Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
¿Era Shiona quien lloraba, consciente de lo que iba a ocurrir en su antigua morada?
¿Era Yui quien las derramaba, al ver la muerte de tantos de sus hijos en la guerra?
¿Era Kenzou, al presenciar cómo la frontera de su país había caído?
¿O quizás eran todos ellos, conscientes de que todo por lo que habían luchado pendía de un hilo muy fino?
Posiblemente, Datsue simplemente desvariase. Sus ojos, anegados en lágrimas carmesíes, le impedían ver con claridad. O al menos, quería pensar que su falta de visión se trataba de eso. El Susano’o todavía le transportaba a él y sus acompañantes a cien metros por encima de los pastos y prados del País del Rayo, en la penumbra de la noche. Su objetivo era claro: llegar cuanto antes a la estación de los Arrozales del Silencio. Había escogido aquella estación, y no la de la Villa de las Aguas Termales, porque sabía por los servicios de inteligencia que Kurama había cortado las vías del ferrocarril en cuanto había tomado control de la capital.
Las alas de su Dios protector le transportaban a una velocidad inalcanzable para él a ras de suelo, pero aún así el tiempo que tardaron en divisar los Arrozales del Silencio se le hizo eterno. ¿Qué faltaba? ¿Veinte, treinta minutos para alcanzar la estación a aquel ritmo? Sentía que alguien le estaba taladrando las cuencas de los ojos y abriendo un pozo de oscuridad en sus pupilas, pero no podía desfallecer ahora. No podía rendirse. No lo tenía permitido. En su contrato con Uzu especificaba que…
Datsue y el resto se precipitaron al vacío. Sus ojos habían dicho basta; el Susano’o había desaparecido.
¡Bienvenidos, muchachos! El prometido tema de vuelta a Uzu. Propongo no seguir un orden de posteo estricto, ir posteando según fluya y no esperar mucho por nadie para que esto no se nos alargue demasiado, que la idea es hacer algo cortito.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado
Grupo 0: Datsue y Uchiha Raito, (Bienvenida, 221), Poder 100 e Inteligencia 80
Grupo 1: Datsue y Reiji, (Ascua, 220), Poder 80 e Inteligencia 80
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Hana quería con toda su alma preguntarle a Datsue sobre el estado de la villa, sobre lo que pensaba y sobre cómo se encontraba, sin embargo, el estado en el que estaba su kage la intimidaba demasiado para abrir la boca. Parecía estar sobre esforzandose y en un estado delicado de concentración, tanto, que temía distraerle mientras volaban a varias decenas de metros del suelo y matarse.
Pero finalmente, no aguantó más, Datsue parecía estar sufriendo y ellos podían ir a pie perfectamente. No serían tan rápidos, pero podrían llegar con su kage vivo. Abrió la boca para decirselo y...
No hubo ni un sonido, el ente astral que les llevaba desapareció y cayeron. Entonces todo lo que se oía era el viento a su alrededor. No había tiempo para planes complicados ni grandes estratagemas, caían y necesitaba salvar a tantas personas como pudiese.
— ¡Agarraos! — les dijo a todos mientras hacía sellos.
Realmente les estaba diciendo que se agarrasen entre ellos, mientras ella intentaba quedarse tan rezagada como le fuese posible. Era un plan de mierda, pero era un plan. Al acabar la cadena de sellos, lanzó de sus manos dos hilos de lava. Uno a Datsue y el otro a Suzaku, que era a quien tenía más cerca. Los hilos se solidificarían en goma en cuanto hiciesen contacto y ambos acabarian conectados a Hana.
El plan era tirar de ellos con fuerza hacia arriba cuando estuviesen a pocos metros del suelo. No les salvaría pero aminoraría el golpe. En cambio, ella se impulsaría hacia el suelo para quitarles esa velociadad a ellos. No había tiempo para sopesar pros y contras y era lo único que podía hacer en pleno aire. Después ya lidiaría con las consecuencias.
El viaje se hizo un poco más largo de lo que Hayato pensó. No porque fuesen a una velocidad anormalmente reducida, si no porque más bien habían cambiado parte del plan que sugirió el Senju, concretamente lo referente a la estación de tren a la que iban. El silencio pudo con Siete, que no pudo más que mirar al horizonte con el puño en una mano. Pensaba, y cuanto más pensaba más le dolía imaginar una realidad en la que ese maldito zorro acabase con la villa de un plumazo. No quería ni imaginarselo, pero por otro lado sabía que en esas calles del remolino habían muchos y muy valiosos soldados, shinobis y kunoichis. La derrota no era una opción.
Ensimismado, apenas denotó cuando y porqué. De pronto, se sintió como en una atracción de feria, de esas en las que un carro de metal da brincos y giros hacia todos lados, haciendo que la gente pierda las ganas de contener el almuerzo en su estómago. Sintió cómo el propio estómago le subía, y el aire le faltaba. Sintió que caía. Pero no solo lo sintió, no. Caía, y a una velocidad atroz.
Cada milésima de segundo parecía una eternidad, una horripilante eternidad de caída al vacío.
«¡Mierda! ¡mierda! ¡mierda! ¡MIEEEERDA!»
Una de las chicas pareció gritar algo. Gritó algo como que se agarrasen. La orden o la súplica era sencilla, pero había un ligero y minúsculo problema...
¿Agarrarse a qué?.
No había nada a lo que el Senju pudiese agarrarse. Solo estaban ellos, el vacío, y una exagerada ausencia. Faltaba algo que no podía pasar desapercibido. Faltaba un gigante creado de chakra de colores llamativos y armadura Tengu. Por un instante lo comprendió. El Senju ahora entendía a qué se había referido el Uchiha con lo de que le llevasen hasta Uzushiogakure. Datsue se había excedido, y así lo habían intentado expresar sus lágrimas color carmesí.
Ahora, solo les quedaba intentar recibir el golpe de la mejor manera posible. El Senju se encogió e intentó proteger lo insustituible, su cabeza. Si recibía el golpe de la caída ahí, no lo contaría. Entre tanto, la chica que había gritado realizó una serie de sellos, y lanzó una técnica a un par del grupo.
Sentía como si alguien le hubiese clavado dos cuchillos al rojo vivo en los ojos. Era peor que cualquier herida que hubiese sufrido. Era un dolor que le nacía del interior de los ojos, que le abrasaba las órbitas, que le consumía las retinas.
Pero caía. Caía y no había tiempo para andarse quejando. No lo vio, pero alguien le había envuelto con una especie de cuerda y le habían lanzado hacia arriba. No con mucha fuerza, cabe decir, apenas notó que aminoraba la marcha.
«Nos vamos a matar», pensó, presa del pánico. En un esfuerzo titánico, como el que trata de mirar directamente el sol tras pasarse un día entero encerrado en la oscuridad, logró entreabrir lo suficiente un ojo para ver a dos de sus ninjas abajo. De su cuerpo nacieron dos brazos de arena que los atraparon —¿eran Hayato y Hana?—. Se dio la vuelta, colocándolos arriba de él y…
… y dejó que Shukaku hiciese el resto.
Porque los ninjas de Uzu ya no caían sobre Datsue. Caían sobre Shukaku. En su forma original, primitiva y gigantesca. Shukaku disparó desde la boca un torrente de arena que golpeó y dañó a las Espadas de Datsue, un géiser dorado que frenó la velocidad de la caída.
Entonces se produjo un estruendo que arrancó un quejido a Shukaku. Había caído de espaldas sobre el campo encharcado de arroz, y sobre su barriga, los ninjas.
—¡¡¡AAAGGGGHHH!!! ¿¡¡¡NO PODIAS HABER DESCENDIDO ANTES!!!? —preguntó, en cuanto recuperó el aliento que le había arrancado de los pulmones el tremendo impacto contra el suelo. Dolorido, se levantó con molestias sin la mínima preocupación de no dañar a los ninjas que todavía estaban sobre él.
El sol de la mañana todavía no se había asomado en el horizonte, y con las nubes tapando la luna y las estrellas, apenas veían nada. Apenas… pero lo suficiente como para discernir a Shukaku en todo su esplendor.
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Consiguió su objetivo pero su fuerza era significativamente inferior a la de la gravedad, si es que existía. Aunque fuese un poco, había conseguido aminorar la velocidad a la que caía Datsue, que ya era algo. Sin embargo, su kage, incapaz de rendirse y caer derrotado por parte del agotamiento, sacó más energías de reserva y con dos enormes brazos de arena la agarró. La lanzó hacia arriba de inmediato y Hana poco pudo hacer aparte de gritar de la sorpresa.
Una vez arriba pudo ver a Datsue convertirse en una especie de mapache gigante. Hana corrigió su mismo pensamiento antes de que Shukaku le leyese la mente y le lanzase una bijuudama. Datsue dio paso a la majestuosa figura de un mapache arenoso que los acogió a todos en su seno y así no tuvieron que caer de boca al suelo.
— Auch. — se quejó al golpearse, levantandose tan rápido como pudo. — ¡¿Chicos?! ¡¿Estáis bien?! ¿Shukaku-sama?
Intentó no moverse demasiado, por si andar sobre él le parecía una falta de respeto.
Agazapado sobre sí mismo, y esperando un tremendo batacazo, Hayato descendía a una velocidad alarmantemente peligrosa. No era el único que caía desde una gran altura, el grupo parecía que no iba a vivir para contarlo. Pero de buenas a primeras, Datsue volvió a hacer de las suyas, y unos grandes brazos conformados de pura arena y chakra agarraron al peliblanco y a la otra chica. En un movimiento rápido y certero, los movió hacia arriba, y de pronto cayeron sobre el estómago del mapache gigante. Éste a la misma vez cayó de culo sobre el arrozal, propinándose un golpe que de no haberse puesto en lugar de los shinobis, les habría costado al menos unas cuantas fracturas y fisuras.
—¡Ostras! —Se quejó el Senju con el golpe, a pesar de no haber sido tan drástico.
La chica preguntó si se encontraban bien todos, casi a la par que el Shukaku se quejaba a Datsue de no haber aterrizado un poco antes de perder el control. El resultado fue que de nuevo cayeron, pues la bestia de una cola se puso en pie. El golpetazo no fue ni tan siquiera un 10% de lo que se habrían comido de no haber aparecido él.
—¡La hostia! —Se quejó de nuevo, ésta vez con algo más de razón. —Yo... estoy bien, o al menos entero...
Pero en realidad, esa no era la mayor prioridad, al menos no para el Senju. Había algo que tenían que hacer, y muy importante.
—Muchas gracias, señor Shukaku. —Aunque eso era importante, no era lo más importante tampoco. —¿La estación quedaba hacia allá?. —Preguntó, señalando la dirección que quizás debían emprender a la mayor brevedad.
La pregunta de Hana fue respondida por algunos. Por otros no. Quizá, porque se habían quedado inconscientes, del susto o de la caída. O quizá porque lo habían visto. Cuando un rayo hendió el cielo e iluminó la sonrisa serrada de Shukaku, Hana y Hayato también lo vieron.
—Joder, ¡qué fiesta me perdí! —exclamó, mitad indignado, mitad sorprendido. La pregunta del joven Hayato quedó olvidada ante el espectáculo dantesco que estaban presenciando.
A su alrededor, se contaban a decenas. Cadáveres. Algunos enteros. Muchos de ellos, simplemente partes: brazos; una pierna suelta; una mano ensangrentada. Una brisa fría subió hasta ellos, transportando el olor a muerte. A sangre. A meado. A mierda. Eso Shukaku lo sabía bien, solía pasar con la gente que la palmaba: que se cagaba encima. A su juicio, era bastante gracioso.
—Ahí tienes tu respuesta, Hijo. Por eso no respondían.
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Cuando Hana alzó la mirada para buscar a sus compañeros, también vio donde estaban. Los arrozales estaban teñidos de un color antinatural, el rojo. La sangre de cientos de ninjas inundaba la cosecha.
—Ahí tienes tu respuesta, Hijo. Por eso no respondían.
Incapaz de asumir lo que veía, Hana sintió un malestar indescriptible. Todo su cuerpo tembló y la vista y el olor la sobrepasó. Era algo completamente grotesco. Y como si quisiese añadir su grano de arena al montón, vomitó. Se arrodilló, apoyando las manos sobre el Shukaku y vació su estomago sobre él. El ardor pasó de su pecho a sus ojos, o tal vez fuese por el sabor a acido subiendo por su garganta, pero empezó a llorar.
Aquello era Tambor. Era la guerra. Ellos no habían tenido a Datsue para salvarles el culo. Aquellos podrían haber sido ellos. Ella, Ren, Ranko, Hayato, cualquiera de ellos podría ser un cadaver más. ¿Y si lo eran? Tuvo el instinto de volver a vomitar, pero ni siquiera le quedaba nada que echar.
Se quedó completamente palida y helada en el sitio.
Shuzaku se había mantenido en un meditativo silencio todo aquel tiempo. Había pasado por demasiado en muy poco tiempo, y también eran demasiadas las cosas que debía asimilar. Hacía poco que se había colocado aquella bandana en la frente y desde aquel mismo momento se había prometido proteger a la aldea y a sus habitantes de cualquier amenaza. Pero acababa de descubrir que no era lo mismo decirlo de boquilla, por muy henchida de orgullo que estuviera, que enfrentarse a la cruda realidad. Suzaku, como genin novata, sabía que sus misiones no siempre serían de rescatar gatos y arrancar las malas hierbas del jardín de algún anciano, pero en su imaginación dilatada de combates épicos no cabía lo que había presenciado en las costas del País del Rayo: El metálico olor a sangre, polvo y sudor aún la perseguía, aún podía ver las siluetas de los cuerpos caídos cuando cerraba los ojos; y el miedo... El miedo era lo peor porque la hacía sentir culpable. Porque no era sólo miedo a perder a su hermana, no era sólo miedo a perder aquella guerra, ni siquiera era sólo miedo a perder su hogar...
Era miedo a perder su propia vida.
Y aún así no formuló sus inquietudes en voz alta. Fiel a su promesa, Suzaku había avanzado junto a su hermana al amparo de su Uzukage y ahora volaban hacia los Arrozales del Silencio del País del Bosque. Jamás admitiría que había acudido a él, no por proteger Uzushiogakure, sino porque en realidad se sentía más protegida con él que quedándose en aquellas costas plagadas de cadáveres y amenazas invisibles. Se había mantenido en silencio, hasta que aquel gigantesco ente esmeralda se desmoronó. Todos sus integrantes cayeron al vacío y Suzaku, con un chillido de sorpresa y terror se intentó agarrar a lo primero que alcanzó con sus manos: su hermana Umi.
Y entonces ocurrió lo impensable. De un momento a otro, Suzaku sintió un fuerte impacto que le cortó la respiración momentáneamente. Escuchó a lo lejos la voz de Hana preguntando si estaban bien, pero cuando intentó responder se le quedaron atascadas las palabras en la garganta. Porque ahora se encontraban sobre la panza de lo que parecía ser un tanuki gigantesco, de pelaje del color de la arena, con marcas zigzagueantes negras y unos escalofriantes ojos dorados cuya pupila tenía la forma de un diamante rodeado por cuatro orbes.
—Q... Q... ¡¿QUÉ ES ESO?! —gritó, señalando el rostro del enorme tanuki.
—Muchas gracias, señor Shukaku —intervino Hayato. Y Suzaku se volvió hacia él, llena de sorpresa. ¿Shukaku? ¿Señor?—. ¿La estación quedaba hacia allá?
Pero la pregunta del shinobi no fue respondida directamente por el Shukaku, sino por el paisaje que les rodeaba y que fue revelado cuando el flash de un relámpago lo iluminó todo a su paso. Suzaku volvió a tragar saliva. Más cadáveres. Decenas de ellos. Algunos enteros, otros...
Y, de nuevo, ese olor. Ese maldito olor.
Los arrozales se habían teñido de carmesí.
—Ahí tienes tu respuesta, Hijo. Por eso no respondían.
Las rodillas de Suzaku temblaron con violencia. Quería apartar la mirada, pero no era capaz. Cerca de ella, escuchó el inconfundible sonido de alguien vomitando. No podía culparla.
«No... No quiero... No quiero continuar...» Pensó, sobrepasada por el horror.
Umi estaba absorta en sus pensamientos. Abrumada de emociones, la Uchiha permanecía flotando junto a su herman Suzaku y sus compañeros, dirigiéndose a toda prisa hacia una estación de tren para salvar a una villa a la que había repudiado gran parte de su vida. Ahora que estaba en peligro, se descubría no queriendo encontrarse con ese desenlace.
—Suzaku... tengo... tengo algo que contarte. Por si no salimos... vivas de esto. —Umi cogió la mano de su hermana y buscó sus ojos. No era un momento muy apropiado para aquello, pero...
[psub]Mentir a un hermano, eso… Eso es lo más imperdonable que hay en este mundo.[/psub]
Umi tragó saliva.
»Verás, Suzaku. Yo... nuestros padres...
¡...fffSSSSum...!
El Susano'o de Datsue desapareció. Ambas gritaron y se abrazaron mutuamente, un rictus de terror dibujado en sus ojos por el mejor pintor, que había detallado el reflejo de un suelo acercándose a toda velocidad.
Las hermanas se vieron golpeadas por un chorro de arena dorado que arañó su piel, pero frenó su caída. Rebotaron contra algo relativamente blando. Con relación al suelo.
Sí, Shukaku. Sobre eso habían caído. Por supuesto, Umi lo reconoció porque era lo único con lo que podía relacionar a aquella enorme bestia: con el monstruo que yacía dentro de Uchiha Datsue, uno de los dos Hermanos del Desierto. Las historias habían corrido como la pólvora. Nuevamente, esto trajo recuerdos amargos a la kunoichi. Pero no podía pensar en ellos. Habían horrores mucho peores en la realidad. Y los estaba oliendo.
Umi se llevó una mano al estómago y la otra a la boca. Estuvo a punto de vomitar. Sus ojos comenzaron a llorar por su propia cuenta.
En el campo de batalla, había llegado a admirar a Uchiha Datsue. Pero esto es a lo que les había llevado, a ella y a su hermana.
El sonido de las arcadas le alertó. El olor a sopa de pescado y marisco —curiosamente el menú de la noche en el barco—, entremezclado con bilis, llegó a sus fosas nasales. Normalmente le resultaba de lo más gracioso ver a alguien vomitar, pero descubrió que ver a alguien vomitar encima de él cambiaba bastante las cosas.
—¡HIJA DE PUTA!
Fuera de sí, golpeó a Hana con una de sus garras (84PV), lanzándola a los campos encharcados de sangre y entrañas. Un buen fertilizante, a su parecer.
«¡Shukaku, NO!»
—¡Debería arrancarte las entrañas por tu insolencia! —bufó, y las aguas se revolvieron como si se hubiese levantado un fuerte viento—. Tienes suerte, soy un bijū piadoso. ¡JAAJIAJIAJIÁ!
Por el momento, le iba a dejar pasar la ofensa con una mera colleja. Por el momento.
—Vuestro Kage está preocupado. Obviamente, la batalla librada en este frente ha sido perdida. Quiere saber hacia dónde se dirige el ejército de Kurama, y si hay supervivientes de la Alianza, cosa que no creo. Así que, ¿algún voluntario para la misión? No creo que sea difícil seguir el rastro una vez salga el sol. Tan solo tendréis que seguir a los buitres. ¡JIAJIAJIÁ!
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Hana, absorta en lo terrible que se sentía, no supo ni qué estaba pasando antes de salir volando en dirección a los campos de arroz. Nada más recibir el golpe, perdió la consciencia. Como una piedra que se lanza a un lago, empezó a rebotar una y otra vez contra el lodazal hasta detenerse.
Tenía heridas por todo el cuerpo de los golpes, seguramente medio cuerpo se le pusiese morado después de unos minutos del golpe inicial y no parecía moverse. Si respiraba, era por costumbre más que por tener las fuerzas para hacerlo.
Hayato quedó por un momento mudo. Todo a su alrededor se desveló tan rápido, como un mago prestidigita con una carta a un expectante público. Apenas pudo pestañear, y ya alguno de sus compañeras o compañeros echó hasta la última papilla. Siete había vista ya varios cadáveres, desmembramientos, y juegos de toda clase por parte de su padrastro a demasiadas personas, e incluso a su madre. Quizás eso le había hecho tener un estómago férreo, o una capacidad de contención un tanto más alta, relativamente hablando. No vomitó, pero si que es cierto que el olor y la visión le hicieron caer unas lágrimas por la mejilla. Allí, alrededor, había tantos shinobis y kunoichis que habían perdido la vida...
Podían considerarse realmente afortunados. Todos los allí presentes tenían una suerte realmente abrumadora, la suerte de haber podido librar la anterior batalla con uno de los shinobis más fuertes del mundo, y de esa bestia de una cola. Seguro que todos éstos caídos hubiesen dado lo que fuese por cambiar los papeles con cualquiera de esos genins, que ahora apenas podían contener ahí sus frustraciones.
No podían solo considerarse afortunados, lo eran. Y eso era innegable.
De pronto, la tristeza y la frustración de Siete se vio seccionada de raíz por una acción que no había tenido en cuenta. Bueno, en realidad no por la acción en sí, si no más bien por la repercusión que tuvo. Una de las chicas, la que hacía un instante había tratado de ayudarle en mitad de la caída, había vomitado sobre el Bijuu. Shukaku se enojó, y tras llamarla hija de persona que vende su cuerpo a minutos, le propinó un tremendo golpe con sus garras. La chica salió despedida hacia un montón de vísceras, sangre y restos de cuerpos.
«¡¡Hostia puta...!! ¡Que mal genio tiene!.»
Shukaku sentenció entonces que debía matarla por su insolencia, pero terminó aceptándose a sí mismo como un Bijuu piadoso. Por un instante, Hayato no supo ni qué decir, quedó totalmente abrumado. Apretó los puños, y salió corriendo hacia su compañera, Hana.
—«¡Señor Shukaku! ¡Por favor! ¡No nos sobra gente para luchar contra ese puto Zorro...!» Pensó, pero fue incapaz de decirlo.
Entre tanto, escucharía lo que el Bijuu tenía que decirles. Al lado de Hana, tomaría ese botiquín que había recibido para la misión, y trataría de estabilizar un poco a su compañera. Quizás hubiese algo que pudiese hacer por ella. Aunque antes que nada, comprobaría si no se la había cargado con ese tremendo golpe.
Shukaku le dio un uno por ciento de posibilidades de éxito. A él le valía. Quizá a Datsue no tanto.
—Recuerda que para volver a Uzu, camina hacia el sur, con la costa siempre a tu izquierda. —Recordaba la orientación de Hayato de cuando viajaron hacia Amegakure. No se sabía los caminos ni dentro de la Espiral—. Que con tu orientación de pato mareado, eres capaz de terminar en Yukio. ¿No sería eso gracioso? ¡JIAJIAJIA!
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No recordaba nada más que salir volando de encima del Shukaku y se despertó de golpe, con todo el costado adolorido. Intentó ponerse en pie, alerta por el golpe que había recibido, pero el dolor la mantuvo en el suelo. Se sentía como si la hubiese atropellado un tren al quintuple de velocidad que los que había visto. Todo su lado derecho se sentía completamente aplastado.
— ¿Hayato-san? ¿Qué ha pasado? — le preguntó al comprobar que seguían solos en aquel lugar.
¿Qué la había atacado? ¿Ya se había ido? ¿Se habría caido del Shukaku? Recordaba el campo, recordaba vomitar hasta vaciar su estomago y después nada. La acidez en su garganta corroboraba el vomito. ¿Qué había pasado despues?
Se sentó lentamente, adolorida, respirando entre dientes mientras intentaba recuperar la sensibilidad en la mitad de su cuerpo.