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26/07/2019, 23:10
(Última modificación: 26/07/2019, 23:19 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Ayame volvió a encogerse sobre sí misma cuando escuchó a Daruu aclararse la garganta. Sin embargo, y afortunadamente, no pareció querer tomar represalias contra ella:
—A ver, con una vez que lo dijeras ya bastaba, jo —dijo—. Además, era una birria porque me aburría. No lo hice con ganas. Mamá me ha quitado el libro hasta que "me divierta un rato". No sé qué tiene esto de divertido. ¡Quiero leer!
La chiquilla alzó la mirada con timidez y sus ojos viraron entre el castillo de arena derruido y el propio Daruu.
—A lo mejor... es aburrido porque lo haces solo... —se atrevió a formular, con un hilo de voz—. A lo mejor...
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Daruu suspiró, abatido, y dejó caer los brazos. Pesadamente, levantando arena con cada pisada, avanzó hacia su proyecto urbanístico frustrado con máxima pereza.
—Bueno, si crees que tú puedes hacerlo divertido, adelante. Hagamos un castiiiiillo... —dijo, con la evidente cansinez de quien estaría mucho más a gusto tumbado en la cama leyendo un libro.
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El chico suspiró con total desesperanza, dejó caer los brazos y se volvió hacia las ruinas de su castillo entre pesados pisotones que levantaban nubes de arena tras su paso.
—Bueno, si crees que tú puedes hacerlo divertido, adelante. Hagamos un castiiiiillo... —terminó por responder, aunque con una desgana casi deprimente.
Ayame no pudo evitar sentirse sorprendida por la invitación. Incluso miró a su alrededor, como si esperara ver a otra persona a la que pudieran ir dirigidas esas palabras.
—¿C... conmigo...? —tartamudeó, entre confundida e insegura.
Ella había acudido a la playa para poder bañarse por primera vez en el mar, en ningún momento había pasado por su cabeza la idea de ponerse a hacer un castillo de arena. Pero hacía mucho tiempo que alguien la invitaba a jugar con él...
La chiquilla se acercó con pasos lentos, tambaleante, y se arrodilló a cierta distancia de Daruu. Usando sus pequeñas manitas, Ayame comenzó a amontonar arena, sin darse ni cuenta de que no sabía ni siquiera lo que estaba haciendo. Y es que, sin los conocimientos y sin el ingrediente estrella, los granos de arena volvían a caer una y otra vez según colapsaban, sin llegar a conseguir formar más que una montaña amorfa.
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La muchacha se acercó a Daruu. Pasó por delante de él y se sentó en la arena, amontonándola a manazos como palas de una excavadora pero sin conseguir aglutinar nada con forma. Daruu chasqueó la lengua y se acercó a donde había estado construyendo su castillo. Allí había un cubo verde, pequeño, que transportó a donde se sentaba la chiquilla.
—Ayame-san, sin agua no vas a conseguir construir nada —dijo, suspirando. Le puso el cubo delante de la cara—. Es como cuando estás haciendo una masa. ¡Si solo pones harina, no...! Bueno, da igual. El caso, tenemos que recoger un poco de agua. Ahora vue...
Daruu se había dado la vuelta hacia la costa. Ahora estaba lívido, como si hubiera visto un fantasma. Cuando parecía que hacía un sol de muerte, una gran sombra les cubrió.
Una ola gigantesca se abalanzaba sobre ellos.
—AAAAAAAAAAAAAAAAAAglglflglflgffgff
Las fuerzas de la naturaleza les arrollaron. Dejando tras de sí únicamente el lento flotar de un cubito de playa verde.
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Junto a ella, Daruu chasqueó la lengua y Ayame le miró interrogante cuando el muchacho tomó un cubo verde que había tirado en la arena, junto a las ruinas de su castillo.
——Ayame-san, sin agua no vas a conseguir construir nada —dijo, con un suspiro.
—¿Agua? —repitió Ayame, ladeando la cabeza, confundida.
Él puso el cubo justo delante de su cara.
—Es como cuando estás haciendo una masa. ¡Si solo pones harina, no...! —continuo, pero se interrumpió a mitad de frase. Quizás se había dado cuenta de que Ayame no estaba entendiendo nada de lo que estaba diciendo, pues había ladeado aún más la cabeza cuando comenzó a hablar de masa—. Bueno, da igual. El caso, tenemos que recoger un poco de agua. Ahora vue...
Pero Daruu se volvió a interrumpir cuando se volvió hacia el océano. Y Ayame no tardó en entender por qué. Como si una nube hubiese pasado por delante del sol de repente, una sombra los cubrió. Pero no se trataba de ninguna nube, y en sus infatiles rostros se dibujó el más absoluto terror cuando comprobaron que el agua se había alzado hacia ellos, rugiendo como un monstruo.
—AAAAAAAAAAAAAAAAAAglglflglflgffgff
El agua los engulló entre sus fauces y los arrastró como si no fueran más que dos peleles sin vida propia. Durante varios segundos que se hicieron eternos, Ayame intentó patalear y bracear con todas sus fuerzas, pero cualquier acto de resistencia fue inútil. Y tal era la fuerza de la corriente que ni siquiera los manguitos que llevaba en los brazos la ayudaron a subir a la superficie. Porque cuando conseguía ascender para tomar aire, el agua volvía a empujarla hacia las profundidades. La chiquilla se vio zarandeada en direcciones imposibles, sacudida una y otra vez hasta que perdió el sentido de la orientación, y al final golpeada contra las rocas. Todo se oscureció rápidamente y su débil cuerpecito inconsciente terminó por resurgir de nuevo sobre la arena de la orilla de una pequeña isla que se encontraba a varios centenares de metros dentro del mismo oceáno. Una pequeña isla que no tenía más que unas pocas palmeras, algo de hierba, rocas y arena. Arena por todas partes.
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Bajo el mar, Daruu se vio arrastrado por la ola hacia el fondo. Sintió la arena arañándole, la corriente tirando de sus piernas como manos firmes y malintencionadas. Tragó agua, tratando inútilmente alcanzar la superficie, buscando con la otra mano a una Ayame que se alejaba...
— ¡Blargh!
Una sensación húmeda, caliente y desagradable recorrió su gaznate cuando escupió el agua que casi le ahoga. Le dolía todo el cuerpo, pero lo que más le dolía era la cabeza. El sol le quemaba la piel, demasiado expuesta durante demasiado tiempo. Gimió agónicamente mientras trataba de darse la vuelta desesperadamente, buscando el frío descanso de la arena a la sombra que ya disfrutaba su espalda. Tras un suspiro de alivio, trató de levantarse, y entonces recordó qué era lo que le había llevado a sentirse tan mal.
Daruu ahogó un grito y se retiró de golpe. La luz del sol llegó a sus ojos como dos cuchillos. Entrecerrándolos en vez de abriéndolos y cubriéndose con la mano, alcanzó a ver la silueta de una palmera. No recordaba haber visto palmeras en la playa antes.
Con el corazón latiéndole a mil por hora, el chico se dio la vuelta. La infinidad del mar le abrumó. Estaba a lo que él definiría como muchicientos metros de la playa. El mar le había tragado, hambriento, y le había escupido tras decidir que tampoco estaba tan bueno como había creído.
Y Ayame...
— ¡Ayame!
La chica estaba bocabajo sobre la arena, con el pelo revuelto de mala manera; un brazo por allí y una pierna por acá. Daruu corrió, tropezó y se arrastró hasta donde estaba para darle la vuelta. Tenía una estrella de mar pegada a la cara. El chico la cogió con asco mal disimulado y la lanzó al agua como un shuriken. Daruu agitó delicadamente a Ayame de los hombros.
— ¡Ayame! ¿Estás bien? ¡Despierta, por favor!
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Se ahogaba. No podía respirar. Era como si una mano gigante estuviese oprimiendo su cara, tapando su nariz y y su boca. Y lo peor era que no tenía las fuerzas para moverse y quitársela de encima.
¿Sería aquel su fin? Nunca debería haber ido a aquella playa ella sola...
Pero, tras varios largos agónicos segundos, sintió un fuerte tirón y la luz se hizo paso a través de la oscuridad. Y al final del túnel, una voz la llamaba:
—¡Ayame! ¿Estás bien? ¡Despierta, por favor!
—¿Uuuhh...? —gimió la chiquilla, lastimera. Intentó entreabrir los ojos, pero la luz del sol acuchilló sus pupilas sin piedad y se vio obligada a cerrarlos de nuevo con un gemido de dolor.
Le costó varios segundos recomponerse lo suficiente como para darse cuenta de que podía respirar con normalidad, y para comenzar a moverse. Se reincorporó con débil lentitud hasta quedar sentada en la arena y miró a su alrededor con incredulidad.
—¿Dónde est...? —comenzó a preguntar, pero su rostro palideció de repente al darse cuenta de que no reconocía aquella playa. Y aquello no era lo peor: allá en una lejanía inalcanzable para ella, en el horizonte del océano, se alzaba el acantilado de la Costa de las Olas Rompientes. Aquella era la playa donde debía estar, no en aquella isla en miniatura. Y además estaba sola. Sola con otro niño al que ni siquiera conocía. El labio inferior de la chiquilla comenzó a temblar ante la amenaza del inminente berrinche que no tardó en sucederse—: ¡¡¡BUAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!! ¡¡¡PAPÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁ!!!
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Daruu sonrió ampliamente, con lágrimas en los ojos. ¡Estaba viva! Aunque le duró muy poco la sonrisa. Ayame se pegó un berrinche que hubiera roto en pedazos cualquier aparato de medición de la contaminación acústica. Daruu chasqueó la lengua y se apartó, molesto, tapándose los oídos.
—¡Ay!
Pero Ayame seguía sollozando. Tal vez con menor intensidad. Y era contagioso.
—Pero... no llores... porque si lloras... voy a llorar yo y... ¡¡BUAAAAAAAAAAAAA MAMÁAAAAA!!
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—Pero... no llores... —balbuceó Daruu, entre pucheros—. Porque si lloras... voy a llorar yo y... ¡¡BUAAAAAAAAAAAAA MAMÁAAAAA!!
Y así, los llantos de los dos chiquillos se hicieron eco mutuamente en aquella diminuta isla solitaria. Pero, por supuesto, ninguno de sus padres estaba lo suficiente cerca como para escucharlos. Estaban solos, y sólo contaban con la compañía del otro para apoyarse. Entre renovados gimoteos, Ayame se frotó los ojos y sus hombros se estremecieron con violencia.
—Uh... Uuuhhh... Quiero... quiero volver... ¡Quiero a mi papá! ¡Quiero a mi hermanito! —lloriqueaba sin cesar—. Pero... pero... Estamos... Estamos perdidos... Solos... Y encima... encima... No hay comida ni agua... Tendremos... Tendremos que sobrevivir... a base de cocos... y de pescado...
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Daruu sorbió por la nariz y se limpió las lágrimas con las muñecas. Con una súbita determinación, se dio la vuelta y caminó hacia la palmera más cercana.
—A base de cocos —corrigió—. Pues sobrevi... sobreviviremos. —Con su pequeño cuerpecito inexperto, Daruu trató de trepar por la palmera, pero sólo avanzó un palmo y cayó de culo. Gruñendo, acumuló chakra en los pies tras concentrarse unos instantes. Cogió impulso, subió por la palmera y... cayó de culo tras resbalar—. ¡Arrgh! ¡Vale, pues cruzaré para pedir ayuda! ¡Tú estate ahí!
Daruu se dio la vuelta, tomó carrerilla, se lanzó hacia el agua y...
Como si fuera una piedra arrojada a la superficie de un lago, consiguió dar tres zancadas, y luego se hundió como... bueno, como una piedra arrojada a un lago. Su cabezota, con el pelo aplastado, salió a la superficie segundos después.
—¡Jopé! ¡Moriremos atrapados! —Las puntas desordenadas de su pelo se despegaron del resto de la humedad como si tuvieran adentro un muelle, haciendo que tomase su forma original.
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Ayame escuchó a Daruu sorberse la nariz. Se levantó de repente, y entre las manitas la chiquilla le vio darse la vuelta y caminar hasta una de las palmeras más cercanas.
—A base de cocos —la corrigió, lleno de determinación.
—¡P... pero no podemos sobrevivir sólo a base de cocos! Papá dice que...
—Pues sobrevi... sobreviviremos —la interrumpió él. Entonces se encaramó al tronco, rodeándolo con sus cortos bracitos, pero antes de lograr siquiera subir un palmo se cayó a la arena de culo.
—D... Daruu...
Pero el chico gruñó, volvió a levantarse y tomó carrerilla de nuevo. Ayame ahogó una exclamación de asombro cuando le vio apoyar el primer pie en el tronco como había visto hacer a su hermano, a su padre y a otros muchos shinobi adultos, pero no avanzó ni dos pasos cuando volvió a caer con un doloroso resbalón.
— ¡Arrgh! ¡Vale, pues cruzaré para pedir ayuda! ¡Tú estate ahí!
—P... pero... —protestó Ayame, corriendo tras el chico hacia la orilla del agua.
Ella se detuvo, sin embargo, justo en el límite donde las olas lamían la arena. Daruu siguió adelante, no obstante, pero sólo consiguió dar tres pasos antes de hundirse como una roca.
—¡Daruu!
Daruu salió a la superficie casi inmediatamente, con el pelo empapado aplastado contra el cráneo.
—¡Jopé! ¡Moriremos atrapados! —protestó, y las puntas de su pelo se alzaron como muelles en contra de la gravedad, volviendo a su forma original.
—D... Daruu... —gimoteaba Ayame desde la orilla, con lágrimas en los ojos—. N... No me dejes sola... Y... yo no sé nadar —confesó, agitando sus bracitos desnudos de los manguitos que la habían protegido de ahogarse.
Unos manguitos que había perdido en aquel inesperado naufragio.
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Daruu caminó empapado y llenándose de arena húmeda de la playa, que se le pegaba a los pies como si se tratara de barro. Digamos una cosa de Amedama Daruu: odiaba el barro.
— ¡Puaj! —masculló, moviendo los dedos de los pies y haciéndolos chocar contra la arena seca para despegar la mojada—. No te iba a dejar sola, Ayame, quería buscar ayuda. Pero tampoco puedo...
» ¿Qué vamos a hacer...? —comenzó, con lágrimas en los ojos.
Amedama Kiroe caminaba con paso decidido hacia la cabaña de la familia Aotsuki. No es que le hiciese mucha gracia, por supuesto. Todavía le dolía el golpe. Todavía le dolía el orgullo. Pero hacía más de una hora y media que Daruu se había ido, y dudaba muchísimo que su hijo pudiera aguantar mucho tiempo en la playa. Había tratado de invocar a los perros, pero el rastro acababa en la playa. En su mano derecha empuñaba un cubo verde de plástico.
— ¡Zetsuo! ¡Zetsuo, por favor! —Golpeó la puerta un par de veces. Sabía que la recibirían con mal trato, pero la situación apremiaba.
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Daruu regresó entre pesados pisotones a la orilla, empapado de pies a cabeza y los pies embarrados por la arena mojada.
— ¡Puaj! —exclamó, asqueado, mientras trataba de liberar sus pies de aquel barro—. No te iba a dejar sola, Ayame, quería buscar ayuda. Pero tampoco puedo... ¿Qué vamos a hacer...? —añadió, con lágrimas en los ojos.
Y los labios de Ayame temblaron en un nuevo puchero mientras miraba a su alrededor, completamente desolada. Ella no sabía nadar, y habían acabado ambos en una diminuta isla rodeada por el océano. Por otra parte, los cocos estaban a demasiada altura, y ninguno de los dos sabía trepar a los árboles tan bien como debieran. Los peces debían de estar en el agua, y no tenían manera alguna de atraparlos... Y eso por no hablar del agua, no tenían nada potable que beber. ¿Qué les quedaba entonces?
Como riéndose de su desgracia, una ola inusualmente alta rompió rugiente contra la orilla.
La chiquilla gimoteó, aterrorizada, y, sentándose sobre la arena, se abrazó las rodillas.
— Papá... Hermano...
Un alarido y un par de golpetazos en la puerta fueron los que rompieron la paz del momento. Zetsuo, que hasta ahora había estado dormitando tumbado sobre un sofá, pegó tal bote que por poco se cae del asiento.
— ¡Zetsuo! ¡Zetsuo, por favor! —escuchó la inconfundible e irritante voz de Kiroe, al otro lado.
Y el médico, con un ronco gruñido, se frotó la mano por la cara, se levantó de golpe y se dirigió entre pesados pasos a la entrada de la vivienda.
— ¡¿Qué cojones te pasa ahora, pastelera?! ¿Ni la hora de la siesta vas a respetar ya? Joder...
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Kiroe respiró hondo y contó hasta cinco. Un segundo por cada hostia que le daría al memo de Zetsuo. Le enseñó el cubo.
—Hace casi dos horas que Daruu se fue a la playa, así que estaba preocupándome —explicó—. Fui para allá con los perros pero el rastro se perdía en la orilla. Y encontré esto. Su cubo.
»Pensé que quizás estaba con Ayame, pero he buscado por todas partes y no los veo a ninguno de los dos.
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Ella respiró hondo y, tras varios segundos de silencio, respondió:
— Hace casi dos horas que Daruu se fue a la playa, así que estaba preocupándome. Fui para allá con los perros pero el rastro se perdía en la orilla. Y encontré esto —añadió, mostrándole algo que llevaba en la mano y en lo que Zetsuo no había reparado hasta ahora—: Su cubo. Pensé que quizás estaba con Ayame, pero he buscado por todas partes y no los veo a ninguno de los dos.
El hombre frunció el ceño.
— Ayame también estaba en la playa... —confesó, con voz grave. Entonces se volvió hacia todos lados, buscando—. ¡Kōri! —llamó. Pero nadie respondió a su voz—. ¡Kōri! Maldita sea, ¿dónde está este muchacho ahora?
Fue un molesto pitido silbándole en el oído lo que terminó por despertarle. Con un ligero gruñido, Kōri se frotó el oído y pasó su mano entre sus cabellos albos. La suave brisa acariciaba sus mejillas, pero hacía calor, demasiado calor para él. Y además una irritante quemazón en la piel parecía indicarle que se estaba quemando. Se incorporó ligeramente en aquel flotador gigante que había cogido y miró a su alrededor, buscando la orilla a la que debía dirigirse.
Pero no encontró más que agua a su alrededor.
— Oh, vaya. Me he perdido —se lamentó, con un tono de voz tan impersonal que hacía parecer que le daba exactamente igual.
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