levantada. «¿Pero qué...? ¡Yo quería venir de vacaciones, no a entrenar más!», protestó interiormente, pero al final, abatido, suspiró y con hombros caídos dio un par de pasos hacia atrás.
Daruu formuló un sello de Confrontación y acto seguido adoptó una pose algo interesante dadas las circunstancias. Ayame la había visto antes: porque él la adoptaba siempre en entrenamientos con Taijutsu. Zetsuo la había visto también: porque era el kata básico de los Hyūga. Aunque novel, el joven Daruu ya aspiraba a dominarlo por aquél entonces.
Claro que...
«Con la modorra que tengo, macho... jopetas...»
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Daruu se vio tan confundido como la pobre Ayame, e intercambió la mirada de sus curiosos ojos perlados entre el ceñudo hombre y la aterrorizada chiquilla. Terminó por suspirar con absoluta desgana; pero, para horror de esta última, dio un par de pasos hacia atrás y su mano formuló el protocolario sello de la confrontación.
—Pero, pero, pero, pero, pero... —protestaba Ayame, en apenas un susurro.
Miraba a Daruu, miraba después a su padre esperando que cambiara de opinión en el último momento. Pero nada de eso parecía que iba a ocurrir. Zetsuo iba muy en serio con aquello de que se enfrentara a alguien de sus mismas condiciones, y no iba a darse por satisfecho hasta que no lo hiciera. Temblando como un flan, Ayame alzó una mano y también formuló el sello de la confrontación. No había hablado demasiado con Daruu, pero sí le había estado observando en las prácticas. ¿Cómo iba alguien como ella a enfrentarse a alguien como él? Tragó saliva con esfuerzo cuando le vio adoptar aquella pose tan peculiar de combate. No era la única que se había sentido extrañada al verle por primera vez: con las extremidades semiflexionadas y las palmas de las manos apuntando a su objetivo en lugar de cerrarlas en puños. Pero, y pese a alguna risilla o burla inicial, Daruu pronto había demostrado a toda la clase lo hábil que era con aquella pose. Ayame también flexionó ligeramente las rodillas y levantó los brazos a la altura del corazón, preparándose para atacar. Una gota de sudor frío recorrió su sien, su corazón comenzó a palpitar con la fuerza de un caballo de carreras, y entonces...
Echó a correr en dirección contraria, agitando sus pequeñas manitas en el aire y sollozando como un bebé.
—¡¡¡¡¡¡¡¡AAAAAAAAHHHHHH!!!!!!!!!
—¡Ayame, vuelve aquí, me cago en la leche! —bramó Zetsuo, antes de volverse hacia Daruu—. ¡Ve tras ella!
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Daruu abrió muchísimo los ojos, sin, perplejo como estaba, poder cambiar siquiera de posición. Se limitó a observar a Ayame mientras que corría en dirección contraria, con las manos en alto, huyendo de la escena.
Su padre gritaba para que volviera, y cuando volvió a dirigirse a Daruu, sin embargo, él ya estaba alejándose de puntillas. Se le erizó todo el cuerpo.
—P-pero señor... yo estaba leyendo tranquilamen...
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Pero Daruu, que ya estaba planeando escabullirse del asunto, se vio sorprendido por la orden de Zetsuo:
—P-pero señor... yo estaba leyendo tranquilamen...
El médico apoyó una mano sobre su hombro, una mano como una garra de águila, y sus ojos se clavaron en los del chiquillo sin piedad.
—Ve. A. Por. Ella. Ya —le ordenó, antes de soltarle.
Y mientras tanto, Ayame seguía gritando desesperada, corriendo en todas direcciones como un pollo sin cabeza.
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(Última modificación: 7/07/2019, 13:44 por Amedama Daruu.)
— ¡Iiiaaak! —chilló Daruu como un gorrino cuando Zetsuo apoyó una mano sobre su hombro. Dio un pequeño bote, y por primera vez los ojos de ambos se cruzaron. Aquella fue la primera vez que Zetsuo leyó algo en aquellos luceros extraños blancos del Hyuuga. Y lo que leyó no le gustó nada.
Porque leyó terror. Pero también un pequeño trazo de... desafío.
¡Plas!
Sin que la hubieran visto venir, Kiroe había aparecido entre los dos y había propinado un manotazo a Zetsuo.
— Deja. A mi hijo. En paz. Ya —ordenó ella, con una furia que Daruu nunca había visto. Y que, francamente, le asustaba más en su propia madre que en Aotsuki Zetsuo. Se dio cuenta entonces que sujetaba en la otra mano dos polos de chocolate caseros, que casi parecían una tableta helada. Sin mirarle, se los tendió—. Corre, Daruu-kun. Llévale uno a Ayame, anda.
Daruu cogió los helados y se alejó todo lo rápido que pudo sin mirar atrás, con el corazón latiéndole a mil por hora.
— ¿Tantas ganas tienes de ver a alguien entrenar, Zetsuo-kun? —siseó Kiroe, sonriéndole—. Pues entrenemos.
La mujer embistió directamente a la frente con un cabezazo, y luego giró sobre sí misma para patearle el pecho y arrojarle a la hierba.
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(Última modificación: 7/07/2019, 16:25 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Daruu lanzó un agudo chillido cuando sintió la garra de Zetsuo cerrarse sobre su hombro. El chiquillo alzó la mirada y sus ojos perlados se encontraron con los aguamarina del médico... que entrecerró ligeramente los ojos. Porque en aquellos extraños iris no sólo brillaba el miedo, no. Zetsuo era un auténtico experto desentrañando los misterios de la mente, y descubrió que la tímida mirada de aquel pequeño Daruu escondía algo más.
Escondía desafío.
Una sombra se materializó de repente entre ambos, rompiendo el contacto visual y táctil con un brusco manotazo.
— Deja. A mi hijo. En paz. Ya —ordenó Amedama Kiroe, con ojos chispeantes de furia.
Pero Zetsuo, lejos de amilanarse, le sostuvo la mirada con estoicismo. Si las miradas matasen, ambos se habrían apuñalado varias veces en aquellos segundos cargados de eléctrica tensión.
La mujer le tendió algo a Daruu, dos paletas de chocolate helado.
— Corre, Daruu-kun. Llévale uno a Ayame, anda.
— ¡Ayame no...! —comenzó a decir Zetsuo, pero se vio interrumpido.
— ¿Tantas ganas tienes de ver a alguien entrenar, Zetsuo-kun? Pues entrenemos.
El médico soltó un gruñido de dolor cuando Kiroe le asestó un violento cabezazo que hizo brotar un delgado hilo de sangre desde la frente. La mujer volvió a la carga con una patada, pero Zetsuo agarró su pierna en el aire y de inmediato descargó un puñetazo contra su estómago. Un puñetazo que escondía una pequeña sorpresa en forma de chakra.
— Ten cuidado, pastelera. No estás en tus mejores... momentos para esto. No me gustaría hacerte daño después de tanto tiempo fuera de servicio —siseó, tan peligroso como una serpiente de cascabel.
. . .
Ayame soltó un aullido de terror cuando giró la cabeza y vio la silueta de Daruu acercándose a ella a todo correr con algo en las dos manos. ¿Dos palos? ¡Dos palos! ¿De verdad iba a apalearla de aquella manera?
— ¡¡Déjameee!! —sollozó, entre resuellos de cansancio.
Fue justo en ese momento cuando sus pies toparon con una roca. Tropezó con un grito de alarma, rodó por la hierba y terminó quedándose encogida, protegiéndose la cabeza con los brazos y lloriqueando.
— Por favor no... No... No me pegues... —gimoteó.
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