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14/09/2021, 00:35
(Última modificación: 15/09/2021, 22:52 por Uchiha Datsue. Editado 2 veces en total.)
El dios Tsukuyomi brillaba en la bóveda celeste, bañando con sus cabellos blancos el oscuro manto que se alargaba sobre el océano de arena del País del Viento. Las dunas, inmaculadas y lisas, tenían un único rastro de varios kilómetros de recorrido: unas pisadas entre dos surcos pronunciados. Al final de estas, una silueta avanzaba sobre el filo de una montaña. Lo hacía con pasos pesados y lentos. No era para menos. Tiraba de una cuerda atada a una especie de trineo de madera, sobre la que reposaba un chico de cabellos verdes.
— My mother told me, someday I will buy! —cantaba Zaide, sujetando con una mano una antorcha que no tan solo le iluminaba el camino, sino que mantenía a raya el frío— . Galleys with good oars, sail to distant shores.
» Stand up on the prow, ¡noble barque I steer! Steady course to the haven, hew many foe-men!
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Habían pasado ya un par de días desde que salió de aquella cueva. ¿Cuántos exactamente? No tenía ni idea, pues solo salía de vez en cuando de su sellado para cumplir con sus necesidades básicas. Ahora se encontraba sentado en un trineo, apoyado en el borde mientras veía el desierto pasar.
No encontraba el Río de Oro en ningún lado, ni ninguna de las aldeas que había visto en su viaje. Solo veía dunas y arena. Nada más. Otra cosa que también llevaba tiempo sin ver era a su compañero, pero no estaba preocupado por él. Sabía que estaba bien. Tenía que estarlo.
En algún momento llegó a pensar en saltar, pero sabía que no llegaría muy lejos y que incluso si conseguía escapar por un milagro estaría condenando a Yota. Al final, decidió que tenía que ser paciente y esperar a que se le presentase la oportunidad de salir de esa.
Y si no conseguía salir de esa, también tenía que prepararse para lo que pasaría después.
— Oye. —Le llamó la atención cuando terminó de cantar—. ¿Tienes algo donde pueda escribir?
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Zaide torció la cabeza para mirarle. No le vio, no obstante. La había girado hacia la derecha y el único ojo que podía enfocar al kusajin era el ojo ciego.
—Algo tengo —confesó—. ¿Para qué lo quieres, huh? ¿Piensas dejar notas escondidas en una botella de cristal, con la esperanza de que alguien las encuentre?
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Daigo se rio un poco. La verdad es que no era una mala idea.
— Algo así. —Dijo—. Hay cosas que quiero dejar por escrito por si muero ¿sabes?
Empezó a gatear hasta la parte frontal para acercarse a Zaide.
— No te preocupes. No es nada que pueda joderte.
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Zaide dejó de tirar. Por un momento, tan solo se escuchó el crepitar de su antorcha y el viento arrastrando la arena. Tras unos segundos, se llevó la mano libre a un bolsillo interno de su abrigo de piel y extrajo un trozo arrancado de un pergamino. Estaba arrugado y tenía alguna mancha, como si hubiese sufrido algún tipo de humedad.
Se dio la vuelta y se lo extendió a Daigo. Junto a un lápiz.
—Tómate tu tiempo —dijo, tan solo, dejando la antorcha a media altura para que el chico pudiese ver lo que escribía. Era una noche cerrada, aquella, y las sombras se cernían sobre ellos como un ejército de ninjas sobre Dragón Rojo. El fuego era lo único que las mantenía a raya, y ahora que la observaba, a aquella antorcha le quedaba más bien poco.
Sonrió. ¿Era aquel un mensaje del destino?
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— Gracias. —Le respondió con tranquilidad al Uchiha mientras tomaba el pergamino y el lápiz que le había prestado—. Tardaré un poco.
Y sin más, apoyó el pergamino en la carreta, donde la luz de la antorcha todavía le permitía ver lo que escribía. Era algo incómodo, pues todavía tenía las manos esposadas, pero eso no parecía importarle demasiado.
Tsukiyama Daigo provenía de una familia muy pobre y su carrera como ninja nunca fue nada remarcable en lo que a resultados respecta, así que realmente no tenía un solo Ryō a su nombre. Por eso sabía que no podía dejar ningún bien material, pero eso no le importaba, pues en su lugar quería dejar al mundo una de las cosas más importantes para un ninja.
Si Zaide se asomaba, vería a Daigo haciendo algunos bocetos muy simples mientras aprovechaba cada centímetro del pergamino para llenarlo de letras. No hacía falta ser demasiado observador para darse cuenta de lo que estaba haciendo.
En su manual "Cómo Proteger a los Demás con tus Puños", Daigo escribió con todo detalle cómo utilizar todas y cada una de las técnicas que él mismo había creado a lo largo de su vida ninja. Se trataba de una serie de técnicas muy útiles para cualquier combatiente cuerpo a cuerpo, pero que él sabía que todavía no había podido sacarle todo su potencial. Incluso apuntó algunas técnicas que ni siquiera dominado del todo todavía, con la esperanza de que alguien más las desarrollase.
Esperaba que un día, si él no estaba allí para hacerlo él mismo, alguien más rápido, fuerte e inteligente que él utilizase aquellas técnicas para proteger a alguien más.
Al terminar, el chico enrolló el pergamino y lo dejó a un lado. Todavía no sabía exactamente qué hacer con él exactamente, pero podría pensar en aquello luego. De momento, con tenerlo todo por escrito por si acaso, todo estaba bien.
— Ya está. —Le dijo—. Gracias.
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Zaide asintió. Aunque estuviese camino a su perdición, y él fuese el responsable, Daigo se había ganado su respeto. No lo bastante como para no cobrarse su recompensa, pero sí el suficiente como para darle la oportunidad de despedirse. Aunque esa despedida fuese, por lo que había podido comprobar con el rabillo del ojo, una especie de manual de cómo pegar con los puños.
Recuperó su lápiz y volvió a tirar de la cuerda.
—No creo que Nathifa deje usar correos a los presos. —No es que lo creyese, es que lo sabía. Ventajas de haber estado preso allí—. Pero conociéndote, seguro que te las ingenias para conseguirlo.
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Daigo le guiñó el ojo a Zaide con una sonrisilla, aunque este estaba de espaldas y no podía verlo.
— Ya me las arreglaré. No te preocupes. —Dijo, y volvió a recostarse en el borde del trineo.
Allí, el chico no podía evitar preguntarse qué haría ahora. Si llegaban a la prisión y quedaba en manos de Nathifa, poco podía hacer Daigo para decidir su destino.
«En el mejor de los casos me querrá poner el sello de esclavitud». Pensó Daigo. «Ningún sello podrá doblegar mi voluntad, pero quizás podría hacerle creer que lo ha conseguido».
Aunque sabía que era complicado que Nathifa quisiera hacer eso, pues de poco le iba a servir un esclavo que no podía andar.
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Una voz socarrona sorprendería a ambos ninjas desde las sombras.
—¡Coño, pero si es Ho, Ho, Hotei!
El propietario de tan ocurrente chanza no era ni más ni menos que un muchacho de cabellos negros revueltos, cara desfigurada por una horrible quemadura, y ropajes sucios que cubría con una capa de viaje gastada que le llegaba hasta las pantorrillas.
El Uchiha miró primero a Daigo, prestando especial atención a su visiblemente maltrecho tren inferior.
—Más te vale ponerte bien antes de tu gran noche, o algún niño de la Ribera del Sur se quedará sin regalos —dijo, ácido. Luego miró a Zaide como si fuese la primera vez que le conocía—. Qué reno má feo, joder. Siempre me los imaginé con más pelo... Aunque de cuernos va bien servido.
¿Probablemente no se encontraría de un humor tan socarrón si no se tratase de un mero clon? Probablemente. Pero las implicaciones de una fútil existencia, tan frágil como una gota de lluvia en el viento, escapaban muchas veces al entendimiento de los seres humanos, tan apegados a sus cuerpos de carne y hueso, siempre buscando preservar su integridad física ante todo.
—¿Qué tramais, morenos? —terminó por cuestionar, con semblante ceñudo y la boca apestándole a sake. Pudiera ser esa otra de las razones de su particular verborrea aquella noche; pudiera ser.
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—¡Coño, pero si es Ho, Ho, Hotei!
—¡Cojones! —exclamó Zaide, del susto.
Lo cierto era que, momentos antes de aparecer el intruso, Zaide ya había soltado la cuerda, activado el Sharingan y posado las manos en sus hachas. Para alguien con su percepción, sentir el chakra de ninjas poderosos a su alrededor era como notar una ráfaga de viento en la cara en un oasis de calma. Era una cualidad que poseían muchos ninjas, pero Zaide creía que el porcentaje aumentaba considerablemente entre los criminales y exiliados. No porque fuesen mejores, sino porque en su mundo, no enterarte cuando un hijo de la grandísima puta se te acerca acaba normalmente en tu muerte. Y los muertos no entran en los baremos.
«Uchiha… ¿Akame?» No podía creérselo, pero el Sharingan no engañaba. No había Henge, ni ninguna capa que camuflase su apariencia. El corazón de Zaide, encabritado, se permitió bajar unas cuantas revoluciones. Incluso sus manos descendieron. ¿Qué narices hacía allí? Desde luego, el mundo era un pañuelo.
«Joder. No podía ser en otro momento». Había hecho creer a Yota y Daigo que Dragón Rojo seguía unido y que Akame era, por tanto, su aliado. Un engaño que estaba a punto de desmoronarse sobre el Sin Piernas. Y, si Kusagakure conseguía rescatarle de la Prisión del Yermo…
«Mierda. Joder, ¡mierda! Tenías que aparecer precisamente ahora, joder».
—Cuánto omoide te has metido, ¿huh? —replicó, intentando salvar la situación—. Nos confundes con el Dios de la Fortuna, te olvidas que secuestré a Daigo y Yota para cobrar una recompensa por ellos… —hablaba en un tono bromista, pero su expresión no podía ser más seria—. No estarás pensando también que ahora vuelves a ser el jōnin modélico de Uzu, ¿huh?
¿Le seguiría el juego? No se veían desde el gran atentado y las acciones de Uchiha Akame eran siempre un gran misterio, pero no perdía nada por intentarlo.
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El chico seguía sumido en sus pensamientos, intentando sin demasiado éxito pensar en todo lo que podría pasar a partir de aquel momento y cómo podría utilizarlo para salir de aquella situación, cuando una voz desconocida lo sobresaltó.
— ¡Coño, pero si es Ho, Ho, Hotei!
— ¿Eh?
Cuando alzó la mirada, el chico se sorprendió al ver que el propietario de aquella voz no era ni más ni menos que...
— Uchiha Akame... —Se habría levantado y puesto en guardia en aquel mismo momento, pero... bueno. No podía—. Tranquilo. Ningún niño se quedará sin regalos este año. —Contestó, serio.
Apoyado en el borde del trineo, el chico se movió para estar lo más recto posible mientras los Uchiha conversaban, sin interrumpirlos.
«Aquí está pasando algo raro...» Lo pensaba por la manera en la que se hablaban, pero todavía no sabía exactamente de qué se trataba.
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El Kage Bunshin levantó las manos con gesto pretendidamente ofendido. Miró a Zaide, luego a Daigo, y finalmente a Zaide otra vez. «¿Así que secuestrar a dos ninjas de la Hierba y pedir un rescate por ellos, eh? Estás todavía más loco de lo que siempre pensé, cabrón.» Luego se inclinó ligeramente hacia los muchachos, con porte y aliento de borracho.
— Omoide no, viejo amigo. Eso nunca —le guiñó un ojo—. Pero, ¡coño! una buena botella de sake... ¿Cómo esperas que me caliente en una noche tan fría si no, en mitad del desierto, mientras vigilo que no haya kusareños en la costa?
Luego miró a Daigo.
— Eso sí, no te olvides de nuestro pequeño acuerdo, ¿eh? Me debes una —apostilló, con una sonrisa maliciosa, mientras le seguía el juego a su compañero criminal—. Quiero el secreto de tu Kaji Saiban.
Daigo probablemente no entendería una sola palabra de aquella misteriosa frase, pero Akame se refería —por supuesto— al jutsu que su primo había usado para burlar a la mismísima Muerte.
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A Zaide le invadió una tos repentina, como si le hubiese entrado algo mal por la garganta. En aquel caso, por el oído. «Pedazo de bastardo. ¿De verdad pretende que…?» La tos se convirtió en un carraspeo, y el carraspeo en el escupitajo de una gran y viscosa flema. Con aquellos cambios de temperatura tan bruscos ya estaba incubando otra maldita gripe.
—Sí, sí. Tu cabeza ofídica y nublada por el sake todavía debe recordar que siempre he pagado mis deudas contigo, ¿huh? —Se refería, precisamente, al Kaji Saiban. De no ser por Akame, quizá Zaide se hubiese ahogado en su propia sangre después de su pírrica victoria. No le había pedido nada a cambio, y aún así Zaide se lo había dado. Pero estaba visto que aquella pequeña sanguijuela todavía quería ganar de él más poder. Qué remedio—. ¿Te queda algo de ese brebaje medicinal? No nos vendría mal humedecer un poco la garganta.
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Mientras los dos cabezas de dragón hablaban, el kusajin simplemente escuchaba con atención. Estaba tenso desde el momento en el que Akame apareció y no se molestaba en ocultarlo. Odiaba a ese tipo, aunque no siempre fue así.
En el pasado, Uchiha Akame era alguien a quien Daigo respetaba. Un ninja prodigio que ganó en el primer Torneo de los Dojos en el que él mismo participó poco después de graduarse como genin. Realmente no lo llegó a conocer mucho en persona. Solo lo vio combatir y escuchó hablar de él, pero había sido suficiente para ganarse parte de su admiración.
Eso fue antes de que traicionase a su aldea y a todo aquel que confió en él, claro.
— ¿Qué es un Kaji Saiban? —Acabó preguntando Daigo a los Uchiha, sin apartar la mirada de Akame.
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5/10/2021, 18:02
(Última modificación: 5/10/2021, 18:02 por Uchiha Akame.)
Akame —o más bien su Kage Bunshin— esbozó una incontrolable y viperina sonrisa cuando Zaide accedió, a regañadientes, a devolverle su favor. Akame sabía que, de hecho, aquella deuda ya estaba más que pagada; pero no de la forma en la que el menor de los Uchiha hubiese querido. Él recordaba muy bien haber pedido a Zaide el secreto de su Técnica de Inmortalidad, aquella que había usado para, aun hoy de forma inexplicable para Akame, sobrevivir a la pérdida de su testaruda mollera. Claro, Zaide le había compensado por las molestias de haberle salvado la vida cuando todo Sekiryū estaba pendiente del Gran Dragón, presentándole a Shikage... Y dándole acceso a la Familia Animal Bakutohebi.
Pero, como bien sabían todos sus miembros, un trato era un trato. Si te dejabas engañar —o peor, si dabas más de lo acordado— era únicamente problema tuyo. Akame no había pasado mucho tiempo con las serpientes, pero aquella lección la había aprendido rápido.
Se encogió de hombros cuando Zaide le pidió bebida, como diciendo aunque quisiera, no podría darte ni una gota. ¡Sólo soy un simple clon!. No le pasó desapercibida sin embargo la pregunta del tullido, ni la irreprimible mirada de odio con la que le taladraba.
—¿Y a ti qué te pasa, si puede saberse? —inquirió el Kage Bunshin, cruzándose de brazos—. Aparte de lo evidente, quiero decir —añadió, aludiendo al lamentable estado del tullido—. ¿Tengo monos en la cara o qué?
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