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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
#1
La sala estaba a reventar y los asistentes se apiñaban en las esquinas —también junto a la puerta— utilizando como asiento lo primero que pudieran agarrar. Un banco de madera, una caja vacía, e incluso una silla para los más afortunados. No es que la taberna fuese pequeña, si no más bien, porque la ocasión ameritaba que no quedase lugar donde sentar las posaderas aquella noche. Hogo, El Gordo, había contemplado con una sonrisa de suma satisfacción cómo su local se iba llenando en el plazo de apenas una hora. Primero las mesas, circulares y robustas, que plagaban la parte principal de aquella amplia estancia. Luego otros comensales, menos rápidos, habían colocado algunas mesas más junto a la pared del fondo. Y, finalmente, una multitud que había terminado encajándose donde buenamente pudieron.

Hogo se relamía, con los ojos en blanco, pensando en las ganancias de aquella noche. Los fogones estaban a tope, la cocina parecía a punto de reventar y había tenido que matar a la mayoría de sus cochinos para dar a basto aquella noche. Pero daba igual. Sabía que de esta se hacía rico.

En realidad, la culpa de todo la tenía un modesto cartel que había colgado sobre la puerta de su taberna el día anterior, y que rezaba: "Mañana noche, gran audición del Maestro Rokuro Hei". El propio Hogo le había dado a aquel viejo músico el título de maestro por decisión propia —debía serlo al fin y al cabo, si es que era tan bueno, ¿no?— y, además, lo había escrito con M mayúscula para impresionar más a los notsubeños.

Lo que El Gordo no sabía es que aquel estético añadido no hubiera hecho diferencia en la reacción del público. Rokuro Hei ya era toda una celebridad en el País de la Tierra, y no pocas veces se comentaba que varios Daimyo de otros países le habían ofrecido su mecenazgo. Igual de famoso era su Samishen de madera azabache, que decían podía arrancar unas notas que ningún otro instrumento tenía a su alcance.

Sea como fuere, uno de aquellos últimos en llegar fue un joven de pelo y ojos negros. Aparentaba unos veinte años, figura delgada pero atlética y pelo largo recogido en una cola de caballo. Vestía con sencillez, con una camisa blanca, chaqueta marrón encima y pantalones largos de corte elegante. También botas, para protegerse los pies del frío otoñal propio de aquellas tierras. A trompicones consiguió colocarse en el lateral derecho del local, junto a varios hombres que habían apilado allí varias cajas de madera que les servían de asiento.

Eh, amigo, ¿a qué hora empieza la actuación? —preguntó a uno de los parroquianos que estaban sentados junto a él.

El aludido se giró, examinándolo de arriba a abajo con gesto molesto. Sin duda estaba incómodo, y debía llevar un buen rato esperando.

Que me aspen si lo sé. Este condenado ya lleva quince minutos de retraso, ¡por los mil escalones de Sora! Otros quince más, y se me rompe la espalda.

Akame asintió, agradecido, mientras sus ojos color obsidiana buscaban en vano al artista, recorriendo de un lado a otro el precario escenario que había montado al fondo de la sala; apenas una tarima de madera con varias sillas.


Pues allá vamos. Los turnos, si os parece, podrían ser:

1. Akame
2. Ayame
3. Katomi
4. Yota

Recordad la norma de las 72 horas, plis, por que si no, nos vamos a llevar chorrocientos meses para terminar esto XD
Diálogo - «Pensamiento» - Narración

Mangekyō utilizado por última vez: Flama, Verano de 220

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#2
—¿Lo has oído? ¡Esta noche actúa Rokuro Hei!

—¡¿Quéééé?! ¡¿Lo dices en serio?! ¡¿Rokuro Hei-sama?!

En cuestión de segundos, los murmullos se habían convertido en auténticos alaridos. Y aunque no acostumbraba a espiar conversaciones ajenas, al final Ayame sucumbió a la tentación de levantar la mirada de su plato de mochi. Eran dos chicas las que estaban cacareando entre sí y una de ellas, la más joven de las dos, parecía a punto de sufrir un colapso emocional.

—¡Ay! ¡¡Creo que voy a morirme!! ¡¡¡EL GRAN ROKURO HEI EN PERSONA!!!

Ayame no pudo evitar torcer el gesto ante aquel último chillido. El volumen de aquellas dos fanáticas estaba comenzando a amenazar la integridad de sus tímpanos pero, aunque en cualquier otra ocasión se habría limitado a ignorarlas y a seguir comiendo, aquella vez le pudo la curiosidad. Tomó el plato de plástico con su mano diestra y se acercó con cierta timidez al ojo del huracán.

—¿Crees que si me pongo ese vestido se fijará en mí?

—Disculpad... —intervino, y las dos jóvenes se volvieron hacia ella con cara de pocos amigos. Sus ojos la atravesaban como si hubiera interrumpido la conversación más importante de la historia. Durante un instante titubeó, intimidada, pero no se echó atrás—. Lo siento, no he podido evitar escucharos... ¿quién es Rokuro Hei?

Ellas se llevaron una mano a la boca con una exclamación ahogada. Por su rostro horrorizado, era como si les estuviera preguntando algo tan simple como de qué color era el cielo. Y no pudo evitar sentirse avergonzada al sentir que acababa de preguntar algo que debería conocer.

—Oh, bueno, es una extranjera. Cómo iba a conocerlo —replicó la mayor, encogiéndose de hombros y señalando la bandana que cubría la frente de Ayame—. Se ve que la grandeza de Rokuro Hei-sama es exclusiva de Notsuba. Pero aún así es increíble que su fama no se haya extendido por todo Onindo... Rokuro Hei-sama es el mayor músico de todo el País de...

—¡¿De todo el país?! —interrumpió la otra, visiblemente escandalizada—. ¿Pero qué estás diciendo? ¡DE TODO EL MUNDO! —suspiró, y se llevó una mano a las mejillas arreboladas—. Ay... qué daría yo porque me acariciara como acaricia a su shamisen...

Ayame tuvo que sacudir la cabeza para apartar de su mente aquellas últimas palabras.

—¿Tan bueno es? ¿De verdad?

—Te diría que deberías ir a escucharlo con tus propios oídos, pero, oh... —se rio, mordaz y venenosa—. Cariño, no tienes ninguna oportunidad. Una simple cría como tú no puede entrar en la "Posada de Hogo el Gordo" una vez se pone el sol. Una lástima...

Se encogió de hombros. Y, como el par de gallinas que eran, se alejaron del lugar cacareando y carcajeándose, dejando a una Ayame con las entrañas ardiéndole de pura rabia.

—Ya veremos quién es la cría...

...

No había pasado demasiado tiempo desde que el sol se había puesto en el horizonte y el cielo había envuelto a la clásica ciudad de Notsuba en su manto nocturno salpicado por las estrellas, pero no tardó en comprobar que aquella circunstancia no parecía importar en absoluto. El salón principal de la "Posada de Hogo el Gordo" estaba prácticamente a reventar. Apenas cabía un alfiler más, y los lugareños hacían lo que buenamente podían para asegurarse un hueco junto a las paredes y las ventanas. Los más afortunados, y los que habían sido los más rápidos, habían conseguido hacerse con las mesas redondas. Para los demás sólo habían quedado cajas vacías, bancos de madera, o incluso alguna que otra silla.

«No me va a quedar más remedio que quedarme de pie...» Suspiró, revolviéndose los cabellos albos como la nieve con su mano diestra. De todas maneras no tenía pensado pasarse allí toda la noche, tan sólo el tiempo justo y necesario para escuchar algo de la música de ese tal Rokurei Hogo y juzgar si su fama era de verdad tan merecida.

Recorrió con sus escarchados ojos la estancia, buscando un hueco lo suficientemente amplio como para poder pasar desapercibido y disminuir las posibilidades de que un desafortunado empujón diera al traste con sus planes.

—Disculpa —pronunció entre dientes cuando, en su afán por moverse en aquel revuelto lugar casi topó con un chico de cabellos negros y ojos más oscuros aún que vestía con una simple chaqueta marrón sobre una camisa blanca y pantalones largos.

Unos chillidos familiares le sobresaltaron momentáneamente. Allí, prácticamente a los pies del espacio reservado para Rokuro Hei, estaban las dos chicas con las que se había cruzado aquella misma mañana. Y estaban aún más histéricas que entonces. Apartó la mirada en un gesto reflejo, aunque enseguida cayó en la cuenta de que era imposible de que la reconocieran con su nuevo aspecto.

«Si Kōri se entera de esto me matará...» Pensó por enésima vez desde que había efectuado su transformación.

Y es que Ayame había dejado de ser Ayame. Ahora era un hombre de unos veinte años de edad, de cabellos níveos enmarcando un rostro de tez aún más pálida si aquello era posible. Sólo sus ojos azules y el tatuaje de tinta con forma de lágrima que discurría bajo su párpado izquierdo daban algo de color a su figura. Y sin embargo prefería hacerse pasar por un simple civil, por lo que no había rastro de la placa de metal que le identificaba como shinobi de Amegakure. La bufanda, de un color azul cielo, ondeaba desnuda tras su espalda como un estandarte sobre el resto de su indumentaria. Blanca. Siempre blanca.
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—Habitación de Ayame: Link

No respondo dudas por MP.
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#3
La peliblanca ya había hecho bastante negocio por el país de la tormenta; tras su última adquisición como "aliada" por parte de Shinogi-To, o mejor dicho parte de la mafia que se extendía por esa ciudad, todo había sido coser y cantar. Pero su padrastro aún le ganaba por mucho, sus mercancías eran mucho mejores, y por muy caras que fuesen, tenía una inmensidad de contactos para difundirla y venderla. La única opción era expandir mas el negocio, por muy costoso que eso pudiese llegar a ser. Las opciones más cómodas le indicaban que siguiese expandiéndose por tierras conocidas —Pero eso sería lo más cómodo, no lo más eficaz.— Debía buscar nuevas tierras, y con ello nuevos clientes. Sabía que llegando a nuevos y lejanos lugares, sus probabilidades de éxito y expansión acrecentaban decenas de veces que haciéndolo en tierras cercanas.

Tomó el primer tren que vio, y se dejó llevar. Hizo como un pez naranja que no quiere vivir mas, dejándose llevar por la corriente. Lejos de la comparación, la chica lo hacía porque no tenía claro a dónde debía ir. Pensar en un lugar concreto podía ser la mejor opción, pero le quitaría la gracia al asunto. Además, casi cualquier sitio que pudiese elegir ya tendría comerciantes de su padrastro... Proseguir con la andanza no era mas que un simple juego de azar. Al menos así se llevaría la sorpresa.

En el mismo tren la gente parecía eufórica. Hablaban sin parar sobre un músico que era capaz de cautivar con sus notas a los mismísimos dioses, un genio de la música capaz de componer e interpretar canciones fuera del alcance de cualquier mortal. La verdad, a los civiles que hablaban sobre esa persona se les llenaba la boca con su mero nombre, se deleitaban con el solo pensar de verlo tocar en persona. Según pudo entender, en la próxima parada había un famoso local donde tocaría, lugar donde cientos de personas se reunirían con un propósito bastante saludable; escuchar música en directo. Peeeeero ésto no era si no la mejor de las ocasiones para localizar clientes potenciales. ¿Qué mejor lugar que una actuación de música para fumar, drogarse, y beber? Era la oportunidad perfecta.

Para cuando llegaron a la estación, el señor encargado de los billetes del susodicho tren bramó el nombre de la estación. —HEMOS LLEGADO A NOTSUBA!!

Poca gente quedaría sin escuchar el brutal alarido, ese señor no tenía cuerdas vocales, en su lugar había nacido con un maldito altavoz en la garganta. ¿Sería por eso que lo habían contratado? De seguro no podían quejarse los clientes por falta de información al llegar a la estación.

Sin preámbulos, la chica partió dirección a la taberna de Hogo el Gordo, o como buenamente se llamase. Eso era el menor de los detalles, la cuestión mas importante era que cuando llegó a la puerta, le prohibieron el paso. Por más que insistió la kunoichi, las normas eran inquebrantables. —Nada de menores tras medianoche.— La verdad, no suponía demasiado problema. Era una kunoichi, y sabía disimular su apariencia menor de edad con total facilidad. No tuvo mas que andar hasta un par de calles mas allá, y tomar una apariencia un tanto mayor.

La verdad, la chica ni se molestó en cambiar vestimenta, quedó tal y como salvo un par de detalles; había eliminado de su apariencia la bandana metálica y su cabellera era roja como el mismo fuego, además de una edad comprendida entre los 20 y 23. Nada mas y nada menos, ya todo estaba más que dicho. Retrocedió el par de calles, y entró en el antro sin palabra alguna de retención.

Poco tardaría en lamentar el error de haberlo hecho. Allí no cabía ni una aguja, mucho menos una persona. No era incómodo, la palabra se quedaba corta... no podía ni llegar hasta la barra, mucho menos tomar aire. En un momento dado, casi pensó en abortar la misión, pero su determinación podía con todo mal. No se iría hasta conseguir algo. Mientras tanto, casi permanecía en el umbral de la misma puerta de la entrada.
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#4
No preguntéis. No preguntéis qué narices se me había perdido en Notsuba, pero ahí estaba en una de mis travesías por los mundo de Onindo. Allí estaba y parecía que se iba a armar la marimorena en aquella aldea. Estaba llena estaba la bandera, en las calles la gente iba a empujones y a decir verdad, no tenía ni idea de por qué no había optado pro irme de toda aquella marabunta y seguir mi camino hasta sabe Dios donde. Ataviado con mi capa de viaje estaba frente a un local que por el cartel parecía que pertenecía a un tal Hogo, pero lo que me llamó la atención fue el cartel publicitario. Supuestamente un tal Rokuro Hei iba a ofrecer un gran espectáculo, no faltaban los adjetivos, parecía que estábamos frente a un hombre con un gran don. Así que habría que aprovechar el momento.

— ¡Eh, oiga! ¿Quién es y por qué es tan famoso ese tal Rokuro Hei?

— ¿En serio? ¿No le conoces? Bueno, tampoco me extraña, tan solo eres un crío. Aunque te lo dijera tampoco podrías ir a verle. No está permitida la entrada a menores

— Ya veremos si podré verlo o no susurré por lo bajo.

Colarme en aquel lugar sería pan comido si realmente me lo proponía y acababa de hacerlo. Pero antes había que hacer los preparativos.

···

Ya era negra noche aunque los faros de las calles desbordasen luminosidad. Salí del hotel en el que había cogido una habitación. Era un cuchitril pero la cama parecía cómoda. En realidad no necesitaba nada más. Me metí en un callejón para que nadie me viese y cuando estuve completamente seguro de mi propósito realice aquella técnica a la que aún no le había sacado buen uso transformándome en un hombre de unos 20 años, manteniendo mi calor carmesí en ojos y pelo, aunque esta vez sin coleta y ropa sencilla, tales como una camiseta negra y unos pantalones negros azules.

*Ahora veremos si me dejas o no entrar, gilipollas*

En efecto, el hombre que por la tarde me dio la negativa no opuso resistencia a mi entrada al local de Hogo. Dentro me encontré con el gentío, expectante por ver al tal Hei. La gente ya empezaba a aclamarle, algunos con una jarra de cerveza en la mano, otros picando alguna cosa que otra. Yo me encontraba en unas de las barras.


— Pongame una ración de dangos, pro favor

Picar algo antes de que empezase todo me pareció el mejor de los pasatiempos. El hombre tras la barra no se demoró en servirme lo que le había pedido y cuando me los sirvió le tendí unas monedas para acabar llevándome a la boca la primera de aquellas bolitas tan jodidamente exquisitas.
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#5
Akame notó cómo alguien le empujaba desde atrás y, sorprendido, volteó la cabeza a medias —todo lo que le permitió la incómoda posición en la que había conseguido colocarse—. Un tipo que aparentaba su edad, o más bien, la edad que fingía tener gracias al Henge no Jutsu, había decidido apretarse justo allí. Apenas cabía un alfiler, y así pensaba el Uchiha comentárselo al recién llegado, cuando unos gritos sumamente agudos le hicieron volver la vista hacia el escenario. Dos jovencitas, vestidas con sus mejores galas, esperaban impacientes la aparición de Rokuro Hei. «Para ser tan famoso, este músico es sumamente poco profesional...» Como si de repente advirtieran el tiempo que llevaban esperando, algunos de los asistentes empezaron a protestar en voz alta, e incluso un par de hombres en el otro extremo del local golpearon la mesa con sus jarras de cristal.

No es nada —contestó el Uchiha, volviéndose de nuevo hacia el recién llegado—. Si pudiera, te ofrecería más espacio, o un lugar más cómodo. Pero parece que este artista es muy querido por los lugareños... Aquí debe estar la mitad de toda Notsuba, por lo menos. —agregó, con una risa afable.

Lo cierto era que, pese a la cantidad de gente que se congregaba allí, el chico destacaba como una rosa en un campo de nabos. Era palidísimo, blanco como un pergamino hasta casi deslumbrar a la vista, y vestía con ropas de la misma tonalidad. Sus ojos eran fríos, claros, pero había en ellos una extraña vivacidad. «Tal vez sea un sacerdote de los Bosques Nevados... ¿Habrá viajado hasta aquí sólo para escuchar a Rokuro Hei? De ser así, este músico debe ser conocido en todo Oonindo...»

Mientras tanto, el ocupadísimo camarero encontró tiempo para traerle su plato a Yota, entre comanda y comanda, y Katomi se acomodó en el umbral de la sala.

Cinco minutos después el escenario seguía vacío, y las protestas habían crecido en intensidad y número. Hogo, el Gordo, observaba a la multitud desde un pequeño ventanal en su cocina, frotándose las manos con nerviosismo. Sólo de pensar en que a los lugareños les diera por mostrar su descontento de una forma más directa se le aflojaban las tripas.

Sin embargo, cuando parecía que el local estaba al borde del caos, con un tumulto destructor a punto de estallar, una figura salió de detrás del cortinaje que cubría la pared del fondo, donde estaba el escenario. Un hombre menudo, regordete y canoso provocó en el público un silencio absoluto, seguido de un aplauso ensordecedor. Era Rokuro Hei, el músico, y en sus manos llevaba su característico shamisen negro. Pese a las canas de su barba, medianamente recortada, y su calva incipiente, no debía tener más de cincuenta años. Tras él salieron dos hombres más, de apariencia mucho más joven, todos ataivados con sus mejores prendas. El grupo tomó asiento en el precario escenario y, cuando por fin cesaron los aplausos y vítores, empezó la música.

Fue una melodía sumamente bella, tranquila al principio, de notas finas y marcadas. Rokuro movía las manos con un movimiento que resultaba fluido y cómodo a la vista, y su shamisen llenaba el ambiente con aquella música tan cautivadora.

Es ciertamente increíble —musitó Akame, dirigiéndose al albino que estaba detrás suya.

Todos callaban en la estancia, y hasta Hogo el Gordo se detuvo en su laborioso afán para escuchar aquella música celestial.

Sin embargo, había quienes no estaban disfrutando del espectáculo. Katomi, situada en el umbral de la puerta, notó un fuerte empujón cuando dos hombres fornidos y con cara de pocos amigos entraron en el local. Vestían con relativa sencillez, y el primero de ellos se detuvo un momento, oteando el panorama. Sus ojos se abrieron de par en par cuando hallaron lo que buscaban, y con una simple indicación de cabeza se lo hizo saber a su compañero. Ambos avanzaron entonces, entre empujones y gruñidos, hacia donde se encontraban las mesas del centro de la sala.
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#6
—No es nada —respondió el chico con el que acababa de topar, y Ayame le respondió con una apurada sonrisa. Una sonrisa que casi de manera instantánea se congeló en sus labios.

«¡Idiota! ¡Kōri nunca sonríe!» Se reprendió. Aunque pronto se dio cuenta de que aquella precaución era estúpida en un lugar como aquel. ¿Por qué demonios se preocupaba tanto? Nadie allí conocía a su hermano mayor, por lo que no había manera alguna de que la descubrieran a partir de su comportamiento. Sin embargo... prefería mantener la máscara de la manera más fiel posible. Sólo por si las moscas.

—Si pudiera, te ofrecería más espacio, o un lugar más cómodo. Pero parece que este artista es muy querido por los lugareños... Aquí debe estar la mitad de toda Notsuba, por lo menos —agregó el desconocido, con una risa afable.

—La mitad de Notsuba... y toda la gente de fuera que se haya enterado de la noticia, por lo que parece —replicó, y en aquella ocasión puso verdadero empeño en no sonreír. Enseguida se dio cuenta de que era más difícil de lo que parecía...—. No te preocupes. Imaginaba que la posada estaría a reventar... aunque esto supera todas mis expectativas.

Estaba hablando demasiado. Kōri nunca hablaba tanto. No sonrías. No hables. No muestres ningún tipo de sentimiento. Demonios, ser su hermano mayor era verdaderamente duro.

El tiempo de espera se alargaba, y con él crecía la impaciencia de los presentes. Eran demasiadas personas en un espacio demasiado pequeño. Cualquier pequeño empujón, cualquier mirada mal dirigida, cualquier respiración mal calculada podía hacer saltar la chispa que prendería la llama de la violencia. La tensión en el ambiente era palpable, Ayame casi podría jurar que podría cortarla con el filo del kunai que escondía bajo su manga. Se removió en su sitio y se cruzó de brazos, inquieta ante las crecientes protestas de los asistentes.

Pero como el héroe de una película de acción, cuando todo parecía perdido y la disconformidad se había tensado hasta el punto de romperse como un frágil hilo, alguien surgió desde detrás del cortinaje. Y el público enmudeció.

—¡ROKURO HEI-SAMAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!

Ayame contrajo el gesto. Pese a la distancia que los separaba, el chillido de la fanática le había destrozado prácticamente los tímpanos. Pero aquel grito pareció despertar al público, que se arrancó a aplaudir. Y Ayame respondió de manera algo más tímida.

«¿Ese es Rokuro Hei?» Se preguntó, con cierta sorpresa. Pero el shamisen, negro como el ébano que llevaba entre sus manos, no dejaba lugar a dudas. Tal y como las dos chicas habían hablado de él, Ayame había esperado encontrarse con el típico chico joven, guaperas, que roba el corazón de las jovencitas a su paso. Sin embargo, el hombre que se encontraba sobre el escenario parecía totalmente lo opuesto a aquello. Debía rondar la edad de su padre, pero era bastante más bajito y ancho de cuerpo que él. Su calva incipiente amenazaba con acabar con su cabello surcado de canas, pero al mismo tiempo lucía una barba medianamente recortada.

Detrás de él surgieron dos hombres más, bastante más jóvenes que Rokuro Hei y vestidos con ropajes incluso más cuidados.

El grupo tomó asiento en el escenario y enseguida comenzó el espectáculo. Desde el centro, Rokuro Hei arrancó las notas de su shamisen con dedos increíblemente delicados y movimientos fluidos, y la melodía flotó en el ambiente como una bandada de pajarillos. Y Ayame, con la piel de gallina y el corazón encogido, se sorprendió obligándose a sí misma a darle la razón a las dos chicas, por muy fanáticas que pudieran ser. La canción era increíblemente hermosa y tranquila. Como el discurrir de un riachuelo entre las rocas en la montaña.

—Es ciertamente increíble —oyó a su compañero, y Ayame se sobresaltó momentáneamente, como si la hubiese arrancado de un extraño sueño.

—S... sí... —asintió y entonces, por el rabillo del ojo, vio un movimiento que le hizo apartar la atención del estadio.

Dos hombres fornidos se abrían paso entre empujones y protestas de un público que trataba de disfrutar del espectáculo. Parecían dirigirse hacia el centro del salón, donde se encontraban las mesas redondas. Ayame no les prestó mayor atención, seguramente se trataba de los típicos abusones que ahora intentarían hacerse con los mejores sitios por la fuerza bruta para escuchar a Rokuro Hei.
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#7
Entre continuos porrazos y sonidos mas altos de lo aconsejable por cualquier otorrinolaringologo medianamente decente, la chica sobrevivía al comienzo de un infierno en vida. El antro carecía de aforo para tanto modesto señor, por no ser tosca en palabras, y a cada segundo que pasaba sin el señor músico sobre el escenario la gente se iba asalvajando un poco mas. No es que a esas horas ya fuesen poco salvajes, pero afloraban cual girasol al amanecer. La verdad, si el músico no llegaba, o alguien entraba en escena para amansar a las bestias, todo se iría al traste en cuestión de minutos. Entre tanto, la Sarutobi tan solo observaba cómo dar lugar a un fructífero negocio.

Cuando todo parecía al borde del colapso, el escenario comenzó a tener vida. Tres hombres se elevaron sobre el escenario ante el resto del local, tan calmados como impuntuales. La gente comenzó a vitorear y aplaudir el espectáculo, dando una calurosa bienvenida a los músicos, tras ello los intérpretes tomaron asiento en el escenario. Comenzaron a tocar una sinfonía, linda y tranquila, que cautivaba a la mas fiera de las bestias presentes en el local. El silencio fue rey absoluto por un momento, nadie se atrevía a interrumpir el flujo continuo de notas musicales que desprendía aquél instrumento color azabache.

Sin embargo, no todos parecían dispuestos a quedar embobados como serpientes ante un flautista, no señor. Dos hombres de dimensiones 4 x 4 entraron desde lo mas lejano, dando un fuerte empujón a la Sarutobi dado que estaba en su camino. También es normal, ¿A quién en su sano juicio se le ocurre quedar bloqueando el paso en la puerta? Quizás lo tenía merecido. Sin embargo, no dudó en quejarse.

Imbéciles!— Bramó la chica mientras alzaba el puño derecho, con un gesto descortés en su mano.

Obviamente, no estaba dispuesta a dejarse pisotear por nadie, era la princesa dragón. Pero éstos parecían tener un objetivo bastante claro, acercarse a base de empujones hasta el músico. No fue ella la única en quejarse, alzar la voz, o insultarlos; un sinfín de afectados reaccionó de la misma manera que la genin, después de todo no eran suaves caricias lo que repartían.

Pero bueno, lo que quedaba claro era una sola cosa. Ese instrumento diabólico de tono azabache era capaz de sofocar cualquier trifulca, había calmado a un centenar de personas. Su melodía era tan dulce, refinada y hermosa, que hasta a la Sarutobi se le pasó de la cabeza el hacer arder la mitad del habitáculo en pos de hacer escarmentar a los dos gorilas. En fin, tarde o temprano toparían con alguien que les hiciese escarmentar. Entre tanto, evitó un futuro desenlace similar, moviéndose un poco hacia el lado; la chica quedó en el lateral del umbral de la puerta.
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#8
Todo transcurría con el típico nerviosismo de cuando deseas algo con todas tus fuerzas. La gente estaba empezando a cabrearse y, o el tal Rokuro Hei complacía a sus fieles pronto o se armaría una buena. Desde mi tribuna en forma de taburete lo veía todo perfectamente desde una distancia prudencial, además, ya tenía mis dangos. Todo iba a pedir de boca para mí. Hablando de boca, no tardé en meter la primera bolita en la susodicha para empezar a saborear aquel pequeño manjar.

Al cabo de unos pocos minutos apareció encima del escenario, tras aquellas cortinas un hombre tan alto como ancho, junto con su instrumento, dispuesto a complacer a todos los presentes. Y con su presencia el grito de sus fanaticas adolescentes.


— ¡Hostia puta! Socio, la juventud de hoy en día no hay quien la entienda..

No esperé una respuesta, simplemente pensé en voz alta. De hecho no estaba hablando con nadie, simplemente salió de mi interior. El músico empezó su show y de alguna manera logró transmitirme cierta paz. Aquella melodía había valido la pena, aquello me hizo entender de su fama y reputación.

Poco después pude escuchar un insulto. Provenía de la entrada, la cual tenía cerca de mi posición y pude ver como su emisora era una muchacha de cabellos rojizos como el el fuego más puro, como el mío, vamos. Su cabreo provino de los empujones de unos hombres que avanzaban hasta el centro del local. Me los quedé mirando con cierta rabia. No había ninguna necesidad de ir empujando a la gente, si llegaban tarde no era el problema de los demás. Pero de nuevo, la melodía de Hei me calmó, devolviendome la sonrisa y mi mano agarro otro de los dangos, dispuesto a montar una fiesta en mi paladar.

Miré a la chica de los quejidos y le hice un ademán para que se acercase, indicándole el taburete que aún estaba libre a mi lado.
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#9
Conmocionados como estaban por la belleza de aquella música, la mayoría de los asistentes ni siquiera advirtieron a los dos mastuerzos que se abrían paso de forma absolutamente descortés. A excepción de los que sufrían sus empujones o maldiciones, claro, pero incluso éstos se mordían la lengua al darse cuenta de quiénes eran. O, más bien, de para quién trabajaban. Sólo Katomi, kunoichi y extranjera —excelente combinación para este bingo—, les gritó un insulto que resonó en toda la sala. Pero, aun así, ni el público desvió su atención del maestro Hei, ni la problemática pareja abandonó su decidida marcha.

Y es que, salvo ellos dos, nadie más allí esperaba lo que iba a ocurrir.

De repente, un grito ahogado se elevó sobre la bella música que tocaban Rokuro Hei y sus acompañantes. Uno de los dos hombres había sujetado por los brazos a uno de los asistentes, que estaba sentado junto a una mesa en el centro de la sala. Mientras, su compañero había sacado un afilado tantō de su cinturón y, ni corto ni perezoso, agarró con la mano libre al pobre desgraciado y tiró de su cabellera hacia atrás. Casi al instante el afilado acero rajó su garganta de parte a parte, y la sangre empezó a manar a borbotones, empapando la mesa en cuestión de segundos, y a los demás comensales que alrededor de ella se sentaban.

Lo curioso fue que, aunque los testigos más cercanos de la acción tuvieron por fuerza que percatarse, los asistentes más alejados tardaron unos instantes en darse cuenta de lo que había pasado. Aquella suave melodía que seguía impregnando el ambiente era como un somnífero para sus cabezas, embotadas y confusas. El cuerpo sin vida del hombre degollado seguía tirado sobre la mesa, sobre un manto rojo oscuro, mientras los conocidos del recién difunto se levantaban y pedían auxilio.

¡Ayuda! ¡Ayuda!

¡Por todos los dioses!

A medida que los gritos van aumentando en cantidad e intensidad, el público empezó a reaccionar. La mayoría de los asistentes había visto ya el cadáver desangrado del hombre, pero ni rastro de los sicarios, que no salieron por la puerta principal —Katomi los habría visto—. De repente se escuchó un quejido lastimero... que provenía del cadáver. El muerto estaba incorporado en su silla, con el gaznate abierto de par en par y los ojos vueltos.

K... Ke... —sus labios, empapados de su propia sangre, apenas se movían para articular las sílabas que se escapan con un tono gutural—. Ken... Kenji...

Entonces estalló el pánico. La gente en las mesas más próximas se levantó, horrorizada al ver a un muerto hablando, y corrió hacia la salida. En el proceso tiran sillas, mesas y a otros comensales, y el alto aforo del local hace que se forme una pelota de gente aterrada cerca de la puerta. Los músicos dejan de tocar, horrorizados como los que más. En mitad del caos, los más afortunados consiguieron salir de la taberna, mientras el cadáver se puso en pie y, tambaleándose, empezó a caminar hacia la salida.

Kenji...

Akame se dio cuenta de lo que ocurría cuando el muerto se incorporó en su silla. Con los ojos como platos, el Uchiha saltó por encima de la mesa más cercana, dio un par de empujones y trató de llegar hasta donde estaba el asesinado. Si es que realmente estaba muerto, claro. «Sus heridas parecen mortales, pero sigue con vida. No sé si puedo hacer algo por él...» Raudo como un halcón, llegó hasta la víctima justo cuando se ponía en pie, gimiendo aquella palabra. «¿Kenji? ¿Qué demonios significa eso? ¿Quién es Kenji? ¿Qué... le pasa a este tipo?» Al estar más cerca, pudo apreciar de verdad la gravedad del corte en la garganta del agredido...

No es posible... Debería estar muerto.
Diálogo - «Pensamiento» - Narración

Mangekyō utilizado por última vez: Flama, Verano de 220

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#10
—¡Imbéciles! —chilló una voz femenina entre el público, seguramente después de haber sido arrollada por los dos mastodontes que habían entrado recientemente en la Posada de Hogo el Gordo. Sin embargo, Ayame no le prestó demasiada atención, concentrada como estaba en el espectáculo de Rokuro Hei con su samishen negro y sus dos jóvenes acompañantes.

Sin embargo, el hechizo se rompió como un cristal hecho añicos cuando un grito se sobrepuso a la hermosa música. Ayame sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, entre irritada por la nueva interrupción y con la cabeza aún embotada. Sin embargo, el gesto pronto se congeló en sus rasgos cuando volvió su mirada hacia el origen del estruendo.

Un hombre yacía inerte como un muñeco de trapo sobre una de las mesas centrales del salón. Sobre un manto líquido oscuro que borbotaba directamente de un cuello al que le habían dibujado una sonrisa de sangre.

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

—¡Por todos los dioses!

El miedo se extendió como una epidemia. Y a los gritos se sumaron los de más y más personas que acababan de despertar del trance en el que les había sumido la música de Rokuro Hei. Los dos mastodontes habían desaparecido de la sala, como si jamás hubiesen estado allí. Y, por si la escena no fuera lo suficientemente macabra, el cadáver, o lo que debería haber sido un cadáver a aquellas alturas; profirió un lastimero gemido. El muerto se había reincorporado en su silla, con aquella macabra sonrisa dibujada en su cuello y los ojos totalmente en blanco.

El corazón de Ayame se olvidó de latir por un instante.

—K... Ke... —sus labios, bañados en su propia sangre, apenas se movían para pronunciar aquellas sílabas que escapaban con un gutural gañido—. Ken... Kenji...

El pánico cundió con aquella última chispa. La gente comenzó a correr despavorida, y en su afán por escapar de allí arrollaron sillas, mesas y a otras personas sin tan siquiera ser conscientes de ello. Como una manada de ovejas aterrorizadas por la presencia del lobo, todos se agolparon en la salida entre gritos, lloriqueos, empujones e incluso más de un golpe. Alguien empujó violentamente a Ayame en su escapada, arrojándola contra el suelo. La música de había detenido de golpe. Y Ayame era incapaz de moverse o de apartar sus aterrorizados ojos del muerto vivo que ahora se dirigía con pasos tambaleantes hacia la puerta donde se habían aglomerado todos. Su corazón redoblando en sus sienes como un furioso tambor. Ni siquiera se había dado cuenta de que la transformación se había deshecho por el terror del momento.

—Kenji...

«¿Qué significa esto?» Se preguntaba entre violentos temblores.

El chico que había estado junto a ella hasta aquel momento saltó por encima de la mesa más cercana, y Ayame quiso gritar por su precaución cuando le vio acercarse al zombie. Pero la voz no le salió de la garganta, que estaba tan atascada como lo estaba la salida de aquel maldito lugar. Al final, el chico consiguió llegar hasta él.

—No es posible... Debería estar muerto —murmuró.

Y Ayame, desde el suelo con su verdadero aspecto, fue incapaz de hacer nada. Absolutamente nada- Temblaba como una hoja en otoño y sus ojos desorbitados seguían fijos en el muerto viviente. Incapaz de creer. No queriendo creer.

De lo que estaba segura era de que aquella escena se repetiría una y otra vez en sus más terribles pesadillas.
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No respondo dudas por MP.
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#11
La chica tomó un poco de aire, y trató de relajarse a base de pasar del par de gorilas ciegos que andaban arroyando a toda persona que encontraban a su camino. Dejó que sus oídos se bañasen en la hermosa y dulce melodía que Rokuro Hei rasgueaba con ese shamisen azabache; curiosamente el sonido conseguía relajar a cualquier persona, ejemplo claro de éste hecho había sido la mansa ejecutada sobre el eufórico público que segundos antes reclamaban la salida del artista. Por un momento, dejó de lado la silueta del par de rinocerontes, y de camino al escenario pudo observar que un chico de cabellera roja como el fuego le hacía un gesto.

«¿Acaso es a mi?» Pensó la chica, a la par que giraba sobre sí misma, buscando quizás alguna persona tras su posición. Pero no, allí entre ella y la pared no había nadie. Extrañada, volvió el rostro hacia el chico, pero antes de poder soltar una palabra mas o pensamiento, toda la calma que reinaba bajo el recital del músico se deshizo. La magia sinfónica se vio ahogada por un par de gritos de desesperación.

¿Qué coño...?— Masculló la chica volviendo la vista hacia el escenario.

En un principio, todo quedó en silencio, ni tan siquiera podía seguirse la música de entre tanta mirada y fobia. La mayor parte del público dejó de lado el escenario, y se centraba en una mesa a poca distancia del mismo, pero que ahora mismo tenía un show mucho mas llamativo. Los gritos de auxilio se hicieron no mas llevaderos, pedían por los dioses que se les ayudase, pero allí no habían mas que espectadores. Sin embargo, la función no hacía mas que empezar.

Con las primeras palabras del nuevo showman, el público enloqueció, literalmente. Todo el mundo cercano comenzó a gritar de manera alocada, y valga la redundancia, salieron corriendo como tales. Sillas, mesas, jarras, taburetes, niños... todo salía disparado de un lado para otro, nada quedaba a salvo de la marabunta de chiflados que comenzaban a embestirlo todo con tal de salir primero. Tanto fue así, que ni la misma Sarutobi se hizo de regar para recibir un buen empujón. De nuevo, era víctima de la situación, pero en ésta ocasión era algo distinto. Instintivamente, saltó hacia la pared que tenía a su espalda, en la cual bajo ella a un lateral se situaba la puerta. —Allá donde iban todos corriendo— Pegada a la misma pared, se mantuvo expectante, inconsciente de que hasta había perdido el henge en el golpe.

Sus ojos rojos como un mar de llamas, se hincaron en un hombre que andaba recubierto de sangre. El mismo era rey de miles de miradas asustadas, y dueño de un reino que no tardaría en estar desierto. Todos huían de él, era el epicentro de todo y a la vez de nada. Alfa y omega.

Para cuando quiso dar cuenta, su voz no era para nada comparable a las notas del instrumento color noche de invierno, para nada era hermosa. Intentaba con todo su alma expresar algo, mas en un principio era casi indescifrable. Acto seguido, un chico se abrió paso a base de empujones y saltos hasta llegar a su proximidad, y tachó la situación de imposible. El joven argumentaba que el tipo que tenía al otro lado debería estar muerto. La Sarutobi clavó con mas ahínco sus orbes en el tipo de cantos guturales, y ciertamente no lo vio del todo normal. Su cuello dibujaba una sonrisa, estaba bañado en sangre, sus ojos estaban totalmente vueltos... y se movía como un zombie de película, solo que en vez de gritar "cereeeeebros" solicitaba... «¿KENJI?»

Esperando sobre la puerta, como si hubiese tenido la misma reacción que un gato, la genin permaneció quieta. Observadora y quieta, en esa posición privilegiada que le permitía ver todo.
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#12
Como todo apuntaba, los dos gorilas procedieron con su cometido, no se frenaron siquiera por el insulto de aquella chica pelirroja; gorilas que por cierto, pronto se convertirían en matones, pero eso era algo que en primer lugar no me llegué a imaginar en dicho caso no creo que hubiese podido evitarlo. En cualquier caso, siguieron con su objetivo meintras yo llamaba la atención de la pelirroja hasta que...

Aquel grito, aunque distinto en cada una de sus versiones, todos y cada uno de ellos venían a decir lo mismo: Terror, horror, en definitiva malas noticias. Incluso la música de Hei se detuvo tras el bullicio de la zona central del local. Instintivamente me giré en dirección al sonido de las alarmas humanas. No localicé los matones, sino un tumulto de gente que observaba aterrorizada hacia un punto fijo, poco después echaron a correr despavoridos. No querían saber nada más ni de la música de Hei ni de lo que fuera que sucediese. La pelirroja se adelantó y se adentró a contracorriente.

Yo hice lo propio nada más verla, evadiendo aquella estampida de gente que tenía un solo objetivo, encontrar las alida y tomarla lo más rápido posible.

Cuando llegué no daba crédito a lo que vi. No era forense, ni mucho menos entendía de medicina pero saltaba a la vista que el boquete del gaznate tuvo que haber matado al hombre que trataba de decir algo.


— ¿Quin conio e Kenyi? — traté de decir con el dango entre mis incisivos. Vi que no se había entendido una mierda y lo engulli — Kenji, ¿Quién coño es el Kenji ese?

Esta vez si logré hacerme entender, asustado por lo que veían mis ojos. Incluso di un paso en falso a tenor de lo que sucedía de forma totalmente inconsciente. Ambas manos empezaron a temblar producto de la confusión y el nerviosismo. Quizás también a lo desconocido y por qué... Aquello tenía pinta de ser un ¿Muerto viviente?

*Y yo que pensaba que esto solo estaba en las historias de miedo de Setsuna-sensei..*
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Narro ~ Hablo ~ Pienso ~ Kumopansa
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#13
En mitad del tumulto, Rokuro Hei y sus acompañantes abandonaron el escenario por la misma cortinilla por la que habían hecho acto de presencia un rato antes. El pobre degollado, todavía chorreando sangre oscura y espesa, caminó unos cuantos pasos más hacia la salida y, emitiendo un último quejido lastimero, cayó al suelo de espaldas frente a las miradas de los que se habían acercado. Una vez allí, tirado en el suelo como un saco de patatas, el cadáver quedó tan inerte como cabía esperarse de él.

Por todos los dioses... —masculló Uchiha Akame, entre temeroso e intrigado.

«¿Acabo de ver a un muerto caminando? Incluso parecía que estaba tratando de decir algo. Qué extrañ...»

Un fuerte empujón le sacó de sus cavilaciones. Puede que él hubiera decidido pararse allí, junto al muerto —ahora definitivamente—, pero la mayoría de los asistentes a la velada no tenía la misma idea. El Uchiha se incorporó, maldiciendo por lo bajo, mientras un grupo de rezagados se apiñaba junto a los demás, tratando de salir. De repente, un grito se alzó sobre el caos nocturno.

¡Guardias! ¡Guardias, por aquí!

Akame flexionó instintivamente las piernas, alerta. «Guardias, ¡debí haberlo previsto! Hay que poner pies en polvorosa, si no quiero enfrentarme a ciertas preguntas para las cuales no tengo respuesta». Y ni corto ni perezoso, empezó a escudriñar la estancia en busca de una salida que le ofreciera mejores posibilidades que la puerta, abarrotada de gente en pánico. «Las ventanas tienen barrotes...» Vio a un hombre, más o menos de su edad, cuyo pelo y ojos eran de un color rojo intenso muy extraño. Examinaba el cadáver con gesto aterrado, y las manos le temblaban visiblemente.

Kenji, ¿quién coño es el Kenji ese?

¿De qué estás hablando? —le interpeló el Uchiha. «¿Es eso lo que ha dicho el fiambre? ¿"Kenji"?»—. ¡Compañero, sea lo que sea, te aconsejo que salgas de aquí antes de que esto se llene de guardias!

Dispuesto a aplicarse a sí mismo aquel consejo, Akame reparó en el detalle de la cortina que había tras el improvisado escenario. Los músicos habían desaparecido por allí, de modo que sin pensarlo dos veces echó a correr, atravesando la sala. Se movía raudo, con la vista fija en su objetivo. Nada más llegar apartó la tela de un manotazo, y después de rebasar un pequeño cuarto trasero, vio una puerta entreabierta y más allá, la oscuridad fría de la noche notsubeña.

— — —

En la entrada de la taberna de Hogo el Gordo, una cuadrilla de cinco guardias embutidos en pulidas armaduras de acero trataba de abrirse paso entre el tumulto para llegar hasta el interior. Uno de ellos, que llevaba en el yelmo un penacho de metal rojizo con la forma de un rombo alargado, empezó a vociferar órdenes con autoridad.

En pocos instantes la multitud se habría abierto lo suficiente como para que los pesados soldados pudieran pasar, y encontrarían la sala principal destrozada; mesas, sillas y platos destrozados estaban esparcidos por doquier, y en el centro de la estancia el cadáver de aquel hombre reposaba, tumbado boca arriba.

Algunos ya empezaban a interrogar a los testigos más rezagados. ¿Cuál sería su actitud para con los jóvenes shinobi? Quizá quisieran quedarse a comprobarlo.
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#14
El muerto viviente caminó varios pasos más hacia una salida con la gente cada vez más apelotonada y alterada y, con un último gruñido, echó el cuerpo hacia atrás y terminó cayendo de espaldas con todo su peso.

«¿Se ha muerto de verdad?» Se preguntaba Ayame, profundamente angustiada. Al contrario que otras dos personas más, aparte del chico de cabellos oscuros recogidos en una coleta baja, se veía incapaz de acercarse un solo centímetro al cadáver. ¿Y si se volvía a levantar? ¿Y si la atrapaba entre sus ensangrentadas manos?

No. Era incapaz de enfrentarse a la muerte. Y mucho menos a un muerto que aún vivía.

La gente seguía corriendo en la posada como pollos sin cabeza en su afán por agolparse contra la única puerta de la posada y salir de aquella pesadilla, y Ayame se vio obligada a levantarse y pegarse contra una pared para no terminar arrollada por alguien. Entonces, un grito se alzó por encima del escándalo.

—¡Guardias! ¡Guardias, por aquí!

«¡Oh, no! ¡Los guardias no!» Se lamentó, con todos los músculos en tensión. Realmente no debería sentirse tan alterada, ella no había asesinado a aquel hombre. Ni mucho menos había tenido nada que ver con su escalofriante resurrección temporal. Pero sin duda atraería todas atenciones si veían que una chiquilla había roto las normas y había entrado en la posada después del toque de queda para los menores de edad. Y estaba demasiado nerviosa como para efectuar una transformación y poder concentrarse para poder mantenerla en el tiempo. Y eso si tenía la suerte de no ser empujada de nuevo. Un hecho, a todas luces improbable.

Tenía que escapar de allí como fuera.

Sin perder un solo instante, comenzó su desesperada búsqueda de la libertad. La puerta principal estaba descartada desde el principio. Quizás podría salir detrás del telón del que habían salido Rokuro Hei y sus acompañantes, pero desconocía la estructura del edificio y temía terminar atrapada en un pasillo sin salida...

«Tiene que haber una manera... siempre la hay...» Se repetía, con el corazón latiéndole a mil por hora en las sienes. Se le acababa el tiempo. Lo sabía. Si no se daba prisa...

Sus ojos repararon entonces en la pared y algo dentro de ella se iluminó de esperanza. Con un par de zancadas llegó a la ventana más cercana y, tras forcejear algunos segundos con la manilla la abrió de par en par. El frescor de la noche alivió el calor que no se había dado cuenta hasta entonces que sentía. Sin embargo, en el momento en el que se decidía a saltar, se dio cuenta de que la ventana estaba cruzada por varios barrotes.

—No podéis contener al agua... —se dijo, entre dientes, y después de asegurarse de que nadie en el interior o el exterior pudiera sorprenderla, utilizó su habilidad para licuar su cuerpo, pasar a través de los barrotes, y terminar cayendo al otro lado de la pared como un silencioso e inerme charco de agua.

No recuperó su forma corpórea enseguida, sin embargo. Su curiosidad la forzaba a arriesgar y tirar algo más del hilo. ¿Quién sabía si los guardias podían revelar algo interesante acerca de lo que acababa de ocurrir en la Posada de Hogo el Gordo?
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#15
Bajo la bochornosa mirada de los pocos espectadores que quedaban en el recinto, el cuerpo inerte del hombre cayó al suelo. Un golpe seco, tosco, vacío. Justo lo que hacía tiempo que debía haber pasado, pues el cuerpo de cualquier persona medianamente normal no sobrevive por mucho tiempo con una herida tan fatídica en el gaznate. A su alrededor, un río de color carmesí, que en muchos puertos llegaba a la tonalidad azabache. Sin duda, sangre de las propias arterias, sangre que iba cargada de oxigeno y había terminado brotando por donde no debía pasar.

Además de haberse parado la música, los artistas huyeron rápidamente del escenario por la misma salida que los había llevado al estrellato. Sus ausentes notas musicales no hicieron mas que avivar los sonidos de terror, así como acentuar los trámites de silencio sepulcral. La Sarutobi aún era espectadora del macabro incidente, desde una posición privilegiada. Entre tanta gente, los dos matones habían sido meras sombras, entes totalmente ausentes... ¿Acaso habían salido ya? La verdad, la importancia del momento para nada se la llevaban ellos.

El cadáver aún estaba caliente, y su sangre se iba extendiendo poco a poco por los tablones de madera de la taberna.

De pronto, las voces del exterior comenzaron a llamar a los guardias. Ésto realmente no era una sorpresa, pero sí que era un inconveniente. ¿Una kunoichi de Amegakure menor de edad en una posada de Notsuba con la entrada prohibida a menores? AH, y un muerto... Sin duda, su presencia daría a destacar, más aún si la encontraban agarrada a la pared como se hallaba en esos momentos.

El chico pelirrojo, así como uno de cabellera color café de media noche, debatían sobre quién era Kenji. Para cuando se dieron cuenta de los gritos reclamando a la guardia, el primero en actuar fue el último mencionado. El chico se escabulló por el mismo lugar que los artistas, y entre tanto una chica de vestimentas azuladas terminó saltando por la ventana. «Qué tonta... no sabe que las ventanas tienen barrotes...»

Para cuando quiso dar cuenta, ya había saltado hacia el suelo. No contempló la posibilidad de las ventanas, ni salir por donde seguramente vendrían los guardias; la puerta principal del recinto. Rápida y fugaz, emprendió la carrera hacia las cortinas por donde ya al menos 4 personas habían escapado. En mitad de ésta, devolvió la mirada al chico pelirrojo —No te duermas!

¿Por qué? La respuesta es sencilla... ¿Y por qué no?

Tan pronto como atravesó el escudo de telas, previo a haber saltado al improvisado escenario, terminó vislumbrando la puerta que daba salida del recinto. Aún estaba abierta de par en par, y la brisa de la noche llegaba hasta su posición. Ni corta ni perezosa, continuó corriendo hasta salir del recinto. Quién lo hubiese pensado, para una vez que escuchaba a éste tipo tan famoso, y se lía el taco.

Desde luego... así no hay manera.— Se quejó la chica.

Cual rapaz, ojeó el entorno en pos de no encontrarse a nadie que pudiese acusarla de haber estado en un sitio prohibido a menores, de ser extranjera... o incluso de asesinato. La verdad, a cada posible acusación empeoraba gravemente la posible condena.
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