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Sumidos en un tenso silencio, solamente roto por el crujido de los tablones de madera bajo sus pies y el susurro de las olas rompiendo contra el improvisado puente, el trío de shinobi siguió caminando durante un largo rato hacia su desconocido pero inexorable destino. Ayame dubitativa, con los hombros hundidos; Daruu, más seguro sobre el camino a seguir; y ambos abrazados por la brisa gélida de Kōri, que avanzaba como un muro inexpugnable a cualquier tipo de sentimiento. Ninguno de los tres sabía qué les aguardaba en el otro extremo, pero los tres estaban en la misma situación y sabían que debían hacer todo lo posible por salir del lío en el que se habían metido.
Fuera como fuese.
Y, al fin, llegaron. Sus pies acariciaron la arena de una nueva playa en una nueva isla, mucho más grande que donde habían aparecido. Durante un instante, Ayame no pudo evitar preguntarse si aquellas dos serían las únicas islas de aquel mundo falso o si, por el contrario, existiría todo un archipiélago conectado por puentes de madera como el que acababan de cruzar. Se adentraron en la isla y al abandonar la playa continuaron por un sendero de tierra marcado en la tierra que les hizo subir cuesta arriba por una loma que discurría entre peñascos. Terminaron a las pies de una muralla que rodeaba un pueblo al más puro estilo de Shinogi-To, tal y como había descrito Daruu anteriormente, y Ayame sintió un escalofrío. Era una muralla sin vigilantes, como un cascarón roto. Si no hubiese sido por el humo que salía de las chimeneas de las primeras casas, cualquiera habría dicho que aquella era una ciudad fantasma.
Y aquel sentimiento no la alivió. Porque aquella era, efectivamente, una ciudad esqueleto.
De repente les llegó el olor de la carne recién asada. Provenía de la casa más cercana, que tenía toda la apariencia de una taberna como la que se podría encontrar en cualquier ciudad normal. Si no fuera porque Ayame había comido hacía relativamente poco, se habría sentido terriblemente tentada por la idea de comer allí. Pero su cuerpo la traicionaba, y se rendía inevitablemente ante la promesa de calor y una silla en la que sentarse. Kōri avanzó un paso hacia la puerta de entrada.
—V... ¿Vamos a entrar ahí?
Él volvió sus ojos hacia ambos.
—Hemos estado caminando durante un largo rato, necesitamos descansar —explicó, antes de añadir en apenas un susurro—. No encontraremos nada deambulando de un lado para otro, tenemos que comprobar qué clase de lugar es este. Recordad todo lo que hemos hablado.
Ayame agachó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Y cuando su hermano apoyó la mano en la puerta y la abrió, se agazapó tras su espalda. ¿Qué tipo de persona podía llevar una taberna en aquellas condiciones? Si hacían caso a sus suposiciones, las personas que habían terminado en aquel libro habían sido, como poco, ladrones. ¿Habían rehecho su vida allí?
Fuera como fuera, no estaba preparada para encontrarse cara a cara con uno de los dueños de aquellos esqueletos.
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Daruu y Ayame trataban de resistirse al influjo del buen olor y a la promesa de una silla en un lugar cálido, quizás incluso a la promesa de una cama caliente.
Kōri opinó que necesitaban un descanso, pero luego, en voz baja, añadió que sería buena idea averiguar la clase de lugar dónde se encontraban. Daruu asintió con gesto grave y acompañó al Hielo hacia el interior de la taberna.
Era un lugar amplio, inmaculadamente pulcro y bien iluminado. Vamos, todo lo contrario a lo que podría haber sido cualquier tugurio de mala muerte de Shinogi-To. El camarero, un hombre orondo de pelo castaño y bigote, vestido con un uniforme negro y arremangado y un delantal blanco, les miró con los ojos abiertos como platos. Parecía que no sabía cómo saludarles, o más bien que hacía mucho tiempo que no saludaba a alguien...
—Ho-hola. ¡Hola! ¡Bienvenidos! —dijo, con una amplia sonrisa—. ¿Son nuevos por aquí? ¡Hacía tiempo que no venía algún alma perdida más al pueblo!
»Por favor, tomen asiento, ¡tómenlo!
Daruu dibujó una sonrisa falsa y se acercó a una de las mesas más cerca de la chimenea, donde agradeció el falso calor del fuego. Retiró una silla y tomó asiento, apoyando un brazo en el respaldo y dejando una pierna colgando. Suspiró, se quitó la capa de viaje, y dejó la mochila a un lado.
—Deben de estar confusos —dijo el dueño—. No se preocupen. Todos tienen la misma cara que ustedes, cuando se mudan. Pero este pueblo es todo lo que podríamos soñar. Tranquilo. Sin crimen. Con toda la comida y el agua que puedan pedir. Sin tener que preocuparse por el dinero...
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Y aunque no debería haberse sorprendido después de lo que habían vivido hasta el momento en aquel reflejo de mundo, Ayame se sorprendió.
La taberna era como cualquier otra que podría haber encontrado en el mundo real, y desde luego mucho más limpia y pulcra de lo que muchos establecimientos de Shinogi-To eran. Era un lugar amplio, bien iluminado y cuidado con un mimo extremo. Detrás de la barra, el camarero les miraba como quien hubiera visto a un fantasma. Era un hombre voluminoso, de pelo castaño y con bigote, y que vestía un uniforme negro por debajo de un delantal blanco.
«Aunque en realidad somos nosotros los que estamos viendo a uno.» No pudo evitar pensar Ayame, sombría, y hundió la mirada en el suelo para no tener que mirarle a la cara a aquel hombre que, en el mundo real, ya estaba muerto.
—Ho-hola. ¡Hola! ¡Bienvenidos! —les saludó, y una amplia sonrisa curvó su bigote—. ¿Son nuevos por aquí? ¡Hacía tiempo que no venía algún alma perdida más al pueblo!
«Almas perdidas... eso es lo que somos...»
—Por favor, tomen asiento, ¡tómenlo!
—Muchas gracias —respondió Kōri, inclinando la cabeza con respeto, pero los dos chicos que le acompañaban parecían haber enmudecido.
Se acercaron a una de las mesas más cercanas. Ayame, después de dejar su voluminosa mochila en el suelo y quitarse la capa de viaje, había tomado la silla que quedaba más cerca de la puerta en un acto tan estúpido como inconsciente, y seguía con la mirada clavada en la mesa como si no hubiera nada más interesante en el mundo.
El hombre debía de comprender aquella situación, ya que enseguida acompañó la conversación
—Deben de estar confusos —dijo el dueño—. No se preocupen. Todos tienen la misma cara que ustedes, cuando se mudan. Pero este pueblo es todo lo que podríamos soñar. Tranquilo. Sin crimen. Con toda la comida y el agua que puedan pedir. Sin tener que preocuparse por el dinero...
«¿Sin dinero? ¿Y de dónde sacan...?»
—Lo siento, señor. La situación nos ha... pillado desprevenidos y los tres estamos terriblemente asustados y cansados. Especialmente mi hermana pequeña —añadió Kōri, señalando directamente a Ayame con un gesto de su cabeza. Ella enrojeció rápidamente al ver la atención recayendo sobre ella como un jarro de agua fría—. ¿Ha pasado mucha gente por aquí?
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El dueño del bar se acercó a la muchacha y le revolvió los cabellos.
—No te preocupes, corazón —dijo—. Yo llegué aquí hace mucho tiempo. No sé qué tuve que hacer en la otra vida, pero se ve que me gané el cielo.
Daruu enarcó una ceja.
«Esta gente de veras cree que está en un paraíso...» Daruu cerró los puños con fuerza. «¿Cuánto ha tenido que pasar para que haya perdido completamente la memoria?»
Entonces, algo golpeó a Daruu. ¿Y si el tiempo pasaba allí más lento que en exterior? Por cómo hablaba aquél hombre, llevaba años viviendo allí, y eso no sería posible dado que Amegakure había mantenido un contacto regular con Shiruuba hasta hacía, probablemente, algunos años. Pero menos desde luego de los que se necesitaba para aseverar que no recordaba su "otra vida".
—Y bueno, muchacho, no somos más que quizás unos quince, dieciséis. Es un lugar muy privilegiado, así que supongo que la Diosa no admite a mucha gente...
«¿¡La Diosa!?»
—Hey, chico, el de la cara de enfado. Tranquilo, muchos reaccionan así al venir. No se creen lo que les ha pasado, y no paran decir tonterías sobre un brillo cegador. ¡Es la luz del túnel, claro! Pero qué se le va a hacer... Bueno, ¿queréis comida y bebida? Pedid lo que queráis. Seguro que está en el almacén.
El estómago de Daruu rugió.
Arrugó el morro y pronunció, con asco:
—Una pizza carbonara.
«Cualquier cosa, ¿no? Vamos, Shiruuba, dame mi puta pizza. Ya que tengo que soportar tus gilipolleces voy a soportarlas como tu invitado de lujo.»
—¡Claro! —respondió el camarero, sin darle mayor importancia ni cuestionar el pedido.
—Y un tanque de hidromiel pluvial. —«Esto es una locura. El alcohol ayudará»—. Cargada.
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El camarero se acercó a la mesa y entonces apoyó su enorme manaza en la cabeza de Ayame y le revolvió el cabello en un gesto conciliador.
Pero ella quiso gritar.
«¡¡¡NO ME TOQUES!!! ¡¡¡Estás muerto!!! ¡MUERTO!» Chilló en su fuero interno, con lágrimas en los ojos. Muy poco le faltó para licuar su cuerpo y escapar de su contacto, pero sus ojos se encontraron con los de Kōri, gélidos e inexpresivos, y se vio obligada a contenerse.
Pero el pobre hombre, completamente ajeno a sus pensamientos, dijo:
—No te preocupes, corazón —dijo—. Yo llegué aquí hace mucho tiempo. No sé qué tuve que hacer en la otra vida, pero se ve que me gané el cielo.
«Espera... ¿no recuerda nada de su vida?» Pensó, completamente aterrorizada. ¿Ellos también terminarían perdiendo la memoria? ¿Olvidarían todo lo que tenían en el mundo real? Su padre, la madre de Daruu, sus amigos, la pastelería de Kiroe, Amegakure... ¿Lo olvidarían todo? «¡No, no no!»
—Y bueno, muchacho, no somos más que quizás unos quince, dieciséis —continuó hablando, respondiendo al fin a la pregunta de Kōri—. Es un lugar muy privilegiado, así que supongo que la Diosa no admite a mucha gente...
«¿¡DIOSA!?» ¡¿Aquella gente adoraba a Shiruuba como una diosa?! ¿Hasta aquel punto habían llegado?
—Hey, chico, el de la cara de enfado —añadió, dirigiéndose directamente a Daruu—. Tranquilo, muchos reaccionan así al venir. No se creen lo que les ha pasado, y no paran decir tonterías sobre un brillo cegador. ¡Es la luz del túnel, claro! Pero qué se le va a hacer... Bueno, ¿queréis comida y bebida? Pedid lo que queráis. Seguro que está en el almacén.
«Definitivamente ha olvidado todo lo referente al libro y su sello...» Meditaba, y no pudo evitar sentir pena por aquellas personas. ¿Estarían todas igual que aquel hombre? ¿Terminarían ellos así...?
—Una pizza carbonara —pidió Daruu, para estupefacción de Ayame.
—Unos bollitos con vainilla —añadió Kōri.
Ayame no habló. De hecho, si llegaban a preguntarle, lo máximo que serían capaz de obtener de ella sería una enérgica negación con la cabeza.
—¡Claro! —respondió el tabernero.
—Y un tanque de hidromiel pluvial. Cargada —añadió Daruu.
Ayame arrugó la nariz al escucharle. Y sólo cuando el camarero se alejó para satisfacer sus pedidos, la kunoichi se inclinó hacia delante.
—¿Desde cuándo tomas alcohol? —le preguntó en un susurro, y su tono de voz destilaba el más absoluto de los desprecios. Nada tenía que ver al comentario casi jocoso que le hizo una vez cuando le cuestionó que comiera pizza con piña. Aquello iba mucho más allá. Para ella, era algo casi imperdonable—. ¿Y qué haces bebiendo en una situación así? ¡¿Estás loco?!
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Daruu levantó una ceja y sonrió, incrédulo.
—Ayame, relájate un poco —dijo—. Sólo es un poco de hidromiel pluvial. Está buena. Está dulce. No soy alcóholico ni me voy a emborrachar. Tranquilízate. —Se dirigió hacia Kōri—: ¿De verdas crees que te van a traer los bollitos de vainilla de mi madre, sensei?
Al cabo de un rato, el camarero volvió con una bandeja enorme. Era una pizza carbonara de tamaño familiar.
—Como los demás no han pedido nada, he supuesto que era para compartir —dijo—. Ahora vengo con las bebidas. —Se acercó a la barra, y cogió otra bandeja—. ¡Y con el postre! Aquí tenéis. Chica, como no has pedido nada te he traído una jarra con agua, para que al menos bebas algo. ¡Que aproveche!
Daruu observó su jarra y su pizza, y dio un trago de la primera. Sabía igual que la de Los kunai cruzados. Arrugó el entrecejo.
—Tenemos que salir de aquí —susurró—. No sé cuánto tiempo pasa en el mundo real mientras lo hace aquí, pero nuestros cuerpos están ahí fuera sin poder comer ni beber. Esta comida no es real.
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Pero Daruu, lejos de amilanarse, alzó una ceja y esbozó una breve sonrisa.
—Ayame, relájate un poco —dijo—. Sólo es un poco de hidromiel pluvial. Está buena. Está dulce. No soy alcóholico ni me voy a emborrachar. Tranquilízate.
Ella volvió a acomodarse en su silla, pero lejos de relajarse frunció aún más el ceño.
—No estamos en situación como para permitirnos embotarnos con el alcohol —replicó, claramente irritada.
Sin embargo, detrás de aquella simple excusa lógica que esgrimía como un escudo, había mucho más. Pero Daruu no podía entenderlo. Simplemente, no podía.
Y entonces, el genin se volvió hacia Kōri.
—¿De verdas crees que te van a traer los bollitos de vainilla de mi madre, sensei?
Él le miró con fijeza, pero no llegó a responder.
El tabernero volvió un rato después con una humeante bandeja de gran tamaño. Sobre ella, una pizza carbonara de tamaño familiar que parecía recién salida del horno. Ayame apartó la mirada a un lado, tratando inútilmente de ignorar el exquisito olor que le estaba llegando.
—Como los demás no han pedido nada, he supuesto que era para compartir —les dijo—. Ahora vengo con las bebidas. —Se volvió hacia la barra, y enseguida regresó con otra bandeja—. ¡Y con el postre! Aquí tenéis. Chica, como no has pedido nada te he traído una jarra con agua, para que al menos bebas algo. ¡Que aproveche!
—Gracias —respondió Kōri, con una nueva inclinación de cabeza.
Ayame, rígida como una tabla en su silla, mantenía las manos cruzadas sobre las piernas mientras sus ojos iban y venían entre los diferentes platos y bebidas como si temiera que en cuanto les fuera a poner un dedo encima fueran a estallar. Seguía negándose en rotundo a comer, por muy apetecible y tentadora que resultara la comida. No quería acostumbrarse a las comodidades de aquel mundo falso, temía comenzar a olvidar en cuanto lo hiciera. Y además... había oído mil y un cuentos sobre personas que se quedaban encerradas en el infierno para siempre después de probar bocado de la comida de allí.
—Tenemos que salir de aquí —susurró Daruu, después de darle un sorbo a su jarra—. No sé cuánto tiempo pasa en el mundo real mientras lo hace aquí, pero nuestros cuerpos están ahí fuera sin poder comer ni beber. Esta comida no es real.
—Lo sé... —farfulló Ayame, con ojos llorosos.
Kōri asintió. Había fijado los ojos en los bollitos de vainilla, y, de alguna manera, parecía algo decepcionado.
—No son los de Kiroe-san —afirmó en un susurró, antes de clavar su mirada en los dos genin.
Ayame ladeó la cabeza, ligeramente confundida. ¿De verdad había esperado que le trajera los famosos bollos de la Pastelería de Kiroe? ¿Por qué había hecho esa suposición? Sin embargo, el Jōnin no añadió nada más. Con toda la parsimonia del mundo, tomó una porción de pizza y levantó la cabeza para dirigirse al tabernero.
—Disculpe, señor. Antes ha dicho algo sobre una diosa. ¿A qué se refería exactamente?
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Shiruuba conocía el hidromiel pluvial, en eso no había dudas, pero era muy difícil replicar los bollitos de vainilla de la pastelería de su madre. Los bollos no tenían la misma forma, y sin duda, tampoco sabrían de igual manera. Eso significaba qué...
—Es evidente que Shiruuba no puede cumplir los deseos de todo el mundo —dijo Daruu, en un susurro—. Lo que ocurre es que se esfuerza por mantener cómodo a todo el mundo. Como en cualquier Genjutsu, no puedes crear sensaciones que no conoces ni imitar formas que podrían ser cualquiera, si no eres capaz de leer la mente del otro.
El camarero se había alejado unos metros, dispuesto a volver a la barra, pero se giró inmediatamente cuando Kōri llamó su atención con una nueva pregunta.
—Ella vela por todos nosotros —dijo, con la mirada perdida del fanático de cualquier religión—. Ella nos juzgó y decidió que fuimos válidos para venir al paraíso. Ella es Todo, y Todo es Ella. Se ocupa de que haya de todo lo bueno con su poder ilimitado, y se ocupa de que no haya nada malo, también.
—¿Cómo se ocupa de que no haya nada malo? ¿Y si alguno de vosotros decide, por ejemplo... robar a otro?
—¿Para qué? ¡Si tenemos todo lo que queremos! —Claro. Aquella lógica era aplastante—. Excepto si te niegas a aceptar tu muerte y crees que todavía estás vivo, claro. Eso no puede ser. A todo el mundo le cuesta, pero hay gente que no lo acepta. Esa gente va al Infierno.
Daruu entrecerró los ojos.
—¿El Infierno?
Nadie sabe lo que es, pero esa gente no vuelve, y bien merecido se lo tienen. Hay quien intenta incluso atacar a la Diosa. ¡Qué locura!
Daruu intercambió miradas con Ayame y con Kōri.
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Ante la pregunta del Jōnin, el hombre se detuvo a mitad de camino hacia la barra y se volvió hacia ellos de nuevo. Sus ojos brillaban con un extasiado destello de fervor cuando respondió:
—Ella vela por todos nosotros. Ella nos juzgó y decidió que fuimos válidos para venir al paraíso.
«Érais ladrones como mínimo.» Se recordó Ayame, mordiéndose la lengua para no soltar lo que estaba pensando. Parecía que, después de todo, Shiruuba no sólo le había hecho olvidar toda su anterior vida. También le había lavado el cerebro. «No puedo acabar como él. Me niego a seguir ciegamente a una lunática.»
—Ella es Todo, y Todo es Ella —seguía hablando, con ferviente pasión—. Se ocupa de que haya de todo lo bueno con su poder ilimitado, y se ocupa de que no haya nada malo, también.
—¿Cómo se ocupa de que no haya nada malo? —intervino Daruu—. ¿Y si alguno de vosotros decide, por ejemplo... robar a otro?
—¿Para qué? ¡Si tenemos todo lo que queremos! —rebatió el tabernero—. Excepto si te niegas a aceptar tu muerte y crees que todavía estás vivo, claro. Eso no puede ser. A todo el mundo le cuesta, pero hay gente que no lo acepta. Esa gente va al Infierno.
Ayame sintió que el corazón se le congelaba en el pecho.
—¿El Infierno? —se atrevió a preguntar Daruu, reflejando la duda de los tres.
—Nadie sabe lo que es, pero esa gente no vuelve, y bien merecido se lo tienen. Hay quien intenta incluso atacar a la Diosa. ¡Qué locura!
Daruu intercambió una mirada con ambos, y Ayame se la devolvió, pálida como la luna llena. Sin embargo, Kōri no pareció reaccionar.
—Tiene razón. Qué locura —afirmó, mientras seguía comiendo sin ningún tipo de reparo.
Pero Ayame seguía sin probar bocado alguno, cada vez más inquieta ante las perspectivas. ¿Estaban condenados a quedarse allí para siempre mientras sus cuerpos físicos se consumían bajo la amenaza de un castigo incierto como seguro? ¿Qué les habría pasado a aquellas pobres personas que se habían atrevido a enfrentar a Shiruuba? ¿Si morían en aquella realidad su cuerpo real entraría en un coma hasta que terminara por consumirse? Tragó saliva, pero tenía la boca tan seca como si estuviera intentando tragar la suela de una zapatilla.
—¿Es posible... sufrir daños aquí? —se atrevió a hablar con voz tan entrecortada como débil. Por el rabillo del ojo percibió la mirada cargada de advertencia de Kōri, pero ya era tarde para echarse atrás—. Puedes tener lo que quieras, pero... ¿qué pasa si alguien se lleva mal con otro alguien por cualquier motivo? ¿Qué pasa si intenta atacarle?
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Una vez más, Daruu vio difícil disimular la mirada de admiración que le dedicó a su maestro. Pese a que intentaba día a día parecerse un poco más a él, la sorprendente facilidad con la que se mostraba relajado y confiado, dadas las circunstancias, era sorprendente. La que peor lo llevaba de los tres era la pobre Ayame, que estaba como siempre dando vueltas por su propia cabeza sin encontrar la puerta de salida. Daruu la miró y entrecerró los ojos, triste. «Ojalá supiera ayudarte a mantener la calma, pero tengo que intentarlo con todas mis fuerzas sólo para mantener la mía propia.»
—¿Es posible... sufrir daños aquí? —A pesar de todo, hacía preguntas útiles. «Aunque a este paso yo nos consideraría tremendamente sospechosos. Claro que a ojos de este tipo, sólo estamos confundidos»—. Puedes tener lo que quieras, pero... ¿qué pasa si alguien se lleva mal con otro alguien por cualquier motivo? ¿Qué pasa si intenta atacarle?
El rostro del camarero se ensombreció.
—Un aviso de la Diosa. Y luego, al Infierno. Sólo hay una oportunidad de redención. —Se dio la vuelta, y caminó hacia la barra—. Tenemos muchos días para hablar del Paraíso. Lo primero que deberíais de hacer es ir a vuestro nuevo hogar. ¡Una casa para cada uno! Podéis coger cualquiera de las casas vacías, pero no hagáis como esa chiquilla de la zona norte. Aquello está desierto. ¿Por qué elegir vivir sólo cuando tienes un maravilloso vecindario aquí, cerca de la playa?
»A no ser que seas un hereje. Pero la Diosa lo sabría. Ella siempre sabe todo.
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El rostro del tabernero se ensombreció ante su pregunta.
—Un aviso de la Diosa. Y luego, al Infierno. Sólo hay una oportunidad de redención —respondió, antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la barra—. Tenemos muchos días para hablar del Paraíso. Lo primero que deberíais de hacer es ir a vuestro nuevo hogar.
«Ho... ¿Hogar...?» Pensó Ayame.
—¡Una casa para cada uno! Podéis coger cualquiera de las casas vacías, pero no hagáis como esa chiquilla de la zona norte. Aquello está desierto. ¿Por qué elegir vivir sólo cuando tienes un maravilloso vecindario aquí, cerca de la playa? A no ser que seas un hereje. Pero la Diosa lo sabría. Ella siempre sabe todo. A no ser que seas un hereje. Pero la Diosa lo sabría. Ella siempre sabe todo.
«Una casa para cada uno.» Se repitió mentalmente mirando de reojo a Daruu y a Kōri. «¿De verdad tendremos que separarnos así sin más?» La sola idea le aterrorizaba. ¿Cómo iba a poder dormir sola en una casa desconocida en un lugar desconocido del que estaba intentando escapar desesperadamente?
Sin embargo, Kōri seguía igual de impertérrito que siempre. A ojos ajenos, y para alguien que no le conociera lo suficiente, no sería difícil imaginar que ya había aceptado su destino.
—Eso haremos. Muchas gracias, señor —dijo, dedicándole una última inclinación con la cabeza al tabernero antes de levantarse. La silla chirrió contra el suelo en el proceso. Los platos, sobre la mesa, ya sólo conservaban algunas migajas como pobres testigos de lo ocurrido—. Vámonos, chicos. Nos espera un largo tiempo en El Paraíso.
Ayame salió detrás de ellos arrastrando los pies, y sólo una vez estuvieron de nuevo bajo el cielo y en ausencia de oídos ajenos, se atrevió a preguntar en voz baja:
—¿De verdad vamos a hacerlo? ¿Buscar una casa para cada uno?
—No parece que haya elección —respondió Kōri—. Pero me gustaría conocer a esa chica de la que ha hablado el tabernero. Puede que sea como él, pero también ser que guarde algo interesante. —se volvió hacia Ayame y con una mano le revolvió los cabellos en un gesto fraternal—. Deja de preocuparte tanto, Ayame. Tu actitud sólo va a levantar sospechas entre los vecinos.
—Lo siento...
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Daruu apretó los puños y los dientes con rabia. «Es decir, o haces lo que yo digo y aceptas que te vas a quedar aquí para siempre o te castigo». Aquello era, definitivamente, una auténtica tiranía. Pero no sólo estaba eso. Estaba también ese supuesto Infierno. ¿Qué podía ser un infierno? Si Daruu hubiera sido un gato, se le habrían erizado todos los pelos de la espalda.
Aquél mundo les prometía una casa, pero no un hogar. Su hogar estaba lejos, en el piso de arriba de una pastelería.
Kōri siguió con su máscara de hielo y le dio la razón al dueño de la taberna como a los locos. «Como lo que es». Luego, les instó a irse. Daruu se levantó, arrastrando las patas de la silla sobre la madera
—¿De verdad vamos a hacerlo? ¿Buscar una casa para cada uno? —preguntó Ayame cuando salieron del local.
—No, vamos a...
—No parece que haya elección —respondió Kōri—. Pero me gustaría conocer a esa chica de la que ha hablado el tabernero. Puede que sea como él, pero también ser que guarde algo interesante. —se volvió hacia Ayame y con una mano le revolvió los cabellos en un gesto fraternal—. Deja de preocuparte tanto, Ayame. Tu actitud sólo va a levantar sospechas entre los vecinos.
—Lo siento...
Daruu se acercó a Ayame y la cogió por detrás de los hombros con delicadeza y cariño.
—No te preocupes, Ayame. Saldremos de aquí.
»Kōri-sensei, ¿crees que esa chica podría estar en contra de Shiruuba? Por cómo hablaba el dueño del restaurante, no parece que la vieja se tome muy bien las herejías.
»Aunque, dicho sea de paso, me intriga que no nos haya enviado a nosotros a ese Infierno del que tanto habla. ¿Estará intentando convencernos?
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Daruu también se había acercado a ella, y la tomó por detrás de los hombros en un gesto cálido cargado de cariño.
—No te preocupes, Ayame. Saldremos de aquí —dijo, antes de volverse hacia Kōri—: Kōri-sensei, ¿crees que esa chica podría estar en contra de Shiruuba? Por cómo hablaba el dueño del restaurante, no parece que la vieja se tome muy bien las herejías.
—No lo sé, y por eso no podemos bajar la guardia. Aunque lo más probable sea que, si de verdad esa mujer está en contra de Shiruuba y ella como supuesta diosa no se ha dado cuenta, es que está actuando con la misma precaución que nosotros o más. Mantener esa fachada durante tanto tiempo...
—Aunque, dicho sea de paso, me intriga que no nos haya enviado a nosotros a ese Infierno del que tanto habla. ¿Estará intentando convencernos?
—Es probable —respondió el jōnin—. Pero dudo mucho que tenga tanta paciencia como para mantener esa piedad en el tiempo.
—Entonces debemos darnos prisa... —intervino Ayame.
Los tres shinobi siguieron su trayecto hacia el norte del pueblo. A cada paso que daban, Ayame miraba por el rabillo del ojo las casas que les rodeaban. Aún no se hacía a la idea de que tendría que pasar la noche sola en una de aquellas, y a cada momento que pasaba la idea se le antojaba más y más terrorífica.
—Me pregunto, ¿por qué llevar una posada cuando no te mueves por dinero? —preguntó en voz alta, recordando al tabernero—. Quiero decir, si puedes tener todo lo que quieras sin esfuerzo... ¿para qué necesitas trabajar?
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Los chicos pasaban al lado de hileras e hileras de casas de piedra con la chimenea apagada, todas iguales. Formaban una perfecta urbanización sin disparidad, como el ejército de una nación con una identidad muy marcada. Daruu sintió el mismo escalofrío que si estuviera viendo marchar uno de estos.
—Me pregunto, ¿por qué llevar una posada cuando no te mueves por dinero? —preguntó Ayame a medio camino—. Quiero decir, si puedes tener todo lo que quieras sin esfuerzo... ¿para qué necesitas trabajar?
Daruu se encogió de hombros.
—Tal vez porque las promesas de tener todo lo que quieras están condicionadas a que formes una pieza clave en la fantasía infantil de Shiruuba —intentó Daruu—. Así habrán taberneros, herreros para la cubertería, carpinteros para los muebles...
»O quizás, simplemente, nadie pueda vivir durante mucho tiempo sin hacer algo productivo. A lo mejor, era uno de esos bandidos, y su sueño siempre había sido poseer una taberna. ¿Te imaginas a mi madre mucho tiempo sin dedicarse a la repostería?
Encontraron la casa de la que el tabernero les había hablado. No fue difícil: era la única a la que habían pintado de color de rosa, tal vez en un acto de rebeldía, esperó Daruu. Cuando se plantaron enfrente de ella, el muchacho se adelantó y tocó tres veces a la puerta.
No hubo respuesta.
—Pero si os fijáis, la chimenea está...
La puerta de madera cedió, chirriando. Ante el umbral apareció una joven de unos veintidós años, a juzgar por su aspecto. Tenía una media melena negra, y vestía con unos pantalones de color negro que le llegaban hasta la mitad de los muslos, una camiseta violeta, y por encima de todo, un mono vaquero de color azul apagado. Tenía unos ojos grandes de color gris.
Y llevaba sobre la frente la bandana de Amegakure.
La mujer se les quedó mirando con la boca abierta, y dos lágrimas silenciosas cayeron por el borde de su rostro.
«¿Una ninja como nosotros? Pero...»
—Por favor... pasad la noche conmigo. Hace mucho que no veo a nadie de la aldea... ¡Por favor! —Hizo una reverencia, casi con la frente en el suelo.
Nivel: 32
Exp: 71 puntos
Dinero: 4420 ryōs
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· Int 80
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· Vol 60
· Des 60
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19/02/2018, 10:46
(Última modificación: 19/02/2018, 10:47 por Aotsuki Ayame.)
Junto a ella, Daruu se encogió de hombros, inseguro.
—Tal vez porque las promesas de tener todo lo que quieras están condicionadas a que formes una pieza clave en la fantasía infantil de Shiruuba. Así habrá taberneros, herreros para la cubertería, carpinteros para los muebles... —respondió, pero Ayame torció el gesto ligeramente, no muy convencida al respecto—. O quizás, simplemente, nadie pueda vivir durante mucho tiempo sin hacer algo productivo. A lo mejor, era uno de esos bandidos, y su sueño siempre había sido poseer una taberna. ¿Te imaginas a mi madre mucho tiempo sin dedicarse a la repostería?
—Cierto. Me creo más esa teoría. Después de todo, si puedes tener lo que sea con solo desearlo, ¿para qué trabajar en ello? Cada vendedor simplemente desearía lo que el consumidor les pidiese. Aunque... ellos también pueden hacerlo la verdad —añadió, pensativa.
Suponía que simplemente se debía a la incapacidad del ser humano de quedarse quieto demasiado tiempo. Debía de ser una vida terriblemente aburrida si podías tener lo que fuera con tan sólo desearlo con la suficiente fuerza. Y mientras caminaba junto a sus compañeros de misión entre las hileras de casas de piedra, todas ellas idénticas en apariencia, no pudo evitar preguntarse si el poder de Shiruuba tendría algún tipo de límite o de verdad podía crear cualquier cosa deseada o imaginada. Y un escalofrío recorrió su espalda cuando en su mente comenzó a asomar otra clase de pensamiento...
Ayame sacudió la cabeza, como quien intenta apartar una molesta mosca de su oído.
Pasados varios largos minutos llegaron a la zona norte del pueblo. Y ni siquiera tuvieron que preguntar por la residencia de la mujer a la que estaban buscando, pues una casa resaltaba sobre el resto por el color rosa de sus paredes. Fue Daruu el que se adelantó para llamar tres veces a la puerta.
Toc. Toc. Toc.
Esperaron algunos segundos, pero no hubo respuesta. Ni siquiera se escuchaba ruido al otro lado de la puerta.
—Pero si os fijáis, la chimenea está... —comentó Daruu, pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando la puerta de madera se abrió con un chirrido.
Al otro lado una mujer joven, apenas un poco más mayor que Kōri, les contemplaba con sus ojos grises y la boca tan abierta como se les había quedado a ellos. Y es que, sobre su frente, lucía la bandana que la identificaba como kunoichi de Amegakure. Tenía el pelo oscuro, y casi no sobrepasaba la altura de sus hombros; y vestía con pantalones cortos oscuros, una camiseta violeta y un mono vaquero de color apagado encima de ambas prendas.
Lágimas silenciosas recorrieron sus mejillas.
—Por favor... pasad la noche conmigo. Hace mucho que no veo a nadie de la aldea... ¡Por favor! —les suplicó, e hizo tal reverencia que casi dio con su frente en el suelo.
—E... Eres... —balbuceó Ayame, avanzando un paso, pero Kōri la retuvo agarrándola por el hombro.
—Shiruuba dijo que éramos los primeros shinobi que llegábamos a este sitio —recordó, entrecerrando ligeramente sus gélidos ojos escarcha.
Y Ayame ahogó una exclamación, estudiando a la mujer con atención. ¿Quién mentía, Shiruuba o ella? Desde luego, si había sido Shiruuba era, desde el principio, una mentira con las patas muy cortas porque tarde o temprano iban a encontrarse con ella. ¿Acaso les estaba poniendo a prueba para comprobar si debían mandarlos al Infierno?
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