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Daruu rio.
—Mírate, y ahora te pareces a mi madre —dijo. Luego se dio cuenta de lo que estaba diciendo y sufrió un pequeño mareo. Comparando a su madre con un bijuu.
De hecho, cada vez que hablaba con Kokuo era lo mismo. Se tenía que estar recordando continuamente que estaba hablando con un monstruo gigante... no. No. Mejor sería que incluso interiormente dejase de llamarla monstruo. No parecía eso. ¿Animal gigante? ¿Se sentiría ofendida pensando en ella como un aniimal? Los gatos de su Pacto no lo hacían...
—Kokuo... tienes que tener en cuenta que esto es muy difícil de asimilar para mi. Sé que no te fías del todo de mi, ni de Ayame quizás, y seguro que sabes que yo no me fío de ti tampoco. No porque seas un bijuu, sino... joder, mira esos putos uzureños, están todos locos.
»Pero si es lo que te preocupa, no, yo no quiero verte encerrada. Pero tampoco quiero ver encerrada a Ayame. Kokuo...
»Si te lo pidiese por favor... ¿me dejarías hablar con ella? Quiero... quiero verla.
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—Kokuō... tienes que tener en cuenta que esto es muy difícil de asimilar para mi. Sé que no te fías del todo de mi, ni de Ayame quizás, y seguro que sabes que yo no me fío de ti tampoco. No porque seas un bijuu, sino... joder, mira esos putos uzureños, están todos locos.
—En eso tiene razón: el sentimiento es mutuo.
—Pero si es lo que te preocupa, no, yo no quiero verte encerrada. Pero tampoco quiero ver encerrada a Ayame. Kokuō... Si te lo pidiese por favor... ¿me dejarías hablar con ella? Quiero... quiero verla.
Kokuō entrecerró los ojos, más recelosa aún si cabía. Durante un instante lamentó no poder leer mentes como hacía Zetsuo. De poder haberlo hecho, podría comprobar si Daruu estaba tramando algo con aquella atrevida petición o no. Se quedó así, pensativa, durante varios largos segundos.
Y entonces...
—Considérelo... un agradecimiento.
Por llamarla por su nombre. Por atreverse a dialogar con ella.
Cerró los ojos y en cuestión de segundos sus cabellos se oscurecieron desde la raíz hasta las puntas. Su cuerpo se desplomó sobre el colchón, como una marioneta a la que hubiesen cortado las cuerdas, y se quedó allí algunos segundos, temblando. Daruu escuchó un fatigado resuello.
—D... Daruu-kun...
En un desesperado intento por reincorporarse, Ayame se cayó de la cama y prácticamente se acercó arrastrándose por el suelo hasta las rejas. Sus iris habían recuperado su cálido color castaño, pero estaban hinchados y enrojecidos de llorar, además de enmarcados por unas profundas ojeras. Su piel estaba más pálida que nunca, hasta el punto que incluso su luna parecía diluirse en su frente.
Si el aspecto de Kokuō era lamentable, el de Ayame... era deplorable.
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—¡Ayame! ¡Ayame! —Desafiando todos los preceptos vitales de alguien que se sabe prudente, Daruu se lanzó a las rejas como un animal hambriento, agarrándose a los barrotes. Siguió a la desgastada Ayame con la mirada hasta que estuvo apenas a unos centímetros, y con mucha dificultad consiguió juntar su nariz con la de ella. Fue entonces cuando se deshizo en lágrimas, cualquier fortaleza mostrada derrumbada como una pared de papel—. ¡Ayame! Te echo de menos, Ayame...
»Todo esto es una locura...
Era demasiado para asimilar. Se sintió con ganas de comentarlo con ella. Pero luego se tuvo que recordar que Ayame y Kokuo compartían cuerpo y mente.
—Ayame, ¿cómo gestionamos todo esto? Yo no puedo sólo. Allá afuera nadie va a ponerse a dialogar con Kokuo como lo he hecho yo. Ni siquiera sé si ha sido sensato. Si podemoos confiar en lo que dice, si no tiene intención de aplastarte a la mínima de cambio...
»Aún así, gracias por dejarme verla, Kokuo, si estás ahí.
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—¡Ayame! ¡Ayame! —gritaba Daruu, abalanzándose sobre los barrotes con la misma desesperación.
Los dos jóvenes se encontraron después de tanto tiempo y sus manos buscaron hambrientas al otro. Sin hacer caso de los barrotes que los separaban, Ayame y Daruu buscaron fundirse en uno solo. Él junto su nariz con la de ella, y entonces se daría cuenta de que tenía la frente ardiendo. Ella, sin dejar de llorar, se refugió en su olor, el olor a bosque de pinos que tanto la reconfortaba.
—¡Ayame! Te echo de menos, Ayame...
—Y yo... y yo... —sollozaba ella, sin fuerzas.
Aquello había sido del todo imprudente. Una locura. Y cualquiera que los hubiera visto en aquella situación los habría separado entre gritos, reprendiendo a los dos muchachos por irresponsables y por insensatos. Kokuō podría haber aprovechado el momento y la cercanía para atacar a Daruu. Podría haberse visto en un serio peligro. En aquellos instantes, Ayame era una auténtica bomba de relojería. Pero Ayame no conseguía reunir las fuerzas ni las ganas para separarse de él.
—Ayame, ¿cómo gestionamos todo esto? Yo no puedo sólo. Allá afuera nadie va a ponerse a dialogar con Kokuō como lo he hecho yo. Ni siquiera sé si ha sido sensato. Si podemos confiar en lo que dice, si no tiene intención de aplastarte a la mínima de cambio... Aún así, gracias por dejarme verla, Kokuō, si estás ahí.
—No lo sé... No lo sé... —murmuró ella, débilmente—. Yo... no sé qué va a pasar... Tengo mucho miedo... Yo... Yo...
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Daruu frotó su nariz contra la de Ayame, el máximo contacto físico que podían —y que tal vez debían— tener. Se separó un momento y la miró a los ojos. Ojos de avellana. Antes de que volvieran a ser de color aguamarina.
—Tenemos que confiar en que puedan revertir el sello —dijo—. De todas formas... de todas formas está claro que algo tenemos que hacer con Kokuo. No creo que ella esté muy feliz cuando vuelva a esa jaula de la que habla.
»¿Pero cómo podríamos ayudarla? No pienso dejar que te suicides para liberarla a ella. No lo aceptaré.
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Daruu frotó su nariz contra la de ella y después se separó. La miró a los ojos y ella se sumergió en sus iris violetas, esos ojos que tanto había añorado. Se fundió en sus ojos como si así pudiera conseguir que se la llevaran con él. Que la sacaran de aquella cárcel. Que la despertaran de aquella larguísima pesadilla.
—Tenemos que confiar en que puedan revertir el sello —dijo Daruu, y ella sólo consiguió asentir brevemente, con la debilitada llama de la esperanza titilando de nuevo en su maltrecho corazón—. De todas formas... de todas formas está claro que algo tenemos que hacer con Kokuō. No creo que ella esté muy feliz cuando vuelva a esa jaula de la que habla. ¿Pero cómo podríamos ayudarla? No pienso dejar que te suicides para liberarla a ella. No lo aceptaré.
Ayame lanzó un largo y tendido suspiro.
—Yo... yo tampoco quiero que vuelvan a encerrarla así, Daruu-kun... —admitió en voz baja. Y entonces tiritó con violencia en sus brazos—. Esa jaula, Daruu-kun... Esa jaula... Es asfixiante... Es tan pequeña que casi no puedes moverte en su interior...
Entonces le miró por debajo de las pestañas con aquellos ojos hinchados y febriles. Dudó un instante sobre si seguir hablando, pero entonces sus labios temblaron en una sonrisa nerviosa y confesó en voz baja, apenas un susurro:
—Le he estado dando vueltas todo este tiempo... y... y creo que tengo una idea al respecto... una técnica... pero no sé si podría funcionar. No lo sé...
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— ...una... ¿una técnica? A qué... ¿a qué te refie...?
POM, POM, POM, POM.
Daruu saltó hacia atrás como accionado por un muelle. Alguien estaba aporreando la puerta. Había excedido su tiempo de visita por mucho.
— ¡Mierda! Ayame, lo siento, tengo que irme. ¡No me mires así! Tengo que irme, antes de que sospechen algo y me prohiban venir a verte. ¡No te preocupes! Volveré. En cuanto coja algo de tiempo, vuelvo. Si estás dentro de Kokuo, aunque no te deje salir estaré aquí, ¿vale?
Se apresuró a poner la silla en su sitio y volvió sobre sus pasos rápidamente, despidiéndose de Ayame con un gesto rápido. Caminó por el pasillo a toda velocidad.
— ¡Ya voy, ya voy!
Cuando abrió el portón, el malhumorado guardia le reprendió y le preguntó el motivo de su tardanza.
— Ese monstruo es muy listo, tenía que comprobar una cosa. —Teatro. Seguro que se lo tomaba más en serio si decía la palabra por la que todo el mundo la definía—. Ayame tiene mal aspecto. Será mejor que le tomen la temperatura. —Lo había notado. Estaba ardiendo—. Si enferma sin que nos demos cuenta igual está tratando de suicidarse para quedar liberado.
Se marchó. Aunque su corazón quedó allí. Con la pobre Ayame.
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—...una... ¿una técnica? A qué... ¿a qué te refie...?
Murmuró Daruu, nervioso. Y no era para menos. Si conocía lo suficientemente bien a Ayame, bien sabría que no podía tratarse de algo que no fuera a definirse como una absoluta locura. Sin embargo, ni él pudo terminar su pregunta, ni Ayame podría responder. Cuatro golpes metálicos resonaron como cuatro truenos en la puerta de entrada, sobresaltándolos.
—¡Mierda! Ayame, lo siento, tengo que irme
—No... —rogó ella, inútilmente. Sus cabellos comenzaban a desteñirse de nuevo. Kokuō tiraba de nuevo de la correa.
—¡No me mires así! Tengo que irme, antes de que sospechen algo y me prohíban venir a verte. ¡No te preocupes! Volveré. En cuanto coja algo de tiempo, vuelvo. Si estás dentro de Kokuō, aunque no te deje salir estaré aquí, ¿vale?
Ayame asintió débilmente, y Daruu se apresuró a dejar la silla en su sitio y salir de los calabozos. Las últimas lágrimas rodaron por sus mejillas justo en el momento en el que sus cabellos terminaban de desteñirse y, con un último parpadeo, el castaño de sus iris se volvió turquesa. Kokuō se limpió las lágrimas de las mejillas y se levantó con cierta torpeza.
«Amedama Daruu es un humano "peculiar".» Meditó, entrecerrando los ojos.
Recordaba a la perfección la primera vez que se habían visto cara a cara, en una de las pérdidas de control de Ayame: Sus ojos teñidos de terror, su miedo. Y de eso había pasado a abalanzarse sobre ella para intentar volver a sellarla. Y después había viajado a la otra punta del mundo buscando a Ayame y se había enfrentado en igualdad de condiciones a ella para recuperar a su amada. La había insultado, la había atacado, ella le había devuelto todos y cada uno de los golpes multiplicados, había amenazado su vida en varias veces... Y ahora se había dignado a bajar a hablar con ella como si se tratara de un igual. Incluso pronunciaba su nombre...
Kokuō volvió a sentarse en la cama y sacudió ligeramente la cabeza. No. Aquello no probaba nada. Si estaba ocurriendo todo aquello era única y exclusivamente porque Daruu deseaba recuperar a Ayame a cualquier costa. De haber estado las cosas como antes, para él aún sería aquel monstruo sanguinario, y prueba de ello era el punzante desprecio del resto de humanos como Yui.
Todos eran muy valientes cuando tenían a su presa sometida y recluida, sin posibilidad de defenderse.
«No se acostumbre a esto.» Advirtió Kokuō, seria. «Hoy se lo he concedido como agradecimiento.»
«Lo sé... Gracias. Por cierto, lo he sentido, deberías cuidar esa fiebre, Kokuō.»
«¿Qué es la fiebre?»
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La mañana del tercer día, el humano peculiar volvió a visitar a las reas. Anunció su llegada el portón metálico, y unos pasos inusualmente nerviosos. Amedama Daruu arrastró la silla y se colocó frente a los barrotes, esta vez bastante más cerca. Sonreía, y sujetaba entre los dedos de la mano izquierda un papelito de color rosa pálido.
—Buenos días, Ayame, Kokuō —dijo—. ¿Qué tal lleváis la fiebre?
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Pasaron tres fríos y húmedos días con sus tres frías y húmedas noches.
Y cuando Daruu regresó a visitar a Ayame y a Kokuō se encontró con varias sutiles diferencias: la primera era la bandeja junto a la puerta, con un cuenco con caldo ya frío y un plato con algo de arroz, ambos a medio comer en lugar de estar intactos. La segunda era el estado del propio Bijū, que permanecía sentada con las piernas cruzadas contra la pared, terriblemente sombría y malhumorada.
Un gesto que se acrecentó aún más al escuchar las palabras del muchacho.
—Así que fue usted. Usted se lo dijo a esos estúpidos humanos —respondió, con un ronco gruñido—. Han estado viniendo tres veces al día. Y tres veces al día han estado reduciéndome y forzándome a comer esa comida y a ingerir ese asqueroso líquido. ¿"Medicina", lo llaman? ¡JÁ! ¡Me están envenenando!
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Daruu casi tiene que agarrarse a la silla para no caer al suelo y partirse de la risa. Cogió la silla y, con un pequeño salto, la acercó un poco más.
—Kokuo. ¿Te encuentras peor ahora que antes de que esos estúpidos humanos te obligaran a ingerir ese veneno? —observó, cruzándose de brazos—. Me sorprende que sepas lo que es un veneno y no lo que es una medicina. ¿No has visto nunca a Ayame tomarla?
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De todas las reacciones posibles, lo que menos esperaba era que Daruu se echara a reír de repente. Y aquello la llenó de ira. Enardecida, Kokuō se levantó de golpe y se abalanzó sobre los barrotes.
—¿¡LE PARECE GRACIOSO!? —bramó, sacudiendo sin éxito aquellas detestables barras de metal.
Daruu no había sido testigo de aquellas escenas. Dos shinobi entrando en su celda sin mediar palabra, uno de ellos inmovilizándola contra el suelo o contra la cama y el otro obligándola a ingerir entre gritos. "¡Come maldito monstruo!" fueron las palabras más amables que llegó a escuchar.
—Kokuō —habló él, más calmado—. ¿Te encuentras peor ahora que antes de que esos estúpidos humanos te obligaran a ingerir ese veneno? —observó, cruzándose de brazos—. Me sorprende que sepas lo que es un veneno y no lo que es una medicina. ¿No has visto nunca a Ayame tomarla?
—Si fuera medicina no tendría ese sabor tan horrible. Es veneno —gruñó, con las mandíbulas apretadas.
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—Me parece gracioso, porque estás teniendo la reacción de una niña pequeña —dijo Daruu, inclinándose hacia adelante—. Si yo quisiera envenenar a alguien enmascararía cualquier mal sabor y olor con algo placentero, como fresas o chocolate. No, Kokuo, la medicina nunca sabe bien. Pero cura.
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—Me parece gracioso, porque estás teniendo la reacción de una niña pequeña —respondió Daruu, inclinándose hacia delante, hacia un Bijū que, de no haber tenido aquellas rejas de por medio, sin duda habría saltado sobre su cuello—. Si yo quisiera envenenar a alguien enmascararía cualquier mal sabor y olor con algo placentero, como fresas o chocolate. No, Kokuō, la medicina nunca sabe bien. Pero cura.
«Te lo dije.»
Kokuō gruñó con más fuerza aún, un gruñido que nacía desde lo más profundo de su pecho y reverberaba entre sus dientes. Sus manos se cerraron con fuerza alrededor de los barrotes, hasta el punto que sus nudillos se volvieron blancos. Y, tras un último apretón, terminó por relajarse.
—Los humanos son terriblemente frágiles —comentó, enrabietada—. "Come, pero eso no que es venenoso", "bebe", "no enfermes", "toma medicinas"... ¡BAH! —resopló, cruzándose de brazos y apoyándose en la pared más cercana—. ¿Y qué está haciendo usted otra vez aquí? ¿Ha venido a presenciar el próximo pase del espectáculo?
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Daruu rio.
—Sí, por desgracia somos bastante frágiles —confirmó—. Y a lo segundo, pues te contesto lo mismo que el otro día. He venido a visitar a Ayame. Y de paso a visitarte a ti.
Se cruzó de brazos y echó la espalda hacia atrás. Dejó caer la cabeza para quedarse mirando al techo.
—Kokuō. ¿Hay alguna manera de que podamos entendernos? —Difícil—. Ahora mismo, yo deseo que reviertan el sello. Y tú saldrías perjudicada. Eso es bueno para mi y para Ayame, pero malo para ti. Y si te quedas como estás, podríamos llegar a llevarnos... más o menos bien. Pero Ayame estaría encerrada.
»Yo digo que dejemos de fijarnos en esa paradoja y rompamos la pared. Encontremos una forma diferente de ayudarnos. De que los tres estemos contentos. Y libres.
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