Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Zaide soltó un bufido y ambos le vieron levantarse y subir por las escaleras que llevaban hasta la cabaña.
—Vi en ti algo especial —dijo Ryū, quien se había inmutado tanto por la broma como podía hacerlo una roca—. Ahora veo que no me equivocaba.
»Fracasaste, pero no más. Me decepcionaste, pero no más —su voz era tan gutural y profunda que, si Kaido no estuviese viendo que salía de una boca humana, hubiese creído que pertenecía a una bestia mitológica—. Abraza tu legado, Dragón Azul, aliméntate de él para crecer como ningún otro. Y yo te mostraré el camino del poder.
Se levantó de la cama, y Kaido tuvo que torcer el cuello como cuando quería ver qué había en lo alto de un rascacielos.
—Mañana te daré mi primera lección: cómo enfrentarte a los ojos de un Uchiha; y cómo asegurarte de que lo has aplastado. Fíjate bien, y aprende.
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Cuando Zaide salió de la cámara subterránea, su voz sorprendió al más joven de los descendientes de Hazama. Akame se volteó con rapidez, dedicándole una mirada inquisitiva al calvo que había ascendido por las escaleras talladas hacia el subsuelo. Ante sus palabras se limitó a encogerse de hombros —por enésima vez aquella noche— y formular un asentimiento quedo.
—Te la contaré si ganas esta mierda —propuso, calmado pero sin sonreír lo más mínimo—. Otohime, una última cosa. Si alguna vez te encuentras con este muchacho del que te hablo, no creo que sea en buenos términos. Él es un fiel shinobi de Uzu, al fin y al cabo. Así que... Da igual si crees mis historias o no: tú asegúrate de huir.
De repente, un fuerte estruendo sacudió la cabaña, acompañado de un vendaval que levantó tierra, cristales rotos y polvo por doquier. Akame se cubrió el rostro con un brazo mientras entrecerraba los ojos, tratando de distinguir allí afuera, en la oscuridad nocturna, qué había causado semejante alboroto. Incapaz de hacerlo desde su posición, decidió asomarse.
Antes, hablábamos de propósitos. En la vida. En el camino del ninja. De las aspiraciones de cada quien, y de el, cómo una bestia. Lo qué ocurrió fue que, quizás, sólo quizás, Kaido empezaba a ver una luz en un camino muy oscuro, que hasta entonces transitaba a ciegas. Vendado por el bautizo. Ahora de poco iba viendo el claro, a cuentagotas. Como pequeños de luz que, como decíamos antes, componían un propósito.
Y es que Kaido siempre existió por la labor de probarse. A si mismo y a los demás. De demostrar su valía. De demostrar su fuerza. De demostrar que a monstruos como el no han de ser encadenados, sino más bien puestos en plena libertad para desarrollar todo su poder. Los Hozuki no lo entendieron, y ahora el sello le hacía creer que Yui tampoco lo había hecho.
Ryu, no obstante; lo tenía muy claro. No había otro camino para Umikiba Kaido —No el Tiburón ni de su clan, ni de Amegakure, ni de Dragón rojo. Él era el Tiburón azul—. Sino el del camino del poder. Del más puro y ancestral poder, en su única forma palpable.
Y ese camino empezaba por aprender de las piedras trastabillas que te hicieron caer alguna vez. En el caso de Kaido, más de una. Y esos eran los Uchiha.
—Oh. No lo dudes, Ryu. Ellos tienen buenos ojos, los Uchiha, pero desde afuera todo se ve mejor.
Más crédula o no con las historias de Akame, Otohime hizo caso de su advertencia.
—Ese siempre es mi plan A. Como tú dijiste… no sé luchar. —Adversario más grande o más pequeño, Otohime no era un rival digno de nadie. Por eso casi siempre permanecía cerca de la guarida, y por eso cuando salía lejos siempre iba acompañada de otro Ryūtō.
Estaba a punto de preguntarle por el nombre del chico —o algo con lo que pudiese identificarle—, cuando el viento la empujó hacia atrás e hizo volar el segundo cigarrillo que se acababa de sacar.
Asomándose a la ventana rota, Akame pudo descubrir el causante de tanto jaleo. Un águila, mucho más grande que la que Zaide llevaba al hombro a la mañana. Medía al menos tres metros, con la cabeza y la doble cresta de un gris oscuro, así como la parte superior de su cuerpo y las alas. Las facciones, al contrario, claras. Y la parte inferior de su cuerpo casi blancas, como así también la parte interna de sus alas. Tenía un porte regio y majestuoso, y, como la otra, pertenecía al mismo género: era un águila harpía.
—¡Uiiiiiii! ¡Zaide! ¿¡Cuántas lunas desde que no nos vemos!? ¡No me llegan las plumas para contarlas! ¡Uiiiiii!
El silbido de aquel ave era distinto para cada persona. Como un caleidoscopio, dependía del oído, dependía de la perspectiva. Para Zaide, era algo místico. Era el viento contra una vela en mar abierto. Era un vendaval abrazando un risco. Era el eco que se escuchaba en lo alto de una montaña. Era la reverberación del cielo. Era el sonido de la libertad. Para otros, en cambio, simplemente un silbido profundo y agudo. Quizá hasta molesto.
—¿Para qué me has llamado?
—Para dormir entre las nubes, viejo amigo.
—¡Uiiiiii! ¿Osas invocarme, a mí, al gran Viento Blanco , solo para llevarte de paseo? —Su cuerpo se inclinó hacia adelante y su afilado pico descendió hasta el rostro de Zaide. Sus miradas se cruzaron—. ¿Tan jodido estás, eh? Lo que decía mi aguilucho es cierto entonces. Vas a enfrentarte al Dragón. —No era una pregunta, y por eso, Zaide no tenía nada a lo que responder—. Y esta vez no tienes un plan para sobrevivir.
Zaide hizo un ademán de hastío.
—Escucha. Si muero… Quiero que lleves al águila de vuelta a su nido. ¿Me comprendes? Tormenta Pálida sabrá donde está.
—Tormenta Pálida querrá algo más que eso. Querrá luchar, a tu lado.
Lo sabía.
—Por eso estás tú aquí y no ella. —Porque no quería pasar la que podía ser su última noche discutiendo. Ni dando explicaciones de por qué esa no era una buena idea.
Zaide se subió por su cuello y la montó. El águila desplegó sus enormes alas, y a punto estaba de empezarlas a batir, cuando sus ojos se encontraron con los de Akame. Y, concretamente, con algo que tenía en la oreja.
—¡Uiiii! ¡¿De dónde has sacado esa pluma, muchacho?!
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Al pobre Akame casi se le desencajó la mandíbula al ver aquella majestuosa ave posada sobre el claro, frente a ellos, con sus plumas níveas y plateadas y su mirada de depredador. En su corta vida el joven ninja había visto pocas invocaciones de combate —por no decir ninguna—, y su principal referencia era Kumopansa, la mascota de Yota. «Condenado bichejo, menuda purria comparada con esta águila», pensó. Junto a ella, su invocador: Zaide. Akame tuvo que reprimir un retortijón que le vino por las entrañas cuando se dio cuenta de que, inevitablemente, aquel tío no sólo era más poderoso, inteligente y carismático que él. Sino que además tenía una poderosa Kuchiyose a su disposición. No es que Akame le hubiera considerado un rival ni desde el primer momento —más bien un enemigo peligroso primero y un aliado del que no fiarse demasiado después—, pero en aquel momento la diferencia de poder y experiencia entre ambos Uchiha fue tan palpable que se asemajaba a un acantilado insalvable.
Sólo que, Akame sabía que nadie era inalcanzable. Así que se recompuso mientras Zaide le manifestaba su última voluntad al ave —«de verdad cree que va a palmar»— y luego montaba sobre sus plumas. Sin embargo, cuando la llamada Viento Blanco se dirigió al joven exjounin, a este le cogió totalmente por sorpresa.
—¿Esta...? —cayó entonces en la cuenta de a qué se refería el águila, y el rostro se le agrió. Entre dientes masculló una respuesta y luego se cruzó de brazos—. Fue un regalo —mintió—. Un recuerdo de un sueño lejano y borroso. ¿Por qué?
—¡Mente estúpida! —le espetó sin decoro alguno. Pero es que Akame le había ofendido, y mucho—. ¿Crees que puedes engañar a mis ojos? ¡Veo a través de tus mentiras, muchacho!
Zaide, que para nada se esperaba aquel imprevisto, trató de tranquilizarle con un par de palmadas en el cuello.
—Vamos a ver, qué cojones pasa, ¿huh?
—Que esa pluma pertenece a una de las nuestras, y nuestras plumas no pueden ser robadas, solo dadas.
—¿No será una imita…?
—¡No oses insultarme, Zaide! ¿Crees que no sé distinguir entre un burdo plástico de los vuestros a una pluma real? Solo hay una águila con una pluma de color tan puro, y esa es Sueño Azul. —Su mirada volvió a volar rauda hacia el pequeño de los Uchiha—. ¡Dí la verdad! ¡Uiiiiii! ¿¡Se la arrancaste con tus sucias manos!?
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«¿"Sueño Azul"? ¿De qué cojones está hablando este pajarraco?»
De primeras, los potentes graznidos del águila hicieron que Akame retrocediera un par de pasos, con la imagen del vendaval que había creado con sus alas todavía nítida en la memoria reciente. Sin embargo, cuando se dio cuenta de lo que le estaba acusando Viento Blanco, el Uchiha alzó la mirada y clavó su Sharingan en los ojos del pájaro, como una espada desenvainada y en ristre.
—Yo no le he arrancado ninguna pluma a nadie, me cago en todos los dioses —escupió entre dientes, avanzando los dos pasos de terreno que había perdido momentos antes—. Así que no me toques los cojones, águila hija de puta.
Contrariamente a su naturaleza, el Uchiha había saltado como un resorte a la primera de cambio, y estaba colorado como una teja. En sus entrañas bullía puro magma volcánico, incapaz de ser enfriado por la habitual calma que Akame solía abrazar como su forma de ser. La causa, claro, no era difícil de averiguar; aunque podía serlo si no conocías el verdadero origen de aquel adorno de color azul eléctrico y que, pese a todo, el joven exjounin seguía conservando como su más preciado tesoro. Su único vínculo con una vida pasada, ya extinta.
—¡Viento Blanco, no! —exclamó Zaide, iracundo. No había tenido falta de leer su expresión corporal, ni de ver esas alas peligrosamente plegadas y el cuerpo levantado, para saber que estaba a punto de atacar. Lo había sabido desde el instante en que Akame osó insultar un águila.
Un error que muchos no cometían por segunda vez. No por nada, sino porque no tenían cabeza con el que cometerlo.
—¡Este despojo de humano osó insultarme!
—¡Me cago en mi puta raza! —estalló, con el Sharingan brillando como el fuego también en sus ojos—. ¡A mí sí que no me vais a tocar los cojones esta noche! ¡Si os queréis pavonear a ver quién es más gallito de los dos, elegís otro puto día!
—¡Exijo una satisfacción!
Zaide puso los ojos en blanco y se dio un manotazo en la frente. Respiró hondo. Una vez. Dos veces.
—Y la tendrás, fiel amigo. Yo mismo te invocaré para que estés en paz con el muchacho. Y si no le buscas tú mismo, que con esa cara difícil que no lo encuentres. Pero ahora cumple mi último deseo, ¿me oyes? Me lo debes.
El águila se debatió internamente por unos instantes. Su mirada, clavada en el Sharingan de Akame. Sin miedo. Sin temor. Había visto aquellos ojos innumerables veces y un águila no apartaba la mirada ante nada ni nadie.
—Cuenta tus días, despojo. Pronto descubrirás qué pasa cuando insultas a alguien de mi familia.
El águila desplegó las alas y arrancó a volar, levanto polvo y viento al despegar.
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Si la postura corporal de Viento Blanco denotaba agresividad, la de Akame no era menos marcial. Desde el momento en el que había insultado a aquel águila —por puro instinto, pues había pinchado en hueso con sus palabras— el Uchiha se encontraba con las rodillas ligeramente flexionadas, la vista fija en su enemigo y la mano diestra presta a viajar hasta la empuñadura de su ninjatō. Ni siquiera se estaba planteando si era inteligente hacer lo que acababa de hacer; le había salido de dentro.
No obstante, Zaide medió en el conflicto para que la sangre no llegase al río. Akame, sin relajarse todavía, atendió silencioso a la discusión entre invocador e invocado. Ni siquiera se inmutó cuando el viejo de los Uchiha le aseguró a Viento Blanco que le ayudaría a cumplir su venganza por tal afrenta. «Que te jodan a ti también, calvo de los cojones. Probablemente ni siquiera vas a vivir para ver la luz del nuevo día», maldijo para sus adentros Akame, furibundo.
Cuando el pájaro le lanzó una nueva amenaza, el Uchiha no se arrugó. Sino que, gallardo, alzó el mentón con orgullo mientras se llevaba la mano zurda al paquete, agarrándoselo con fineza.
—Cómeme los huevos, pajarraco.
Habiéndose marchado el dúo, y mientras Akame todavía les seguía con la vista por el cielo, el Uchiha se limitó a soltar un bufido molesto. Cuando Zaide y Viento Blanco se perdieron en el cielo nocturno, Akame desactivó su Sharingan y se volvió con el rostro agrio, pateando una piedra que se interponía en su camino.
Nuestros protagonistas se encontraban ya reunidos en el Mar de Sal, o, como a los cartógrafos les gustaba llamarle, la Llanura de Halita. Kilómetros de extensión de planicie blanca, rodeada de montañas tan altas que, cuando uno estaba en el interior, tenía la sensación de estar tras las murallas de una fortaleza inexpugnable.
La Anciana, una señora de cabellos blancos y rostro tan arrugado que parecía más cerca de los cien años que de los cincuenta, había improvisado una pequeña plataforma desde la que contemplar el Kaji Saiban cómodamente. Había hecho surgir un bloque de hielo de la nada, con cinco tronos —sí, porque aquellos asientos de hielo asemejaban más al trono de un Señor Feudal que a una mera silla— sobre él. Ella se había sentado en el centro, y Kyūtsuki, a su derecha.
Akame jamás había visto a Kyūtsuki en persona, y lo cierto es que poco más pudo ver en ella que en las reuniones. Estaba enteramente cubierta por una túnica negra con capucha. Sus manos, ocultas tras guantes de terciopelo negro. Unos pantalones negros y ajustados desaparecían bajo unas botas altas y también negras. E incluso su rostro permanecía escondido, tras una de esas máscaras que los ANBU tanto utilizaban. Era blanca, con rayas verdes, rojas y amarillas y cuya forma recordaba al de un camaleón.
Otohime, la última en subir por las escaleras de hielo, fue a colocarse en el trono libre, extrayendo una manta de piel de uno de sus pergaminos para extenderla sobre el asiento y que no se le congelase el culo.
Ryū había tirado su chaqueta de piel y aguardaba, con el torso desnudo y los brazos cruzados, a unos veinte metros de la improvisada grada. No había rastro de Uchiha Zaide —quien no había regresado tras su escapada con Viento Blanco—, pero nadie parecía tener la menor duda de que acudiría al encuentro.
Entre el hueco de dos montañas, con tanta niebla en sus picos que daba la impresión de estar besando las nubes, el primer rayo de sol consiguió atravesar la neblina. Y, con ella, una sombra en el suelo ensució las blancas llanuras volando hacia ellos. Pasó por encima de Ryū y siguió su curso hasta que una segunda sombra se añadió a la primera.
Si Kaido y Akame miraban hacia arriba, verían a Zaide dejándose caer de su águila como un rayo de las nubes. Su cuerpo, envuelto en chispas doradas, aterrizó con fuerza sobre el suelo. Y, allá arriba, su viejo compañero desapareció en una nube de humo.
A un lado se encontraba una montaña, empuñando el único martillo de Oonindo que no empalidecía a su tamaño. Puro vigor. Pura certeza. La certeza del que nunca ha perdido una batalla. La certeza del que se sabe victorioso de antemano.
Al otro, un tío que había visto la necesidad de ponerse un chaleco de cuero y con cota de malla, además de su propia Armadura de Elemento Rayo. Empuñaba pequeñas hachas, pero tan afiladas como su ingenio. Su mirada le brillaba, roja, y luchaba con un expediente manchado pero, a su manera, invicto: el de nunca haber perecido ante un Ryūtō. Tanto era así, que algunos ya le conocían como “el que no muere”.
La Anciana se levantó y avanzó dos pasos sobre la plataforma de hielo.
—¡El Kaji Saiban! Lo llamamos así porque cuando un Ryūtō muere, arde. —Y nada más definitivo y contundente que la muerte para definir el resultado de un duelo—. ¡Mas recordar, no es necesario llegar a ese extremo! ¡Una de vuestras muertes es una pérdida terrible para Sekiryū! ¡Y hoy, más que nunca, debemos salir reforzados, fuertes, para afrontar lo que se nos avecina!
Apoyada en su bastón, la Anciana proyectaba su voz alta y clara por la Llanura de Halita.
—¡No hay vergüenza en rendirse ante otro Ryūtō! ¡Hacedlo a viva voz, o alzando la mano así en señal de derrota! —La Anciana alzó la mano libre y levantó el dedo pulgar e índice, de tal manera que formaron una especie de “L”—. ¡Si vuestro contrincante cae inconsciente, parad! ¡La victoria ya es vuestra, no la convirtáis en nuestra derrota!
La Anciana dio dos golpes con la base de su bastón sobre el hielo.
—¡¡¡Comenzad!!!
Y, así, el Decimotercer Kaji Saiban de Sekiryū daba comienzo. ¿Qué tipo de combate sería? ¿Cuánto duraría? ¿Con quién alzándose victorioso? Pronto, muy pronto se sabría.
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Los ojos cristalinos del tiburón parecían vívidamente perdidos en la blanquecina extensión de sal que componían las llanuras. Custodiado por enormes montañas, además, que convertían de aquél lugar una de las maravillas de la naturaleza, desconocidas para aquellos que vivían hacia el oeste de Oonindo. Cómodo en su trono de hielo creados por la Anciana, y que tenían una visión esplendorosa del ring improvisado donde se daría vida al Kaji Saiban, Kaido se movió inquieto cuando aquél cometa eléctrico aterrizó desde los nebulosos cielos, aupado por el vuelo de su águila. Esos pequeños aunque potentes destellos de raiton que emergían de su cuerpo le habían hecho abrir la boca, atónico, pues nunca antes había visto semejante técnica, y aun nivel de concentración de chakra como ese.
«Con que a eso me enfrentaba. Báh, que ingenuo fui.»
El Umikiba torció la vista hacia Ryū, con aras de preocupación. Bien que le había dicho a Zaide que creía que él ganaría aquél combate, sólo para camelárselo un poco; pero era evidente que Kaido apostaba siempre por el caballo ganador. Aunque ese sharingan y esos rayos, en conjunto, le causasen un profundo temor, tuvo que rememorar las palabras del propio guerrero de ébano. Que mirara bien, pues ésta sería su primera lección.
Las palabras de la Anciana le sacaron de su ensimismamiento y lo obligaron a recuperar la compostura en su trono de hielo. Alzó los brazos, los apoyó en la mandíbula y afinó bien los ojos, para percatarse muy bien del transcurso de aquél combate. Dichos los honores de apertura por la más antigua de Dragón Rojo...
Akame se encontraba sentado sobre su trono —la puesta en escena de la Anciana le resultaba molestamente presuntuosa, con aquellos asientos pretendidamente regios, y desde luego no apropiados para rufianes como ellos— con rostro insondable y su kasa de paja todavia, y habia dispuesto de manera identica a Otohime su capa de viaje para no congelarse las posaderas. «Maldita vieja, a quien cojones se le ocurre hacer los asientos de hielo? Mucho postureo pero esto es del todo impractico...»
Cuando Zaide hizo su aparicion en escena, sin escatimar en espectaculo, Akame se saco un cigarrillo del yukata y se lo encendio con parsimonia, mientras le lanzaba una mirada ofendida al aguila que le servia de montura y aliada. «Bueno, pues aqui estamos... Que gane el mejor», se dijo el Uchiha. Y sin mas, el Kaji Saiban dio comienzo.
22/10/2019, 19:55 (Última modificación: 22/10/2019, 22:20 por Uchiha Datsue. Editado 4 veces en total.)
Ryū no tardó ni un latido en crear un Kage Bunshin a su lado, con una Dai Tsuchi igual de enorme que la suya. Ambos miraron, sin recelo ni miedo, al Sharingan de Zaide. Al contrario, casi parecían retadores, deseosos incluso, de que Zaide lo usase con uno de sus Genjutsus. ¿El motivo? Quizá Kaido lograse adivinarlo, pues aquella era la prometida lección, en la que Ryū le enseñaría cómo enfrentarse a aquellos ojos. Una táctica distinta a la que el propio Kaido —y tantos otros— solían usar, que era la de simplemente mantener la vista bajo el cuello, vulnerable a Utakatas. O quizá fuese Akame, experimentado Uchiha, quien viese lo que había detrás de aquella jugada aparentemente normal.
Uchiha Zaide lo supo enseguida, y eso le arrancó una sonrisa. Ryū todavía temía a sus ojos. Pero esa no era la única táctica que iba a emplear contra él. Como brotes surgiendo de la madre tierra, escamas grises y blancas empezaron a sobresalir de la piel del Dragón. Coincidían perfectamente con sus tatuajes, pero iban más allá, cubriéndole el torso entero, el cuello, el rostro…
Las hachas de Zaide relampaguearon, aceptando el duelo.
—¿De verdad crees que eso va a pararme, huh?
Otohime se mordió las uñas, nerviosa. Sabía que las bravatas de Zaide no servirían de nada contra Ryū. Él no era de los que caían en las provocaciones ni se dejaban llevar por la rabia. En un suspiro, vio a las dos montañas avanzar hacia Zaide, blandiendo sus Dai Tsuchis como si fuesen árboles. Uno fue a parar a la cabeza de Zaide, amenazando con aplastársela de un plumazo; la otra, a sus piernas, queriendo dejarle en una silla de ruedas. Zaide se tiró de cabeza y pasó por el hueco entre ellas. Aterrizó con las manos, dio una voltereta en el aire, y…
Y dejó de verle.
—¿Qué cojones…?
No es que hubiese desaparecido, es que era tan rápido que no lograba enfocarle. De hecho, su oído le indicaba que estaban intercambiando golpes. ¡Bam! ¡Bam…! ¡Bam! Se fijó en Ryū y su clon, y se dio cuenta que no paraban de girar sobre su posición y de mover su martillo de guerra hacia un lado u otro.
—¿Alguien tan amable de resumirme lo que está pasando, por favor?
Umikiba Kaido sí conseguía seguir los movimientos de Zaide, pese a que para sus ojos tan solo era una sombra dorada moviéndose de un lado a otro como un relámpago juguetón. Saltaba de un lado a otro, tranzando diagonales alrededor de sus dos oponentes, pasando entre ellos, buscando el punto débil. Los Grandes Dragones apenas eran capaces de seguirle el ritmo, y, entonces, el hueco se abrió.
Oyó a Zaide lanzar un vítor triunfal. Una de sus hachas había colisionado contra las costillas de Ryū. Pronto se dio cuenta que algo no encajaba, sin embargo. Era como ver una película de bajo presupuesto en la que se notan los falsos efectos especiales. Y es que allí… allí no había sangre. La piel oscura de Ryū no se había manchado de rojo ni por una gota. No, no su piel…
Sus escamas.
Zaide vio venírsele un puño de Ryū y apartó la cabeza justo a tiempo. Sintió el azote del viento allí por donde había pasado el colosal puñetazo, y tuvo que echarse a tierra y rodar sobre la sal antes de que la Dai Tsuchi del otro Dragón le espachurrase como una lata de refresco roja. La cabeza del martillo golpeó halita y el suelo vibró de la fuerza del impacto.
Aprovechó ese instante para volver a saltar hacia adelante y estamparle el hacha en la jodida carótida.
—¿Hu…h?
El hacha había rebotado contra su cuello como el martillo contra el yunque.
—Hablas demasiado.
El codo de Ryū se hundió en las costillas de Zaide como un puñal, levantándolo en el aire y mandándolo a volar muy lejos. El Uchiha rodó por el suelo y quiso toser, pero el aire no le llegaba a los pulmones. Se levantó, no sin dificultad, guardándose un hacha en el cinto. Había creído que aquellas escamas dificultarían sus tajos, pero nada que el Raiton: Chakura Nagare no Jutsu no pudiese atravesar. Se equivocó.
La Anciana se llevó una mano a la boca y disimuló un bostezo. Había oído hablar de Uchiha Zaide. A sus propios Ryūtō. A ninjas que habían tenido la suerte de elegir el lado correcto de la batalla. Pero lo que tenía frente a sus ojos era un ninja ágil. Un malabarista de circo, incluso. Ahora que solo empuñaba un hacha, la pasaba de una mano a otra, la hacía girar en el aire, la hacía pasar alrededor de su cuerpo, escondiéndola y volviéndola a sacar como el mejor de los prestidigitadores. Todo muy bonito, sí, pero, ¿dónde estaba la fuerza prometida? ¿Dónde estaba su poder?
Vio a los dos Ryū avanzar hacia él con la tranquilidad del que llega primero a meta y no ve rastro de sus competidores. Zaide retrocedió un paso, pero la Anciana sabía que no había sitio al que pudiese escapar. No importaba lo bueno que fueses con los truquitos, nada podía esconderse del Gran Dragón. Sus zarpas aplastaban montañas; su aliento era un mar hirviendo; y cuando echaba fuego por la boca, hasta las rocas se derretían a su paso.
Los dos Dragones le flanquearon, y mientras uno le embestía con su Dai Tsuchi, el otro esperaba, paciente como un felino tras la hierba, al momento indicado para soltar su mazazo. Zaide optó esta vez por el contorsionismo, dejando caer su cuerpo hacia atrás de manera tan exagerada que de no haber concentrado chakra en la planta de sus pies —como quien trepa un árbol— hubiese caído. La cabeza del martillo le pasó en horizontal, rozándole por encima. «Ya es tuyo, Ryū». Muy bonito el esquive, muy cinematográfico, pero que te dejaba en una posición vulnerable. Y ahora lo iba a…
—¿Q-qué?
¡¡PAAAAMMMMMMMMMM!! ¡Pluff!
No tenía ningún sentido lo que acababan de ver sus ojos, pero el Dai Tsuchi, tras tocar el pequeño filo del hacha de Zaide, había variado de manera totalmente antinatural su trayectoria, cruzando caminos con el otro Ryū, que ya saltaba de cabeza hacia su presa. Sin tiempo a reaccionar, el Gran Dragón recibió de su propia medicina, desapareciendo en una nube de humo.
Se trataba del clon.
—¡Agh, lástima!
Aún así, Zaide no pudo evitar sonreírse. ¡Se había lanzado al puto vacío! Todavía recordaba cómo no había sido capaz de sacarle el sello explosivo a Money. Estaba oxidado, y cuando decidió esquivar el golpe de aquella manera, lo hizo sin tener ninguna certeza de que fuese capaz a hacerlo. A aplicar, como ya se mencionó en anteriores veces, su jutsu insignia. La Técnica del Desvío Divino. Ligeramente alterada, claro. Para hacerla suya.
—Ah… ¡Hacía tiempo que no me veía tan contra las cuerdas! —exclamó, y lejos de que eso le amilanase, parecía provocar en él una euforia y una emoción que no había sentido en años—. Vamos, Ryū. Conozco tu chakra. Sé que hiciste un Kage Bunshin antes de presentarte a batalla. ¡Deja de jugar! ¡Muéstrame tu poder!
Ryū apoyó la cabeza del Dai Tsuchi en el suelo y cruzó sus manos sobre la base del mango. Cada tendón de su torso se retorcía bajo sus escamas como las gruesas raíces de un árbol sobre las rocas de una montaña. Si había sido herido en orgullo por el último desenlace de la batalla, no dio muestras de ello.
—Hmm. —Se encogió de hombros, extendió los brazos a ambos lados, y le cumplió el capricho.
Poco a poco, los ojos de aquella montaña cambiaron. Sus pupilas fueron rodeadas por un halo dorado, y el resto de sus iris pasaron del verde a distintos tonos ocres. El negro de sus párpados y el contorno de sus ojos se volvieron de un amarillo anaranjado, muy claro. De frente, el parecido era abrumador: era la mirada de un dragón.
Estos fueron los primeros detalles sutiles que alguien tan cerca de él como Zaide pudo captar.
A lo lejos, Uchiha Akame logró captar otras cosas. Menos sutiles, seguramente también más determinantes. Para empezar, pudo sentirlo. En cada poro de su piel. En el aire repentinamente pesado y caliente que respiraba. Si activaba el Sharingan, la visión le deslumbraría por un momento. Aquel chakra… Aquel jodido chakra.
En Uzushiogakure a todos los ninjas se les llenaba la boca con que Hanabi tenía el poder de un Bijū. El Jinchūriki del Fuego, le llamaban algunos. Akame lo había visto con aquellos ojos, y quizá así lo había creído también en su momento. Pero ahora, al compararlo con Ryū…
Oh, dioses, al compararlo con Ryū se dio cuenta que Hanabi quedaba a la altura de su cintura. En estatura y en chakra. Literalmente. Hanabi era un mar de fuego, Ryū un maldito océano. Hanabi era un volcán, Ryū era el jodido magma subterráneo del que bebía aquel y el resto de volcanes. Era…
Era…
—¡Eh, Akame! —le llamó Otohime—. ¿Todavía sigues pensando que no he visto ningún ninja con el poder de un dios?
Y entonces, Ryū hizo su particular invocación. Una pequeñita, modesta. Nada de un águila de dos metros. No. Lo que surgió bajo sus pies y lo alzó al cielo fue una mera bestia tan larga como un rascacielos. Quizá Akame lo había visto en uno de sus libros sobre las distintas faunas de Oonindo. Era un dragón de Komodo.
Y cuando la bestia rugió, hasta el frío hielo sobre el que posaba su congelado culo tembló.
Ryū:
210/210
–
850/1000
– *Modo Sabio activado*(0/8 turnos)
Nota: Ryu dejó un Kage Bunshin en la cabaña para recolectar el 100% de su CK.
Gastos:150 CK por la Invocación: Gran Animal
• Fuerza112 (+12 por Modo Sabio)
• Resistencia ???
• Aguante ???
• Agilidad52 (+12 por Modo Sabio)
• Destreza92 (+12 por Modo Sabio)
• Poder112 (+12 por Modo Sabio)
• Inteligencia ???
• Carisma ???
• Voluntad ???
• Percepción ???
Uchiha Zaide:
287/310
–
351/400
– *Sharingan activado* *Raiton no Yoroi activado*
Daños recibidos: 23 PV por el codazo de Ryū
Gastos: 27 CK por un Alterador del Shinkurui no Jutsu. 22 CK por el doble uso del Raiton: Chakura Nagare no Jutsu. El Raiton no Yoroi lo activó con tiempo de antelación para poder recuperar el gasto.
Akame callo ante la pregunta de Otohime —que no iba sin retranca—, porque lo cierto era que la situacion lo ameritaba. Hacia mucho tiempo que el Uchiha no habia visto un duelo igual entre dos mastodontes como aquellos, que parecian capaces de batirse de tu a tu contra cualquiera de los Grandes Kages.
Desde los primeros compases de la batalla, Akame habia activado su Sharingan para no perder detalle de los jutsus y movimientos que tanto Zaide como Ryu estaban usando contra el otro, en una coreografia de maestria marcial y experiencia en el Ninjutsu. Lo que uno lo tenia de robusto y poderoso, el otro lo ganaba en agilidad y saber hacer. «Parece que esto va para largo... Ninguno de los dos llega a sacarle los colores al contrario. Hmpf, no me arrepiento de haber venido despues de todo, la oportunidad de ver un combate asi no es algo que se presente todos los dias...»
Sin embargo, en su interior el joven exjounin tenia un miedo: el de que, en cualquier momento, el duelo se fuera de madre. Cuando dos ninjas tan poderosos se batian el cobre era no poco frecuente que la contienda terminase con un solo golpe, un ataque critico que arrancaba la vida al adversario y le daba la victoria al ejecutor.
Y eso era algo que Akame no queria por nada del mundo; uno, porque Ryu era, como bien lo habia llamado Money, el "seguro de vida" de Dragon Rojo. Y dos, porque Uchiha Zaide le parecia un tipo con demasiado conocimiento en el craneo como para dejar que se lo aplastaran sin mas. En esas andaba pensando el Uchiha, y por eso se mantenia estatico pero atento a la pelea, sin perder detalle.
Cuando el showprime dio comienzo, el escual quedó absorto en el ring, sin retirar su mirada de ambos combatientes. A uno le chisporroteaban las hachas, al otro, le crecían escamas blanquecinas que, a simple vista, lucían más como un adorno que como una armadura. Oh, qué equivocado estaba, él y todos; al comprobar tras un intercambio inicial en el que Otohime no era capaz de seguir sus movimientos que aquél extraño recubrimiento no era para nada común ni mucho menos ortodoxo. Así lo demostró en un par de ocasiones, donde el hacha de Zaide logró alcanzar al gran Dragón de ébano, y no le hizo ni... cosquillas.
Nada. Ni siquiera una nimia rozadura. La piel de Ryu era tan dura como la mismísima roca plutónica, lo que le sacó un imperceptible ohh a un Kaido que sonreía pletórico durante el transcurso del combate. Sentía en sus adentros la adrenalina como si fuera él el que estuviese combatiendo contra ellos. Una bestia ágil y rápida, de movimientos malabarísticos. Otro más portentoso, inamovible como las montañas de la Tierra. Zaide, no obstante, también tenía sus trucos. Como ese mágico desvío que hizo volar antinaturalmente la Dai Tsuchi hacia el clon, hecho que le salvó de una muerte más que segura.
Y hablando de trucos...
—Ah… ¡Hacía tiempo que no me veía tan contra las cuerdas! Vamos, Ryū. Conozco tu chakra. Sé que hiciste un Kage Bunshin antes de presentarte a batalla. ¡Deja de jugar! ¡Muéstrame tu poder!
¡Púf! ¿que deje de jugar, dice? ¿es que esto es apenas el calentamiento? —dijo, absorto, e ignorante de lo que sus ojos cristalinos estaban a punto de presenciar.
Porque sí, muchas cosas cambiaron de un momento a otro, tras el reto de Zaide. Lo primero, más evidente, fue el físico del Dragón de ébano. Allí alrededor de sus ojos, colores intensos de aspecto místico se regodearon en su piel. Luego, el ambiente se hizo más pesado. Menos respirable. Una intensa presión hacía sentir el pequeño cuerpo de Umikiba Kaido como ínfimo frente a ese cabrón. ¿Y creía sentirse pequeño frente a Ryu?
Ni qué decir de aquella enorme invocación que apareció súbitamente en el tablero. Un enorme lagarto —era la única palabra que conocía Kaido para definir a aquella criatura—. descendiente, seguramente, de los ancestrales Dragones de los cuentos de los tiempos de epopeyas.