Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
¿Equivocarse de dirección? Oh, no. Eso era imposible. Verán, Kunie manejaba un amplísimo vocabulario. En su diccionario, términos como planificar, planes de contingencia y seguros de vida estaban marcados en rojo y mayúscula. Pero, ¿equivocarse? Equivocarse ni siquiera aparecía en él.
—Le conozco, sí. Debe estar orgulloso de él. Es un buen chico —le alabó—. Un buen chico que se ha metido en graves problemas, Hiroshi-san. En muy graves problemas.
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—¿Un... buen chico? —Hiroshi era la definición gráfica de estupefacción—. ¿En... Problemas? Yo... Mi... Mi pequeño...
De repente, el agricultor avanzó unos rápidos pasos hasta situarse justo frente a Kunie. En su tono y en su actitud no se intuía amenaza ni eran agresivos, sino más bien implorantes. Era la viva imagen de un hombre que lo creía todo perdido y acaba de recobrar la esperanza.
—¡Jinbei! ¡Jinbei! ¡Mi hijo, mi pequeño! ¿Está... Dónde está? ¿De qué lo conoce usted? —disparó como una ametralladora—. ¿Quién es usted? ¿Puede llevarme con él? Por favor, se lo suplico. Se lo suplico, lléveme con mi hijo.
¿Quién era ella? Ella era la esfera plateada y gris que se formaba cada día en el Oasis de la Luna. Ella era lo que se escondía en el corazón de la Isla de los Misterios. Ella era el ritual que se realizaba, siglos atrás, en el Círculo de las Rocas Ancestrales. Ella era…
Un enigma por resolver. Un secreto callado. Muchas cosas y nada al mismo tiempo.
—Sí, señor, puedo llevarle con él. Y debemos darnos prisa —le apremió, con la voz teñida por la preocupación—. Su hijo se encuentra en grave peligro. Solo usted puede salvarle…
»Solo usted.
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Si Hiroshi tenía más preguntas —y de seguro las tenía— todas quedaron eclipsadas por la insistencia de aquella dama; Jinbei estaba en peligro. En grave peligro. El agricultor compuso una mueca de frustración y desesperanza.
—¿Después de todos estos años, debe ser así como vuelva a reunirme con mi querido hijo?
Cualquier persona sensata hubiera exigido, como mínimo, una explicación a la dama de ojos dorados. Una prueba. Algunas respuestas. No es que Hiroshi careciese de sensatez o sentido común, sino que más bien su buena fe se superponía casi siempre a las dos anteriores. No por nada era conocido en Minori como Hiroshi el Tonto, o el Tontería, apodo que se había ganado después de que todo hijo de vecino se acostumbrara a aprovecharse de él y de su buen corazón.
Por eso mismo, cuando Kunie le contó aquello, el labriego no dudó. Se colocó de nuevo su boina, se ajustó las botas de trabajo, y se apresuró a seguir a la misteriosa mujer.
—Si mi pequeño está en peligro, entonces voy con usted. No puedo... —se interrumpió, con los ojos vidriosos—. Si de verdad usted sabe donde está, entonces no puedo dejar que le ocurra nada. Él es toda la familia que me queda.
Hacía frío, mucho frío. El invierno llegaba a su ocaso, pero orgulloso como él solo, quería despedirse a lo grande: con temperaturas heladas y un viento que atravesaba los huesos.
A Hiroshi y Kunie les había pillado la noche, pero ambos continuaron en un silencio sepulcral. Uno, imbuido por la determinación de un padre al saber que su hijo se encuentra en peligro; la otra, simplemente siguiendo los pasos marcados por una agenda escrita por ella misma hacía mucho tiempo.
Tsukuyomi era su aliado aquella noche, dando forma como él solo podía hacerlo a los caminos entre la maleza que conducían a las puertas del Yomi. ¿No era allí donde se encontraba Jinbei? Bueno, al menos sí su parte espiritual. Su parte material, su cuerpo, estaba en el interior de una pequeña casa de campo abandonada tiempo atrás. La maleza y el polvo se había adueñado de ella, y no había más que madera podrida, ventanas rotas y un tufo a… muerte.
Cuando Kunie abrió la puerta, Hiroshi se encontró a su hijo acostado sobre unas mantas en el suelo. Con la cara quemada, la piel fría y con los ojos abiertos pero sin ver.
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Hiroshi caminó a tientas entre la oscuridad. Hacía tiempo que había desistido de preguntar nada a la misteriosa mujer que le guiaba a través del bosque, y el júbilo inicial por la esperanza de que alguien pudiera, de verdad, llevarle con su hijo se iba diluyendo conforme caminaban más y más. Le dolían los pies, todo estaba oscuro y la dama de ojos dorados llevaba horas sin abrir la boca. No había dicho palabra desde que Hiroshi aceptara ir con ella, ni siquiera cuando él le había preguntado toda clase de cosas acerca de su destino; ¿a dónde iban? ¿de qué conocía ella a su hijo? ¿cómo estaba? ¿qué clase de peligro le amenazaba? Y todo lo que había obtenido a cambio era... El silencio. Cualquier otro habría dado media vuelta a la media hora de camino —o rechazado directamente aquella invitación sin fundamento—, pero no Hiroshi el Tonto. Desde que su hijo desapareciese, no había pasado un sólo día sin que le echara de menos. Sin que se sintiera culpable por ello. Y sólo gracias a su gran corazón lleno de esperanza había podido continuar con la vida, esperando que los dioses le trajeran de vuelta al niño del mismo modo que se lo habían arrebatado.
Por eso, cuando Hiroshi el Tonto miró más allá del umbral de la puerta desvencijada y la madera apolillada, lo vio. Incluso aunque estaba en un estado deplorable, con el rostro medio desfigurado, la nariz torcida, media oreja amputada y los ojos fijos en la nada, Hiroshi le reconoció. Porque era tan solo natural que un padre reconociese a su hijo.
—Mi... Mi pequeño... Hijo mío... Eres... Eres tú —balbuceó, con un hilo de voz, mientras se acercaba al cadáver del muchacho.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos, temblorosas, recorrieron las facciones de aquel chico muerto.
—Te he echado tanto de menos, hijo mío... Te he echado... —Hiroshi rompió a llorar—. Tanto de menos... Y ahora, ahora es demasiado tarde. Ahora ya te he perdido para siempre, mi pequeño, ¡mi Jinbei!
En medio de un desconsolado llanto, el labriego se abrazó a aquel cadáver envuelto en mantas. Y lloró, lloró todas las penas que le habían estado aquejando desde que una buena tarde su hijo desapareciese de Minori sin que nadie más lo volviera a ver. Lloró por cada mañana que se había levantado para encontrar su humilde habitación vacía, y por cada vecino que le había dado el pésame, aun sin que nadie confirmara jamás la muerte de su pequeño. Lloró, porque él siempre había creído que Jinbei estaba allá afuera, en algún lugar, y que un día volvería a verle. Y lloró, porque siempre había temido que cuando eso sucediera, fuese en esas condiciones.
—Siempre le estaré agradecido, señorita —sollozó el agricultor—. Incluso aunque hayamos llegado demasiado tarde... Al menos podré dar a mi hijo un funeral digno. Podrá descansar junto a su madre.
Ignorante de los planes de Kunie, Hiroshi se incorporó, secándose las lágrimas que se negaban a dejar de salir.
9/04/2019, 18:17 (Última modificación: 9/04/2019, 18:20 por Uchiha Datsue. Editado 2 veces en total.)
Kunie se mantuvo en un segundo plano, concediendo a aquel pobre hombre un poco de intimidad en aquel trágico reencuentro. Años, sin verse, y ahora se producía con su hijo muerto. Nunca sabría el motivo que llevó a Jinbei a marcharse. Ni conocería si lo había echado de menos, o si al menos había pensado en él.
Quizá fuese mejor así.
—¿Qué... Qué le ocurrió?
Un cúmulo de cosas. Una avalancha de acontecimientos, todos al mismo tiempo, y todos en su contra. ¿La primera piedra que precipitó al resto? La primera piedra la había tirado él mismo, el día en que decidió darle la espalda a Kunie. El día en que se negó a rendirse en el Torneo de los Dojos.
—Fue traicionado, Hiroshi. Por los suyos —explicó, con aire alicaído—. Le atacaron en una celda, esposado como un criminal, sin posibilidad de defenderse. Yo fui quien le sacó de allí.
Todas y cada una de sus palabras eran ciertas, por mucho que, tras cada una de ellas, se escondiesen verdades más grandes y más profundas.
—Le quedaba tanto por vivir, tanto por hacer… —continuó, con la voz afligida de una tía en el entierro de un sobrino—. Dime, Hiroshi. ¿Acaso no se merece una segunda oportunidad? ¿Acaso no se merece… volver a vivir?
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—¿Mi niño... En una celda? ¿Esposado como un criminal? —repitió Hiroshi, visiblemente afectado por aquellas terribles revelaciones—. ¿Los suyos? ¿Cómo que los suyos? ¿Dónde estaba mi pobre hijo?
El labriego dirigió una mirada triste a Kunie, pero aun así, cargada de agradecimiento. En su buen corazón, Hiroshi no era capaz de intuir siquiera la verdad detrás de aquellas palabras; o más bien, la complejidad de la misma. Con los ojos anegados de lágrimas, el padre se inclinó suavemente sobre el cadáver de su hijo.
—Jinbei, mi hijo, mi vida... —empezó a sollozar de nuevo, y cuando la Dama Violeta le lanzó aquella pregunta cargada de enigmas, Hiroshi levantó la vista hacia ella. Pese a que en sus ojos sólo había bondad, ahora brillaba también la determinación—. ¿Qué queréis decir? ¿Acaso... Acaso existe la posibilidad de devolver la vida a los muertos? No, no puedo creerlo... Tal potestad es sólo de los dioses.
A pesar de sus palabras, muy dentro de él, el agricultor deseó que aquello fuese verdad. Poder volver a caminar de la mano de su pequeño por los campos de Minori, y hablarle de los árboles, de las plantas, de las hortalizas y frutas que allí se cultivaban. Volver a cenar juntos en las frías noches de Invierno al lado de la candela, que Jinbei le contara alguna de esas historias tan disparatadas que siempre leía en sus libros. Abrazarle una última vez...
—En Uzushiogakure. Estaba en Uzushiogakure no Sato —le reveló Kunie al momento—. Verás, él era uno de sus ninjas. Uno de los mejores, he de decir, pese a su juventud. Pero pasaron cosas… Cosas que ya no importan.
No, lo que importaba era que Akame estaba muerto. Lo que importaba era hacer algo para que dejase de estarlo.
—Oh, no te equivocas, Hiroshi. Solo los dioses tienen el poder de devolver la vida a alguien. Pero yo, Hiroshi —se acercó a él y colocó las manos en sus mejillas con la ternura de una madre—, yo me he ganado su favor. Puedo hablar con ellos, puedo… solicitar que hagan una excepción.
»Pero Izanami solo aceptará abrir las puertas del Yomi con una condición: recibiendo un regalo de antemano. Verás, Hiroshi-san, solo entregando una vida, puedes obtener otra a cambio.
»¿Harías eso por Jinbei? ¿Le entregarías tu luz, para que la de él pueda volver a encenderse? ¿Le regalarías… tu vida?
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Hiroshi miró por última vez las facciones carentes de vida de su hijo y se secó las lágrimas. Cuando se incorporó para ver a Kunie, su mirada refulgía de determinación.
—Puede que no haya sido el mejor padre, o el mejor marido, o la mejor persona durante mi vida —dijo, aunque todos los que le conocían podrían asegurar que era un hombre de gran bondad—. Pero si hay algo que un padre debe hacer por su hijo... Es esto. Si existe una remota posibilidad de que su corazón vuelva a latir, quiero hacerlo. Cueste lo que me cueste.
Kunie era toda una experta en dilucidar las verdaderas intenciones de la gente tras sus palabras, y en el caso de Hiroshi, no hallaría sino la más pura verdad. Aquel hombre deseaba, con todas sus fuerzas, salvar a su hijo.
Bien. Maravilloso. Podría haberle obligado a morirse, claro. Podría haberle matado ella misma. Hubiese sido insultantemente fácil. Pero para que su fuuinjutsu funcionase correctamente, la persona que moría debía entregar su vida voluntariamente. Debía ser un sacrificio puro, no condicionado. De lo contrario, tenía altas probabilidades de fracasar.
Y Kunie creía que solo había una persona en todo Oonindo que cumpliese con aquellos requisitos en aquel momento. Por eso, cuando esta aceptó, sonrió por dentro.
—Entonces, así se hará.
Indicó a Hiroshi que se sentase junto a su hijo mientras empezaba a elaborar el elaborado fuuinjutsu. Un corte en el pulgar. Una marca de sellado en el pecho descubierto de Jinbai. Extrañas fórmulas de sellado que se dibujaron en el cuerpo de Akame. En el de Hiroshi. En el suelo de su alrededor.
Entregó a Hiroshi una pequeña katana, entre un tantō y una kodachi en cuanto a tamaño, de finísima factura. Luego, salió del círculo de sangre y empezó a realizar una larguísima secuencia de sellos. Con el último, la sangre del suelo se prendió en fuego, un fuego verde, que no quemaba, sino que emanaba un frío gélido.
—¡Es la hora, Hiroshi-san! —exclamó entre el crepitar de las llamas—. ¿Ves el círculo dibujado en tu estómago? —Se lo había dibujado justo encima del ombligo—. Debes derramar tu sangre, Hiroshi-san. Debes hundirte la katana en ese punto. Y cuando lo hagas, Jinbei…
»… despertará.
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El agricultor obedeció con diligencia las indicaciones de Kunie, que inmediatamente había empezado a preparar el ritual. Para un hombre de campo como Hiroshi, que no había visto a un ninja en acción ni en las películas, todo aquello era extremadamente desconocido y, por extensión, aterrador. Instintivamente su mano se puso sobre el pecho envuelto en mantas de su hijo, como si su simple tacto le reconfortase, mientras sus ojos seguían con una mezcla de confusión y miedo los movimientos de la dama violeta.
Cuando ésta le entregó el filo, Hiroshi tuvo que reprimir un quejido de angustia. Él nunca había empuñado un arma, ni siquiera de joven, ni siquiera para defenderse; cerró los dedos en torno al mango, sintiendo su áspero tacto, notando el peso de la daga en la mano. Todavía estaba habituándose a él cuando la mujer abandonó el círculo y, realizando más de aquellos extraños movimientos con sus manos, de repente una estela de fuego verde envolvió a padre e hijo.
—¡Ieeek! —aulló el labriego, que temblaba de pies a cabeza—. ¿Qué brujería es esta, mujer?
Entonces Kunie le formuló su petición. La última parte del ritual; su vida por la del joven Jinbei. Hiroshi enmudeció y bajó la mirada. Por un momento pareció a punto de dudar, pero entonces... Entonces vio la cara de su hijo, y trató de imaginarse cómo habría sido durante aquellos años. De acuerdo a las palabras de aquella extraña mujer, Jinbei era un ninja, uno de los mejores. Pero lo que a Hiroshi realmente le intrigaba era en qué clase de persona se había convertido su pequeño hijito, tan tímido, siempre con la cabeza en las nubes. Y luego se descubrió lleno de gozo, porque iba a poder otorgarle a su niño una segunda oportunidad.
—Jinbei, hijo —dijo de repente el agricultor, con la voz quebrada—. Sé que siempre tuvimos nuestras diferencias, que yo quería hacerte un hombre de campo y tú sólo vivías en las fantasías de aquellos libros. Sé que... Sé que quizás no supe entenderte a tiempo, y te juro que nada me entristece más que eso. Nadie me enseñó a ser padre. Tuve que improvisar, como tú también harás cuando te llegue el momento. Tú... Tú eras lo que yo más quería en esta vida. Mi pequeño... —la voz se le quebró—. Ni un sólo día he dejado de pensar en ti.
Las manos temblorosas de Hiroshi empuñaron aquella daga con firmeza mientras él seguía mirando el cuerpo inerte de su hijo con los ojos llenos de ternura.
—Ahora me ha llegado el momento de decir adiós. Pero tú, tú todavía tendrás mucho por delante. ¡Vive bien! ¡Vive en paz! Y, sobretodo, usa sabiamente el tiempo que te regalo —se sorbió la nariz mientras las lágrimas ya empezaban a desbordar sus ojos—. Te deseo que en esta vida encuentres tu camino, y seguirlo te haga feliz. Yo siempre estaré contigo... y te amaré.
»Adiós, hijo mío.
¡Zas!
Con un silbido breve e intenso, la hoja de aquella daga cortó el aire. Y luego tela, piel y carne. Hiroshi apretó los dientes, con los ojos inyectados en sangre, y realizó un corte más sobre su vientre. Luego cayó hacia delante, inerte. Sin vida.
La sangre de Hiroshi salió a borbotones de la herida abierta, pero lejos de derramarse por el suelo, fue conducida por las líneas de sellado dibujada en su piel. Ni una gota perdida, ni una gota derramada. Avanzaron como si fuesen por surcos hacia el fuego verde, y de ahí, hacia el cuerpo de Akame, cuyas líneas de sellado empezaron a teñirse de carmesí.
De pronto, el fuego verde se prendió en ambos cuerpos, envolviéndolos en un frío abrazo. Y cuando Hiroshi emitió su último suspiro, su aliento apagó el incendio verde como si se tratase de una vela. El humo se coló por las fosas nasales de Akame y le hinchó el pecho hasta que parecía a punto de estallar.
Tres.
Dos.
Uno…
Otro suspiro.
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El Uchiha se incorporó bruscamente tras tomar una gran bocanada de aire que parecía —en realidad lo era— el primer aliento que había podido echarse al pecho en días. Acababa de volver a nacer, justo como Kunie había prometido a su difunto padre; pero, para él, hacía tan sólo unos instantes que se encontraba encadenado en una fría celda en Uzushiogakure. Y el último sonido que habían captado sus oídos era el de una tremenda explosión. Ahora, a su alrededor no había más que el silencio. El jōnin trató de reincorporarse, pero tenía todos los músculos entumecidos y la cabeza embotada.
—¿Qué demonios...?
Aturdido, echó un vistazo a su alrededor. «¿Dónde estoy? No parece una celda, desde luego...» La desvencijada cabaña no era ni mucho menos un resort de cinco estrellas, pero Akame no notaba el ambiente asfixiante de las mazmorras. Trató de moverse, y descubrió que estaba envuelto en mantas. Con trabajo empezó a revolverse para deshacerse de ellas, y fue entonces cuando la vio. Allí, parada frente a él... Y a sus pies un cadáver ensangrentado.
—¿K... Kunie-sensei? —balbuceó, atónito—. ¿Qué... Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? Quién es ese tipo?
—Hola, Akame —saludó, desviando brevemente la mirada hacia el cadáver. Hacia el padre del chico—. ¿Ese tipo? Un sacrificio.
No mintió, pero le faltaba mucho para que fuese una respuesta franca y sincera.
—Pasó que me traicionaste, Akame. Pasó que te traicionaste a ti mismo. A Rakurai-san —añadió, sabiendo que la sola mención de aquel nombre le dolería—. ¿Y todo por qué? ¿Para jugar a ser ninja? —Quiso saber—. Te creías importante dentro de la Villa, ¿verdad? Querido. Respetado. Y fíjate, fíjate como terminó todo. Asesinado por los que tanto te empeñaste en proteger.
»Oh, sí, Akame. Moriste. Y el único motivo por el que ahora respiras, es porque yo te traje de vuelta a la vida.
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