Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Un oscuro cielo de entretiempo bendecía Amegakure con una lluvia especialmente cálida, una lluvia que parecía que alguien hubiese puesto el termo en el cielo. El calor era quizás un poco más elevado a lo habitual, sobretodo para éstas fechas, pero en realidad ni tan mal. Se sentía realmente bien el clima, era un alivio después de tanto frío como había hecho en éste invierno pasado.
El día anterior un mensajero habría visitado de nuevo a la familia Yamanouchi. Tenían un encargo, otra vez. De nuevo, la hija —Moguko— tenía una misión. El mensajero dejó el pergamino, donde venían las oportunas instrucciones. Ésto era algo a lo que ya se iba acostumbrando la kunoichi médico, pues el historial de misiones iba agrandando. No era su primera misión, ni sería la última al ritmo que iba. Tenía actitud, y un objetivo. Así que con esas, pensaba comerse el mundo.
El pergamino remarcaba en su lazo un carácter que calificaba su misión como de rango D. Fuera de eso, parecía un pergamino cualquiera. Hasta que lo abriese.
Hirohito Takeshi, encargado de la armería Hirohito, solicita ayuda de genins cuyas notas hayan sobresalido un poco en su graduación, y provengan de familias dedicadas al armamento. Es indiferente si las familias de éstos genins se dedican solo a la venta, o a su creación. La armería estará cerrada, pero con la llave del pergamino podrán acceder al área de trabajo.
Y evidentemente, al abrir el pergamino, como por arte de magia un llave saldría de entre una leve nube de humo.
La armería Hirohito quedaba en el centro de la villa, en uno de los edificios más altos de la misma. Estaba a unos metros al flanco del edificio, en la planta baja,y tenía un cartel que ponía expresamente: Prohibido el paso, salvo personal autorizado. O bien la armería estaba cerrada, o algo pasaba.
Quizás ese cartel traía recuerdos a la chica. Últimamente los veía con frecuencia.
Así como los esquimales aprendían a diferenciar diferentes tonos del color blanco, por una mera cuestión de supervivencia, en Amegakure los habitantes adquirían tarde o temprano la capacidad de percibir diferentes tipos de lluvia. Tanto así que podían llegar a apreciar los cambios de estación e incluso fenómenos pluviales específicos.
Y aquel si que era un día de lluvia linda.
Un mensajero habría visitado la residencia de la familia, con la especifica intención de dejar en posesión de la kunoichi más joven de la vivienda un pergamino. Pergamino que no contenía otra cosa que información sobre su próximo trabajo. Tanto su padre como su madre estaban contentos de que la médica fuese invocada para realizar otro trabajo para la aldea, poco a poco su carrera iba tomando vuelo.
Vestida para la ocasión, con su equipamiento de servicio, su fiel espada en la cintura y su bandana que cargaba con orgullo, se manifestaría frente a la armería donde tenía que trabajar esa jornada. En su poder tenía la llave que había salido del pergamino la primera vez que lo abrió, y ahora tenía que aventurarse hacía el interior del lugar.
«Esta es la armería de Hirohito-san...»
Como si de un fantasma encapuchado se tratase, meditaría un segundo fuera de la tienda, revisando el perímetro del lugar.
Para cuando se quisiese dar cuenta la kunoichi, la puerta de la armería se abriría frente a sus ojos. Por suerte para ella, la puerta se abría hacia adentro, de lo contrario incluso podría haber acabado en un susto. La puerta no la abría otra persona si no el marionetista, ese chico que conoció en otra misión que requería de limpiar unas salas de operaciones en el hospital. Arata pareció sorprenderse, casi cierra la puerta de nuevo del susto. Pero pudo controlarse un poco, mantener casi la calma. Alzó una ceja en lo que miraba a la chica intrigado.
—¿Señorita Moguko?. —Preguntó dubitativo.
El chico había llegado hacía apenas unos minutos, ya incluso se había presentado al solicitante de la misión. De hecho, ahora justo iba a salir por ello mismo, tenía un encargo por parte de Takeshi. Aunque eso obviamente era algo que aún no sabía su antagonista.
—¿Coincidimos nuevamente en un encargo?. El señor Takeshi está dentro, yo tengo que ir a comprar unos tornillos y arandelas específicos, enseguida vuelvo. Lo siento por las prisas, pero al parecer es urgente. Encantado de verle nuevamente, señorita Moguko.
»¡Nos vemos en un rato!.
Con las mismas, el chico tuvo que salir a paso rápido. Quizás le hubiese dedicado más tiempo al saludo, pero habían prioridades. Había tenido la educación de saludar, pero no podía perder más tiempo del necesario. Antes de marcharse, dejaría la puerta abierta para que su compañera pasase. Ante todo los modales.
El umbral de la puerta daba a un pasillo de paredes color marfil, y suelo de ladrillos. Se trataba de un pasillo largo, que tenía un par de puertas a la izquierda, que parecían cerradas, y una al final del mismo que estaba abierta. Para ver el interior tendría que acercarse, pero se podía apreciar el sonido característico de un martillo golpeando metal. El calor de una fragua, el agua chillando con el metal hirviendo, y algunos sonidos que a saber de donde procedían.
—¡CHICO! ¡CIERRA LA PUERTA AL SALIR!. —Resonó una voz más grave y potente que un tren de ruedas desgastadas.
La sala del final tenía paredes de ladrillo. Habían varias ventanas a una altura excesivamente alta y con barrotes, y un gran ventilador en el techo de la sala. Habían al menos una decena de bustos en línea en la pared más al fondo, con extrañas armaduras de metal. En la pared de la izquierda, la más lejana a la puerta, habían varias decenas de espadas colgadas. Muchas. En el centro de la sala, había una especie de yunque, donde un hombre gigantesco aporreaba un metal con un martillo. En la pared más cercana había una especie de horno, algo parecido a una fragua. En la pared más cercana a la puerta, la otra, había una gran colección de material: Metales de todo tipo, arandelas, tornillos, gomas, clavos...
El hombre que golpeaba el metal con una fuerza sublime tenía el pelo color ceniza, y largo como una noche de invierno. Tenía también una abundante barba, del mismo tono, que casi ocultaba un rostro de ojos finos y pómulos marcados. El hombre vestía pantalones verdes, y camiseta de mangas cortas azul, que era tapado por un delantal de color negro. Además, tenía cubriendo las manos también unos guantes bastante grandes, de tonalidad azabache también.
No parecía haberse dado cuenta de que habían dado paso a una chica. Para él, el chico había salido. Nadie había entrado.
Su intimo momento de reflexión se vio interrumpido por el sonido de una puerta abrirse, puerta que ella se iba a dar a la tarea de abrir. La situación le haría levantar la guardia sin duda alguna, retrocediendo un pie y deslizando su su mano por su cinturón pero sin llegar a posarse en su espada, tanto así no había llegado a ser la cosa.
—¿Ichikawa-san?
Contestó la pregunta con otra pregunta. La persona que estaba detrás de aquella barrera no era otra que el propio marionetista que había conocido en el hospital. La kunoichi relajó un poco su postura al ver que se trataba de un aliado y no un completo desconocido, mucho menos un oponente.
El chico había llegado hacía apenas unos minutos, ya incluso se había presentado al solicitante de la misión. De hecho, ahora justo iba a salir por ello mismo, tenía un encargo por parte de Takeshi. Aunque eso obviamente era algo que aún no sabía su antagonista.
Moguko se cruzó de brazos y con una mano se ajustó los lentes en su rostro, asintiendo con la cabeza. El muchacho había llegado más temprano y ya había iniciado el trabajo, de hecho estaba yendo a cumplir con un recado.
—Parece que vamos a trabajar juntos el día de hoy, Ichikawa-san.
Confirmaría con una ligera sonrisa en el rostro, si tenía que tener un compañero aquel día, estaba bastante bien para ella que este fuese Arata.
—¡Encantada de verte, Ichikawa-san! No te retengo, nos vemos en un momento.
Diría entonces abriéndole el paso al muchacho para que pudiese salir a hacer su trabajo.
La médica se aventuraría hacía el interior del negocio, cruzando por el pasillo de ladrillo y muros blancos, se cruzó a su paso con un par de entradas selladas y una de la cual provenía tanto luz como un golpeteo de metal contra metal, incluso la temperatura aumentaba a medida que se acercaba a esta, como si fuese el corazón del propio lugar.
Un escalofrió bajó por su espalda cuando escuchó el grito de aquel hombre. Pero aun así enfrentó el segundo susto del día y se aventuró hacía el interior de la sala. La impresionante exhibición de armamento y protección sin duda alguna cautivó su espiritu, el setup del herrero a su vez hizo lo mismo. Aquel sujeto sin duda alguna sabía como hacer su trabajo.
—¡Buenos días, Hirohito-san!
Exclamaría la chica que se había descubierto el rostro al ingresar al edificio. El herrero canoso y barbudo vestía para la ocasión, no estaba de traje ni nada por el estilo, vestía como debía vestir un trabajador del metal.
—Me llamo Yamanouchi Moguko, me reporto para llevar a cabo la misión que me fue encomendada. ¡Encantada de conocerlo!
Y tras introducirse, procedería a realizar una marcada reverencia, digna de un manual de etiqueta.
La presentación de los chicos hubo de ser tan educada como efímera. Por razones de peso, sendos shinobis no dispusieron de tiempo, pero ya lo tendrían más tarde. Quedaba un largo día por delante.
Tras la despedida, la chica se adentró en lo que parecía la garganta de un dragón. Un pasillo enorme, de temperatura extremadamente alta, e incandescentes llamaradas. Al final del mismo pasillo, cuando se adentró en el estómago del dragón llameante, pudo ver al herrero. Lo saludó nada más verlo, y tras ello se presentó a sí misma en una exhibición de modales y respeto. Además de informar que era también participe en la misión que había solicitado. El hombre cesó en el martilleo del metal, y se secó el sudor de la frente con el antebrazo en lo que buscaba a la kunoichi con la mirada.
—Buenos días. ¿Yamanouchi?. —El hombre quedó meditando por uno o dos segundos, y miró a la pared que tenía una gran cantidad de espadas. —¿Podrías confirmarme si esa espada roja con saya morada es de su familia, joven?.
El hombre continuó martilleando unas cuantas veces más, y luego de ello metería el metal en agua. El resoplido del balde de agua, así como el vapor que éste soltaría, convertiría la sala por un instante en algo parecido a una sauna. El calor realmente era abrumador, algo demasiado intenso como para aguantarlo por demasiado tiempo. El hombre esperaría respuesta junto al agua, tenía curiosidad. Si la chica se fijaba bien, habían metales de todas las familias dedicadas al armamento de Amegakure, y la que el hombre mandó a ver estaba por el centro. Evidentemente, la chica podría averiguar rápidamente que pertenecía a su familia.
El nombre de la kunoichi resonó en la memoria del herrero, quien despues de unos segundos de pensarlo, pareció dar en su cabeza con el recuerdo que buscaba. El mismo parecía llevarle hasta un bien material bastante tangible y posiblemente igual de afilado, en forma de un sable con empuñadura roja y funda morada.
—¿Una espada de mi familia?
No pudo evitar ladear ligeramente la cabeza ante la pregunta del barbudo. Se ajustó los lentes mientras llevaba su mirada hacia el lugar donde se suponía que debía estar dicha espada. Era evidente que la visión no era el mejor de los sentidos de la chica, pero era lo suficientemente bueno como para distinguir objetos que le resultaban familiares, como podría ser justamente un arma de su familia.
—Si, lo confirmo.
Constató sin perder la oportunidad de echarle un ojo a la colección que rodeaba a aquella existencia conocida.
—¿Está coleccionando armas de todas las familias de la aldea, Hirohito-san?
No pudo evitar consultar mientras se giraba en dirección al hombre.
La pregunta extrañó a la chica bastante. ¿Por qué iba a tener una espada de su familia un herrero?. No tenía demasiado sentido, al menos a primera instancia. Pero para cuando ésta se acercó lo suficiente pudo ver que no solo había un filo de su familia, si no que habían aceros de muchas otras familias. La chica confirmó que la espada que habían pedido inspeccionar en efecto pertenecía a su linaje, y no pudo evitar preguntar si se trataba de un coleccionista.
—¡Jie jie jie jie! —Rio el anciano. —No, no se trata de eso, joven.
El hombre dejó por el momento el acero al que trataba de dar forma, y ando directo a la salida de la sala. Con un gesto de mano, informó a la chica de que le acompañase. El viaje sería corto y conciso, pues el hombre paró en la primera de las puertas cerradas del pasillo, la más cercana a la forja. Sin demora, el hombre sacó una llave de su bolsillo, y abrió con ésta la susodicha puerta.
—Las armas que viste allí son copias. Copias hechas por mi, tratando de igualar esos aceros. Pero no confundas las cosas, no busco replicar las armas de otras familias y venderlas más baratas o algo así. Eso sería poco ético y moral. Mi intención es crear un acero combinando las mejores cualidades de cada familia: Un acero definitivo.
»Con ésta guerra que se nos avecina, lo mejor que podemos hacer es sacar ventaja ante nuestros oponentes. No importa el modo, pero no podemos permitirnos el lujo de perder.
»¿No opinas lo mismo?.
En la sala que había abierto habían cientos de intentos "fallidos" de copias. Habían numerosos barriles, con una pegatina nombrando a la familia, en el que se agrupaban los aceros. No solo habían espadas... habían armaduras, lanzas, cuchillos, y casi todo tipo de armas.
Riendo de una manera chistosa, aunque ligeramente incomoda para el gusto de la kunoichi, el herrero negaría la interrogante que se le había hecho. Detendría su actividad durante un instante y avanzaría hacía el final de la sala invitando en el proceso a la médica para que se le sume, cosa que esta haría sin mayor dilación.
En la mente de la kunoichi todavía estaba barajándose una posible respuesta que aun no había llegado, pero realmente no tuvo mucho tiempo de reflexionar sobre la idea pues tras un corto paseo por el interior del edificio y después de quitarle el sello a una puerta con su respectiva llave, Hirohito explicaría de que iba la cuestión.
—Un acero definitivo...
Repitió quedándose con la idea marcada con hierro en la cabeza. Sin duda alguna era una forma bastante noble de justificar su trabajo de imitador, pero si eso lo llevaba a desarrollar un método superior al de todas las otras familias en la aldea. ¿Por qué no hacerlo?
Moguko no pudo evitar asentir con un gesto de su cabeza al comentario que haría el herrero con respecto a la guerra.
—Lo mejor que podemos hacer en un estado de guerra, es buscar finalizarlo de la manera más eficiente posible. Por el bien de todos.
Y tras decir eso no pudo evitar echar un vistazo a lo que había en aquel depósito, todo el metal que terminó como un mero ejercicio de prueba.
Se acercó hasta un barril y tomó un pedazo de armadura, un kabuto con algunas imperfecciones, lo sostuvo con sus manos protegidas por aquellos guantes blancos.
—¿Debería llevar algo como esto al campo de batalla si tuviese que ir a la guerra, no?
La kunoichi no pareció demasiado de a acuerdo con la finalidad del trabajo del herrero. Quedó por un instante con las palabras en la boca, pero al final pareció comprender la situación. La chica misma fue quien sentenció que en un estado de guerra lo mejor, por el bien de todos, era terminarla de la manera más eficiente posible. El hombre sonrió de nuevo. Estaba muy orgulloso de su trabajo, de su destino, y de lo que había avanzado hacia su objetivo. Por otro lado, la chica se movió por la sala hasta topar con un barril, donde tomó un pequeño trozo de armadura. El kabuto tenía algunas imperfecciones, y no tenía ni sello de la familia a la que imitaba. Aún así, la pregunta de la kunoichi nada tenía que ver con ello, era más bien enfocada a su autoprotección en la guerra.
—Tú aún eres muy joven para ir a la guerra. Otros lo harán, y tu trabajo aquí hoy hará que vayan con una protección muy superior.
»Ésta es la sala de las imperfecciones, de los errores. Pero ven aquí...
El hombre caminaría hasta fuera de la sala, y abriría la sala contigua tras haber cerrado esa. En la sala de al lado se toparía con un gran tatami, la sala era enorme. La pared del frente conforme ingresaba a la sala era un enorme estante, donde muchas armaduras tomaban hueco en cada soporte. Éstas araduras eran de un metal negro, extraño, y con el logotipo de la armería Hirohito. Quizás fuesen los mejores trabajos de la familia. A sendos lados del tatami habían armas de todo tipo, colgadas en soportes de exhibición.
—En ésta sala están mis mejores obras. —Informó. —Éstas armas son capaces de seccionar cualquier otro acero. Y las armaduras son capaces de aguantar cualquier estocada. Podrían salvar muchas vidas, o arrebatarlas.
El herrero sentenció que la médica era demasiado nueva como para pisar un campo de batalla, que había gente antes en la lista para ese trabajo y que el suyo, al menos por ese día, era afrontar otra clase de tareas.
Seguidamente la invitaría a recorrer otra parte del edificio. Moguko dejaría nuevamente el casco reposando en el lugar donde lo había tomado, se sacudiría las manos y comenzaría a caminar con el hombre.
—Pero... Yo podría ser muy útil en ese lugar.
No pudo comentar, con esa maldita costumbre de creerse capaz de masticar mas de lo que realmente podía. La idea le venía dando vueltas en la cabeza desde hace un tiempo y ese momento no pudo evitar regar un poco la semilla que ya venía germinando.
En la nueva sala habría una gran alfombra de paja trenzada, incluso el espacio era lo suficientemente grande como para contenerla. La pared opuesta a la entrada tenía una exhibición de armaduras negras con un logo que se repetía tanto que la kunoichi no pudo evitar asociarlo con el propio herrero. Los ojos de la chica no paraban de brillar, todo le parecía espectacular.
—¡Me... encanta!
No pudo evitar dejar escapar el comentario mientras estiraba los brazos en un claro gesto de querer abarcar todo el material con sus brazos, haciendo una exhibición de sus sentimientos. No tardaría mas de un segundo en darse cuenta de lo que estaba haciendo y, respirando profundo, se cruzaría de brazos y procedería a acomodarse las gafas.
—Lo siento, me emocioné.
Se disculparía girándose en dirección al herrero.
—¿Sería posible para una ninja de mi rango acceder a una armadura de esta calidad?
La idea claramente había quedado guardada en su cabeza y no se iba a ir.
Ya a sabiendas de cómo podía resultar salir a la guerra, la chica se quejó. Para ella había una oportunidad de ser útil en las filas, dando la cara como otros muchos shinobis hacían. Pero lo que la kunoichi no tenía en cuenta, era que su poca experiencia en el campo de batalla podía jugar en su contra muy duro. Tan duro como tener que dormir en una cama de clavos. El hombre, aunque había escuchado a la chica, hizo oídos sordos. No iba a rebatirle eso, pues era obvio.
Conforme avanzaron por la nueva sala, la chica dejó escapar un comentario que no pudo hacer más feliz al anciano. Dijo que le encantaba lo que veía, e incluso quedó por un instante inmersa en su mundo. La chica quedó con los brazos abiertos, y los ojos tan abiertos como un gato al encontrar algo interesante. Terminó por volver a la realidad, y se acomodó las gafas, para tras ello pedir perdón por emocionarse. El hombre rio, realmente esa era la emoción que quería impregnar en sus armas y armaduras.
—No te preocupes, joven. Se nota tu amor por un buen acero. Tienes buen ojo. —Contestó. —¡Jie Jie Jie!.
La chica volteó hacia el herrero, y preguntó sin preámbulo si un shinobi de su rango podía acceder a una armadura de semejante calidad. La verdad, en condiciones normales quizás a un genin le costase varios sueldos y misiones poder permitírselas, pero en éste tiempo que corría tenían un precio inferior a lo normal. De hecho, algunas estaban siendo incluso donadas a la armería principal de la villa. Todo fuese por la victoria.
—Todo shinobi puede acceder a éste acero. Quizás más adelante se revaloricen, y eleve su precio. Pero ahora mismo el dinero no servirá de nada si el Zorro gana, así que sí.
El desliz de la kunoichi lejos de ser reprendido por parte de aquel compatriota, pareció ser recibido como lo que en el fondo era, un halago. Quizás esa vinculación: kunoichi-herrero, era algo que realmente era mas permeable a la demostración de sentimientos que una relación entre ninjas, al menos en lo que al libro de maneras de Moguko respectaba.
Todo habitante de la aldea era podía la posibilidad de conseguir una pieza de la armería de Hirohito, siempre y cuando tuviesen el dinero suficiente a su nombre. Aunque en un punto más avanzado en el tiempo fuese posible que el valor del metal subiese, en aquellos momentos al hombre solo le importaba que el enemigo no se alzase con la victoria.
—Creo que me gustaría conseguir un poco de esta armadura, Hirohito-san.
Diría la terca kunoichi dando un par de pasos al frente y tomando de la mano, o más bien del guante, una armadura completa.
—Quizás estaría dispuesto a vendérmela por partes...
Intentó abrir la puerta de la negociación, a lo mejor un par de guantes o protecciones en zonas localizadas le serviría para arrancar.
Moguko insistió en que quería comprar una de esas armaduras, costase lo que costase. La chica avanzó hasta los bustos con armaduras, y tomó el guante de una de éstas. Lo observaba con detenimiento, pudiendo atisbar que realmente se trataba de una obra de una calidad extremadamente alta. Quizás podía compararlas con los aceros de su familia, o con cualquier otro apellido. Quizás no destacaba por mucho, pero no podía negarle una obra de mano totalmente dedicada. Tras un ligero deliberamiento, la kunoichi preguntó si estaría dispuesto a vendérsela por partes.
—Claro que podría hacerse así, joven. Pero ahora mismo... —¡Ya estoy de regreso, señor Hirohito. —Cortó el marionetista.
—Bueno, hablaremos de ello después, joven. Ahora toca trabajar.
El chico recién entraba por la puerta principal, y tras cerrar avanzó por el pasillo. El genin quedó mirando por un instante a la puerta abierta a su izquierda, la que daba justo a la sala donde se encontraba el resto. Paró en seco, y avanzó hacia ellos con una bolsa de papel, cuyo contenido era lo que el anciano había pedido. Sin demora, le entregaría la bolsa al hombre.
—Aquí está todo.
—Muy bien, joven. Gracias. Ahora que están los dos, podemos empezar el trabajo para el que les contraté. Siendo de familias dedicadas a ésto, seguro que tienen un ojo mucho mejor para lo que necesito. Para empezar, blandirán el arma que prefieran, y necesito que las golpeen con cualquier otra arma hasta que una de ellas parta. Pueden escoger armas de ésta sala o de la propia forja, eso es indiferente. Eso sí, tengan cuidado de no lesionarse. Si quieren pueden ponerse una armadura para protegerse.
El chico asintió, con la mirada aún clavada en el anciano. —Entendido. Lo que necesita es que experimentemos con las armas, y le digamos los fallos o cosas que se podrían mejorar en éstas, ¿verdad señor Horohito?.
—Así es, joven.
El chico caminó por el borde del tatami, buscando qué arma o armadura probar primero. Por un instante, miró a la kunoichi. —Miremos primero qué cosas probar, y ahora nos reunimos en el centro del tatami, señorita Moguko.
La posible negociación se vio interrumpida cuando el marionetista volvió a entrar en escena, habiendo regresado exitoso del mandado al cual había sido enviado.
—Si, pongámonos manos a la obra.
Contestaría volviendo la mirada hacía el herrero con una sonrisa en el rostro. El proyecto de la armadura podría esperar por un rato, ahora había una misión que completar.
Arata entraría a la sala y le entregaría entonces el paquete que había ido a buscar, el herrero le agradecería y procedería entonces a informarles de la tarea que tenían que llevar adelante. Moguko se había empezado a emocionar mientras iba procesando las palabras que estaba escuchando, y no pudo evitar cruzarse de brazos y acomodarse nuevamente las gafas para tratar de disimular su emoción nuevamente.
«Concéntrate, Yamanouchi. Una kunoichi debe estar en control de sus emociones.»
Reflexionaba para si misma.
Su compañero entonces se movería por la habitación y terminaría proponiendo un plan de acción, al cual la médica realmente estaba bastante de acuerdo en seguir.
—Me parece una excelente idea, Ichikawa-san.
Concedería para luego asentir con un leve gesto de su cabeza. Seguidamente procedería a examinar el arsenal disponible, buscando un arma que estuviese dentro de sus posibilidades manipular con las habilidades que manejaba hasta ese momento, un arma pequeña como una daga o una espada podría ser un buen punto de partida.
El chico no esperó ni respuesta por parte de la chica, había sido meramente una sugerencia de cómo proceder. Indiferentemente del resultado, echar un ojo al material que había en esa armería no venía de más. Por suerte, la chica coincidió en que era una buena idea. Ella parecía fijarse más bien en armamento un poco más pequeño, más manejable. El chico también andaba con las mismas, pues sus mejores habilidades no eran precisamente con armamento. A decir verdad, apartándole del propio, poco más sabía manejar. Por mucho que fuese de familia herrera, no era muy habilidoso si no se trataba de una marioneta.
—Señor Hirohito, ¿podemos usar también armamento propio?. Mi especialidad son las marionetas, no soy muy habilidoso con éstos aceros... —Preguntó el chico en lo que manipulaba un palo de acero.
—Si, por supuesto que pueden usar armas propias. Pero por favor, no usen explosivos.
—Genial.
El chico dejó el báculo de metal en el suelo, y conforme la respuesta del anciano, tomó un pergamino de su portaobjetos reglamentario. Lo extendió en el suelo, y de éste pergamino surgió Momo tras una leve cortina de humo. El chico recogería el pergamino, y lo guardaría en donde lo había sacado. Tras ello, retrocedió un par de pasos y lanzó hilos de chakra hacia su marioneta, haciendo que ésta tomase vida.
—Señorita Moguko, yo usaré éste báculo si place. —Informó a su compañera.
La marioneta tomaría el bastón de metal, y lo giraría un par de veces. Más que alardear de habilidades, trataba de acostumbrarse a manejar ese arma con su marioneta. Era la primera vez que trataba con un arma así, pero daría su mejor esfuerzo.