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—¡Pero si ni siquiera quisiste probar el taiyaki sólo porque tenía forma de pez! —repuso Ayame—. ¡Tú no eres Daruu! A ver... ¿Cuál es tu comida favorita?
Daruu levantó una ceja y entrecerró los párpados. «Espera... ¿de verdad lo piensa? Quiero decir... Estamos volando en una técnica que, en teoría, sólo sé hacer yo, y lo sabe Kōri. Debe de estar de broma, ¿no...?» El muchacho observó los ojillos inquisidores de Ayame, su nariz arrugada, sus labios fruncidos en un mohín de pura sospecha. «Oh, es Ayame. Por supuesto que piensa que soy un impostor. Veamos...»
No pasaba nada por divertirse un poco.
—Esto... esto... —Fingió nerviosismo—. ¡El... el cerdo con curry! —«Aguardemos al espectáculo.»
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«Tirada de Carisma 30: 3d10. Dificultad 4»
«Resultado: 10, 1, 1. FRACASO.»
—Esto... esto... —balbuceó Daruu. Parecía nervioso, pero había algo más en él, algo muy extraño en su gesto. Ayame clavó sus iris en los suyos perlados, creyendo que sería capaz de ver más allá de él como hacía su padre. El Hyūga había movido los ojos hacia arriba a la izquierda, y...—. ¡El... el cerdo con curry!
Lo tenía. Pero al escuchar aquellas palabras se le escurrió la certeza de entre los dedos. Ayame ahogó una exclamación, horrorizada.
—¡No eres tú! —gritó, y al estirar el brazo para señalarle estuvo a punto de caerse del pájaro sobre el que volaba—. ¡Kōri-sensei! ¡Él no es Daruu! ¡Su comida favorita e...!
—Ayame, estamos volando sobre una técnica que sólo él conoce —la interrumpió, y ella enmudeció de golpe—. A no ser que nuestro supuesto intruso sepa también copiar las técnicas de otros, no hay manera alguna de levantar sospechas por muy extraño que resulte.
»O a no ser que sea en realidad Kiroe-san.
Kōri les estaba dando la espalda, aunque por su rostro jamás podrían haberlo adivinado, pero estaba continuando la broma iniciada por el genin.
Y Ayame se había vuelto, de nuevo horrorizada, hacia su supuesto compañero.
—E... ¿Es eso verdad...? ¿Eres Kiroe-san...?
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24/01/2018, 09:46
(Última modificación: 24/01/2018, 09:47 por Amedama Daruu.)
Ayame ahogó un grito, sumida en el terror más absoluto (y absurdo). Le gritó que no era él, señalándole con el brazo extendido. Se dio la vuelta hacia Kōri para tratar de advertirle, mientras Daruu se aguantaba la risa como bien podía.
El Hielo la instó a ir un poco más allá y le recordó que si él fuese un extraño no podría realizar la técnica de los pájaros de caramelo.
«Jodeeeer, qué soso, Kōri, podrías seguirme el rollo de vez en cuando...»
»O a no ser que sea en realidad Kiroe-san.
«¡Sí, joder, sí, te quiero, cubito de hielo andante!»
Cuando Ayame se dio la vuelta, Daruu había utilizado el Henge no Jutsu para transformar su cabeza en la de Amedama Kiroe.
—¡JAJA, SÍ! —dijo, sonriendo malévolamente—. SOY YO. KIROE-SAN. —Era el doble de perturbador, porque a pesar de todo seguía teniendo su voz.
La cabeza le estalló en una nubecilla de humo.
—Ayame, eres muy inocente —dijo—. A ver, son palitos rebozados sin espinas y que no saben nada a mar. Tienen especias y vienen con salsa y patatas. Me gustan. Es mi placer culpable. La excepción que confirma la regla.
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Pero, para su completo horror, cuando giró la cabeza de nuevo hacia su compañero de equipo se encontró con el rostro de Amedama Kiroe, aún vestida con las ropas de Daruu, sonriéndole de forma siniestra.
—¡JAJA, SÍ! SOY YO. KIROE-SAN.
—¡¡¡AAAAAAAHHH!!!
Ayame chilló, presa del pánico. Pues la voz que había salido de los labios de aquella mujer seguía siendo la de su hijo.
Y entonces, su cabeza estalló en una nube de humo y el Hyūga volvió a reaparecer de entre los jirones.
—Ayame, eres muy inocente —le dijo.
—Eres... ¡¡IDIOTA!! —aulló ella, con el gesto al rojo vivo por la vergüenza y la rabia contenidas. Tuvo que recordarse que estaban volando a lomos de dos pájaros a decenas de metros de altura, porque no le faltaban las ganas de saltar sobre él y agarrarle del cuello como mínimo.
—A ver, son palitos rebozados sin espinas y que no saben nada a mar. Tienen especias y vienen con salsa y patatas. Me gustan. Es mi placer culpable. La excepción que confirma la regla.
—¡Me da igual! Eres tonto. —se reafirmó ella con los brazos cruzados sobre el pecho, tajante—. El taiyaki no te lo quisiste comer porque tenía forma de pez siendo sólo masa y relleno sin nada de pescado.
—Basta de juegos —les cortó Kōri desde el frente—. Pero esto no ha sido sólo un juego. Ayame, deberías aprender a no creértelo todo. Te puedes llevar más de un disgusto por ello, por no hablar de hacer peligrar las misiones en las que participes.
Ella agachó la cabeza, apesadumbrada. Sabía que su hermano y sensei tenía razón, pero también sabía que por mucho que lo había intentado a lo largo de todo aquel tiempo, le resultaba imposible ponerlo en práctica.
Sólo le quedaba seguir poniendo todo su empeño en ello.
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—¡Pero deja de llamarme tonto! ¡Odio el pescado! —protestó Daruu—. ¡Esto no tiene forma de pez, ni sabe a pez! ¡Aquello tenía forma de pez y me recordaba a ellos! ¡Y cállate ya que de sólo imaginármelo me entran arcadas! —La realidad, como de costumbre, ocultaba más verdad detrás. Lo cierto es que de pequeño sí le gustaba el taiyaki. Hasta que un fatídico día... su madre decidió darle a probar uno relleno de pasta de pescado para gastarle una broma.
—Basta de juegos —sentenció Kōri, dando fin a la discusión—. Pero esto no ha sido sólo un juego. Ayame, deberías aprender a no creértelo todo. Te puedes llevar más de un disgusto por ello, por no hablar de hacer peligrar las misiones en las que participes.
Se hizo el silencio.
Daruu se mordió el labio inferior. Por su culpa, Ayame se había llevado una pequeña reprimenda. Si no le hubiera seguido el juego... El muchacho bajó la mirada y se concentró en el suelo. Sobrevolaban ahora por encima de un bosque de pinos. En el horizonte, no muy lejos, se podían ver ya las siluetas de los edificios de Coladragón, también el muelle y los barcos. Más allá, a lo lejos, el Cabo del Dragón, las olas rompiendo sin descanso contra las rocas.
—Deberíamos aprovechar un claro del bosque para aterrizar —sugirió Daruu—. Si lo hacemos en medio de la plaza, con un búho gigante y dos pájaros de colorines, nuestro objetivo de no llamar mucho la atención se va a ir un poco al garete, ¿no?
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Se formó un tenso silencio alrededor de los tres shinobi, tan sólo roto por el rugido del viento y de la lluvia en sus oídos. Estaban sobrevolando un extenso bosque de pinos, pero la mirada de Ayame estaba perdida en el horizonte, donde se empezaba a atisbar el difuso perfil de los edificios y los mástiles de los barcos amarrados en el puerto recortándose contra el cielo. ¿Aquello era Coladragón? ¿Tan rápido había pasado el medio día?
—Deberíamos aprovechar un claro del bosque para aterrizar —sugirió Daruu de repente, y Ayame le miró, curiosa—. Si lo hacemos en medio de la plaza, con un búho gigante y dos pájaros de colorines, nuestro objetivo de no llamar mucho la atención se va a ir un poco al garete, ¿no?
Kōri, desde su posición, asintió. Y sin formular siquiera una respuesta Yukiō inició el descenso que los pájaros de Daruu deberían seguir. Ayame ahogó una exclamación cuando un extraño cosquilleo invadió su pecho al verse tirada por la fuerza de la gravedad. Los pinos se hicieron gigantes conforme se acercaban al suelo y terminaron por aterrizar suavemente en un pequeño claro que se abría en el bosque y en el que habían comenzado a florecer algunas flores entre la hierba.
El Hielo bajó de su montura, y tras darle las gracias al búho con una inclinación de cabeza, el animal marchó con una breve explosión de humo. Ligeramente aturdida, Ayame también bajó de su pájaro, aunque cuando lo hizo tuvo que volver a apoyar una mano en él. Después del vuelo tenía el sentido del equilibrio trastocado, y sentía que el suelo bajo sus pies aún se movía.
—Uh...
—De aquí a Coladragón habrá una media hora de camino —informó Kōri, antes de iniciar el paso.
—Una pregunta —intervino Ayame, separándose casi a regañadientes del pájaro para seguir los pasos de su hermano. Se sentía como un pato mareado caminando de aquella manera...—. Se supone que queremos llamar lo menos la atención, quizás sería buena idea esconder nuestras bandanas... Aunque, olvidadlo, de todas maneras llevamos armas encima —se apresuró a corregirse, con las mejillas encendidas.
«Vaya idea, ¡idiota!»
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Sin pronunciar ni una sola palabra, el Hielo asintió, y su búho nival comenzó a descender lánguidamente hacia uno de los múltiples claros del bosque. Daruu se concentró y controló a sus pájaros para que hicieran lo mismo. Las aves perdieron altura y se posaron a unos metros por encima de las copas. Agitando sus alas, bajaron hasta casi la altura del suelo, removiendo la hierba con el viento que provocaban y asustando a otros pájaros más pequeños y a unas ardillas que estaban en los árboles del borde exterior.
La bellota que sujetaba una de ellas rodó por el suelo cuando los pájaros de caramelo tomaron finalmente tierra dejándose caer y Daruu bajó al suelo. Golpeó la punta de su zapato mientras el genin estiraba el dorsal.
—¿Mmh? —Miró hacia abajo y le dio una patada a la bellota, que rebotó varias veces antes de perderse entre los arbustos—. ¡Aahhh! Qué ganas tenía de estirarme un poco.
—De aquí a Coladragón habrá una media hora de camino —dijo Kōri, aunque más bien significaba "venga, iniciemos la media hora de camino". El Hielo, sin esperar tener que dar la orden, simplemente comenzó a caminar.
Daruu comenzó a seguirle. Detrás de él, los pájaros de caramelo se deshicieron en una gelatinosa masa poco agradable a la vista, entremezclándose en un charco de color aguamarina. Cualquiera que prestase atención se daría cuenta de que en realidad, el supuesto Amedama, conjunto de técnicas tocayas al apellido familiar, sólo era una versión modificada, o más avanzada, del Mizuame, el Sirope Escarchado de la escuela de técnicas de agua.
—Una pregunta —propuso Ayame—. Se supone que queremos llamar lo menos la atención, quizás sería buena idea esconder nuestras bandanas... Aunque, olvidadlo, de todas maneras llevamos armas encima.
Daruu rió al ver que ella misma se había contestado, y sin embargo puntualizó:
—En realidad, en otras circunstancias puede ser muy buena idea. Si sales fuera del país, aunque por las armas y demás puedan imaginar que eres una kunoichi, te interesa no identificarte como shinobi de ninguna villa en completo.
»Respecto a Coladragón, no creo que pase nada si tres shinobi se pasean por ahí. No creo que seamos los únicos ninjas, y sin duda habrá guardias fijos. Lo que pasa es que entrar en la plaza con tres pájaros gigantes es como gritar "OYE, VENIMOS DE MISIÓN URGENTE, CORRED CONTÁDSELO A TODOS LOS VECINOS". No sé si me entiendes.
»De todas formas, creo que Kōri-sensei ya llama bastante la atención. Es... muy blanco. Perdón, Kōri-sensei.
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26/01/2018, 12:03
(Última modificación: 26/01/2018, 12:03 por Aotsuki Ayame.)
Daruu se rio abiertamente ante su comentario, y la muchacha se sonrojó casi de manera instantánea. Había hecho el ridículo.
—En realidad, en otras circunstancias puede ser muy buena idea. Si sales fuera del país, aunque por las armas y demás puedan imaginar que eres una kunoichi, te interesa no identificarte como shinobi de ninguna villa en completo.
«Estaría bien poder pasar por civiles normales y corrientes, pero esconder todas las armas es muy complicado...» Pensó Ayame, aunque no lo compartió en voz alta. «Quizás con una transformación, pero mantenerla en el tiempo también sería costoso. Y si terminaran pillándonos sería aún peor.»
—Respecto a Coladragón —continuaba Daruu, ajeno al constante zumbido de los engranajes del cerebro en marcha de su compañera—, no creo que pase nada si tres shinobi se pasean por ahí. No creo que seamos los únicos ninjas, y sin duda habrá guardias fijos. Lo que pasa es que entrar en la plaza con tres pájaros gigantes es como gritar "OYE, VENIMOS DE MISIÓN URGENTE, CORRED CONTÁDSELO A TODOS LOS VECINOS". No sé si me entiendes.
No pudo evitarlo, Ayame rompió a reír ante aquella dramatización.
—De todas formas, creo que Kōri-sensei ya llama bastante la atención. Es... muy blanco. Perdón, Kōri-sensei.
El Jōnin, que había estado observando la escena en silencio, negó con la cabeza, restándole importancia al asunto.
—No es la primera vez que voy a Coladragón, y en algunos sitios ya me conocen. Intentar pasar desapercibidos ante ellos sería inútil. Lo mejor es que actuemos con normalidad y calma.
—Entendido —asintió Ayame.
Nunca antes le alegró tanto que Daruu tuviera razón. Coladragón no tenía nada que ver con Shinogi-To. El pequeño pueblo se asentaba en el cabo que le daba su nombre, y el suave rumor del océano enseguida acompañó al de la lluvia cuando pusieron sus pies dentro. Con aquella tormenta, la playa no parecía un lugar apetecible de baño, pero la vista, con todos aquellos barcos y barcas de pesca, era espectacular. Si miraban a lo lejos incluso se podía adivinar entre la bruma la sutil silueta de los picos del Cabo del Dragón. Y aquí y allá había multitud de puestos de compra con toda clase de objetos. Ayame se detuvo más de una vez a contemplar algún que otro objeto brillante que llamaba la atención de sus ojos.
—¡Antes de irnos tengo que comprarme algún recuerdo! —decidió, con una sonrisa cargada de ilusión.
—¿Os parece bien que vayamos a comer algo antes de iniciar la misión? —les preguntó Kōri a sus dos pupilos.
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El trío de shinobi llegó por fin a Coladragón. El olor a mar y el sonido de las olas les recibieron con los brazos abiertos, mientras los tres disfrutaban de un poco de tranquilidad después de estirar las piernas. Estaban cansados, y a Daruu no se le ocurría, al menos en ese momento, un mejor lugar donde parar a descansar. Él ya había estado allí, y conocía los barcos y el muelle y los puestos, las tiendas y los restaurantes de calle con pescado rebozado y patatas fritas. Pero Ayame, como una niña pequeña ilusionaba, botaba con sus pasos de gacelilla de un lado para otro maravillándose con cada detalle, con los edificios de madera blancos y azules, con la playa a ambos lados del embarcadero.
Daruu sonrió y apoyó una mano en su hombro con ternura. «Jamás me ha hecho tan feliz ver a alguien con esa expresión de ilusión. Eres maravillosa, Ayame-chan.»
—¡Antes de irnos tengo que comprarme algún recuerdo! —exclamó la kunoichi.
—¡Pero bueno! Que no hemos venido de turismo —rio Daruu.
—¿Os parece bien que vayamos a comer algo antes de iniciar la misión? —les preguntó Kōri.
Daruu se giró hacia él y bufó con fastidio.
—¿Cómo, que no vamos siquiera a esperar hasta mañana para empezar? ¡Estoy muy cansado!
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—¿Cómo, que no vamos siquiera a esperar hasta mañana para empezar? ¡Estoy muy cansado!
Kōri le dirigió una breve mirada. De haber sido otra persona, quizás habría abierto los ojos en señal de sorpresa. Pero él no era otra persona, él era Kōri, El Hielo. Y los sentimientos no se atrevían siquiera a asomarse a la comisura de sus labios.
—Sólo ha pasado medio día desde la mañana, Daruu-kun. Además, lo ideal sería que comprobáramos cuanto antes si los rumores de que algo le ha podido pasar a Shiruuba-san son ciertos y trazar un plan —añadió, en apenas un susurro de nieve—. Vamos, conozco un buen sitio para comer.
El lugar en cuestión estaba cerca del puerto, en un acogedor rincón donde llegaba el susurro de las olas cercanas. Era un edificio bastante atractivo, de dos plantas de altura y paredes de colores ocre. Sobre la puerta, de color azul y con múltiples grabados de conchas, estrellas de mar y caballitos de mar; un letrero protagonizado por un alegre cangrejo rezaba "Posada Bajo el Mar".
Entraron, y unos cascabeles de cristal sobre la puerta anunciaron su llegada. Y la posada era tan atractiva por dentro como por fuera. El suelo simulaba arena blanca, las paredes, azules, simulaban las olas. Y todo el mobiliario de alrededor parecían rocas e incluso corales.
—¡QUÉ BONITO! —exclamó Ayame, maravillada.
Desde el centro del salón, un hombre que había estado atendiendo una mesa cercana no tardó en reparar en ellos y, con una espléndida sonrisa, se acercó a recibirlos. Era alto y espigado. Bastante espigado. Tenía la piel bastante bronceada y los ojos oscuros, que contrastaba con sus cabellos de un color rojo vivo.
—¡Bienvenidos! ¡Oh, bienvenidos a la Posada Bajo el Mar! Mesa para tres, ¿verdad? Acompañadme, por favor.
Les guió hasta una de las mesas y Ayame se sentó junto a la ventana para poder ver el mar en todo su esplendor. Era una vista que quitaba el aliento, pero era una lástima que se viera alterada por la continua tormenta que asolaba el País de la Tormenta. De igual manera, aquello le daba un toque... especial.
—Mi nombre es Kaniseba, a su servicio —dijo el encargado, servicial, mientras repartía entre ellos los cubiertos, los vasos y las cartas—. Enseguida les tomaremos nota, señores.
—¡Muchas gracias, Kaniseba-san! —expresó Ayame, con una sonrisa, antes de que se marchara.
Sólo después tomó la carta y, durante un instante, sintió una terrible presión en el pecho. Miró a Daruu de reojo, y después a su hermano, esperando en cualquier momento un estallido de ira por parte del genin.
«Aquí sólo hay pescado.» Pensó. Aquel parecía un restaurante especializado en pescados y mariscos, algo que quizás debería haber deducido con el nombre de la posada. Afortunadamente, también estaba la especialidad de la casa: "Pezqueñines de la lonja rebozados y patatas de la huerta".
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Las quejas de Daruu cayeron en saco roto. El muchacho resopló y, abatido, dejó caer los brazos. «Claro», pensó, «él ha invocado a su búho y luego el animal ha hecho todo el trabajo duro. Yo he tenido que estar todo el rato concentrado para que mis pájaros volasen». Indignado, se limitó a seguir a sus compañeros.
El trió fue cerca del puerto, donde tuvieron que seguir escuchando a Daruu refunfuñar no se qué cosa de que iban a acabar comiendo pescado "del malo". El lugar en cuestión sí que acabó teniendo pinta de vender pescado "del malo", precisamente. A casi pie del mar, el edificio tenía dos plantas. Las paredes, de color ocre, encerraban una puerta con decoraciones llenas de todas las cosas que Daruu jamás se atrevería a probar.
«Posada Bajo el Mar. Bajo el mar están mis expectativas». Daruu cruzó el umbral de entrada de brazos cruzados.
Cualquier persona habría reconocido la buena decoración del sitio, inspirada en el lecho marino, pero Daruu no era cualquier persona y estaba más preocupado en otro asunto: la búsqueda desesperada de la carta más cercana. Si aún no se había sentado, todavía podía salir corriendo.
Desafortunadamente, un hombre alto y moreno, con el pelo de un extravagante color rojo y con un acento todavía más extravagante, les echó el anzuelo. Nunca mejor dicho. Les sentó en la mesa. Les tendió tres cartas.
Y me váis a permitir utilizar el verso. ¿Sabéis que rima con extravagante?
BOGAVANTE.
Y ESO ES DE LO QUE ESTABA LLENA LA CARTA. DE PESCADO ASQUEROSO, GAMBAS Y BOGAVANTES.
—Yo no voy a comer nada —soltó Daruu, en cuanto Kaniseba se marchó después de repartir las cartas—. Aquí no está el típico pescado en piezas rebozados de Coladragón. Lo que más se le parece es esto de pezqueñines. Los pezqueñines no se pueden despiezar en trozos que no parecen pescado. Yo no quiero pescaito frito, no quiero nada que tenga forma de pez. Podéis comer vosotros, yo cogeré algo de la mochila. Hum. —Se cruzó de brazos y apartó la mirada hacia el horizonte, donde las olas danzaban bajo la tormenta—. Patatas de la huerta. Puf. A ver en qué huerta del País de la Tormenta van a cultivar patatas. Menudos pijos. El pescado rebozado de Coladragón se come bien en los puestecitos callejeros.
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—Yo no voy a comer nada —soltó Daruu, y Ayame le miró extrañada. No fue la única.
«¿Pero no acaba de decir que el pescado de Coladragón sí le gustaba?»
Como si le estuviera leyendo la mente, el genin continuó hablando:
—Aquí no está el típico pescado en piezas rebozados de Coladragón. Lo que más se le parece es esto de pezqueñines. Los pezqueñines no se pueden despiezar en trozos que no parecen pescado. Yo no quiero pescaito frito, no quiero nada que tenga forma de pez. Podéis comer vosotros, yo cogeré algo de la mochila. Hum. —Con la actitud de un chiquillo, se había cruzado de brazos, con la mirada perdida en el horizonte.
Ayame miró de reojo a su hermano con el corazón encogido. ¿Qué iban a hacer ahora? ¿Se marcharían del lugar después de haber sido atendidos de aquella manera tan cordial y sentados en la mesa incluso? ¿Y qué dirían? ¿Que no les gustaba la comida? No quería romper el corazón de Kamiseba-san de aquella manera...
Sin embargo, para su completa sorpresa, Kōri negó con la cabeza, restándole importancia al asunto.
—Patatas de la huerta. Puf. A ver en qué huerta del País de la Tormenta van a cultivar patatas. Menudos pijos —seguía refunfuñando el Hyūga—. El pescado rebozado de Coladragón se come bien en los puestecitos callejeros.
En ese momento, se acercó una camarera. Era una joven que apenas superaba la edad adulta, alta y con cintura de avispa, con una larga cabellera ondulada de un vivo color rojo que resaltaban sus ojos azules como el mar y gesto risueño. A modo de vestimenta llevaba una camiseta morada con estampados de conchas y unos pantalones ajustados de color verde cuya textura parecía simular escamas.
—¿Se han decidido ya, señores? —tenía una voz melodiosa, como si estuviera a punto de ponerse a cantar en cualquier momento.
—Una de la especialidad de la casa y agua fría.
—¡Para mí también! Pero el agua, mejor del tiempo...
—Muy bien —asintió la camarera, apuntando las comandas en una libreta que llevaba consigo. Entonces se volvió hacia Daruu—. ¿Y para usted?
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No pasó mucho tiempo hasta que una jovencita risueña se presentó para tomarles nota. Los compañeros de Daruu hicieron caso omiso de sus quejas y el genin desvió la cabeza, molesto. Kōri pidió un agua fría y Ayame un agua del tiempo. La muchacha se dirigió hacia un Daruu que ni siquiera le sostenía la mirada.
—Agua para beber —sentenció—. Nada para comer. Gracias.
Al contrario que a su compañera, Daruu no tenía ni pizca de compasión con los dueños del local. Pese a que el tono con el que hablaba era completamente respetuoso, el muchacho se había decidido a no probar nada que tuviera forma de pez.
Y lo llevaría hasta el final.
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Ayame se mordió el labio inferior, apurada. Daruu ni siquiera se había vuelto para mirar a su interlocutora y, en su lugar, había respondido con un seco:
—Agua para beber. Nada para comer. Gracias.
—¡Muy bien! ¡Enseguida os lo traigo!
La muchacha se marchó hasta la barra, donde le dio la comanda a un chico aún más joven que ella, rubio y vestido con ropajes amarillos con rayas azules. Y Ayame se puso a juguetear con sus manos, nerviosa, mientras un denso silencio se tejía a su alrededor. Kōri no era muy hablador, por lo que era imposible que iniciara él un tema de conversación, y tal y como estaba Daruu... No le quedaba otra que mirar por la ventana y perderse en las olas del mar mientras esperaban la comida.
Afortunadamente no tuvieron que esperar demasiado. Aunque aquel escaso tiempo se le hizo eterno.
—Aquí tenéis, siento la demora —dijo la camarera, sonriente, aunque no había tardado más de la cuenta—. ¡Espero que disfrutéis de la comida!
—Gracias.
—¡Gracias!
La camarera se marchó, y Ayame se centró en su comida. La verdad era que aquel plato de pescado era el más apetecible que había visto nunca. Trozos de pescado alargados con un rebozado perfectamente dorado, acompañado de rodajas de limón exquisitamente dispuestas y un pegote de salsa que parecía ser mayonesa aderezado con varias hierbas y especias. A modo de acompañamiento, una pequeña porción de patatas, doradas, crujientes y al punto de sal.
No había rastro alguno de ninguna clase de forma de pez. Parecía que los pezqueñines se quedaban simplemente en el nombre.
—¡Que aproveche! —exclamó Ayame, antes de probar el delicioso manjar.
Mientras Kōri tenía su mirada clavada en Daruu.
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Daruu tosió, mirando de reojo los platos sobre la mesa. Se revolvió, incómodo. Tosió un par de veces más, haciéndose el distraído, intentando no mirar a Kōri ni a Ayame a los ojos. Tosió. Bebió agua. Suspiró. Bebió agua.
—Disculpad, necesito ir al baño —anunció, se levantó de la silla y se alejó hacia el servicio.
Al cabo de unos minutos, volvió a sentarse y volvió a mirar por la ventana, a toser y a beber agua.
La camarera vino un poco después y puso un plato de pezqueñines encima de la mesa.
—Muchas gracias.
Tosió. Bebió agua. Cogió un pedazo de pescado y lo mojó en la salsa. Lo mordió.
Dejó el pedazo encima de la mesa.
Se cruzó de brazos.
—¿Y por qué le llaman pezqueñines si son los palitos de pescado de siempre? —susurró en un grito, inclinándose hacia sus compañeros, como si estos pudieran hablarle con la mirada—. Hala, ya podéis dejar de mirarme así. A comer. Que aproveche. Mmh qué rico y todo eso. Puf.
Se concentró en su comida.
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