3/08/2016, 19:53
Poco y nada había pasado en la vida del tiburón durante el último año. Con lo acontecido durante el torneo, quienes manejaban los hilos de su existencia parecían muy poco reacios a darle aún más cuerda suelta a su herramienta, teniendo en cuenta lo importante que era él para los planes a futuro de su reducto Hozuki. El consejo, temiendo que Yarou-dono no fuera capaz de mantener a raya a su pupilo, aseveró el cuidado del mismo y asignó a dos ninja especiales para que siguieran al ya no tan pequeño escualo a donde fuera que se dirigiera.
Para él era todo un dolor de trasero cargar con esos hombres detrás suyo. Tanto había clamado por libertad, y probablemente lo estaba consiguiendo —más allá de no haber podido participar en el torneo, cosa que ahora debía agradecer—. como para que ahora no sólo tuviese que lidiar con su mentor, sino también con un par de monigotes del Consejo.
Pero para él no había de otra. Lo aceptó, como quien no tiene opción de elegir; y ese era su caso.
Sin embargo, Kaido aprovecharía al máximo esa situación. Porque él también sabía cómo ser un jodido grano en el culo. Así que mientras ellos estuvieron cerca, él nunca dejó de darles dolores de cabeza. Intentó desaparecer incontables veces, partió hacia otras ciudades sólo para darles más trabajo y se metió en más de un par de problemas para dejar que ellos se encargasen de los platos rotos.
Nada había funcionado. Pero aún quedaba una opción: y era hacerles viajar por todo el país si eso hacía falta.
La estación de ferrocarril de Shinogi-to estaba repleta. Una ciudad tan mercantil como lo era ella no sólo había agradecido con creces la creación de un transporte tan útil como ese, sino que sus ciudadanos estaban más que dispuestos a extender su comercio a través de las largas rutas impuestas a lo largo y ancho del país de la lluvia. Más no obstante, había otros —como el propio tiburón—. que veían en los vagones una oportunidad de conocer el mundo, y ahora más, que no eran sus pies los que tendrían que desgastarse para llegar a los destinos que quisieran visitar.
El escualo había decidido visitar las islas del té. ¿El por qué?... ni él mismo lo sabía. Quizás quería nadar en sus aguas, y nada más. Pero sin importar el imperturbable cuidado de sus dos atentos vigilantes, compró el pasaje sin importar el coste y abordó su vagón. Tomó asiento, y esperó.
Finalmente, el inconfundible sonido de la locomotora le advirtió que su viaje estaba a punto de comenzar.
Tres largos días pasaron para que pudiera llegar a su destino. Por suerte, todos los costes iban de mano de Yarou-dono, quien consciente de quién era su pupilo, prefería seguir la corriente a sus caprichos que negarse a ellos.
Kaido no podía negar que estaba cansado. Semejante trayecto no era sencillo, menos en soledad, pero a pesar de todo lo había logrado. Yamiria fue tan sólo la última parada para que un barco de carga les llevase finalmente hasta la isla más grande del archipiélago del Té, que a su vez estaba compuesto por otras dos pequeñas islas separadas.
Una vez allí, caminó hasta el centro de la ciudad, dejando de lado las estepas rurales que se abrían paso a su alrededor. Incluso se negó a darle un vistazo a las playas del este sólo para poder probar el té verde del que tanto hablaban los lugareños. Aunque esa sería, desde luego, sólo la primera de una larga lista de actividades por realizar.
«¿Qué tendrá de diferente a los añejos tés de Yarou-dono?»
Para él era todo un dolor de trasero cargar con esos hombres detrás suyo. Tanto había clamado por libertad, y probablemente lo estaba consiguiendo —más allá de no haber podido participar en el torneo, cosa que ahora debía agradecer—. como para que ahora no sólo tuviese que lidiar con su mentor, sino también con un par de monigotes del Consejo.
Pero para él no había de otra. Lo aceptó, como quien no tiene opción de elegir; y ese era su caso.
Sin embargo, Kaido aprovecharía al máximo esa situación. Porque él también sabía cómo ser un jodido grano en el culo. Así que mientras ellos estuvieron cerca, él nunca dejó de darles dolores de cabeza. Intentó desaparecer incontables veces, partió hacia otras ciudades sólo para darles más trabajo y se metió en más de un par de problemas para dejar que ellos se encargasen de los platos rotos.
Nada había funcionado. Pero aún quedaba una opción: y era hacerles viajar por todo el país si eso hacía falta.
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La estación de ferrocarril de Shinogi-to estaba repleta. Una ciudad tan mercantil como lo era ella no sólo había agradecido con creces la creación de un transporte tan útil como ese, sino que sus ciudadanos estaban más que dispuestos a extender su comercio a través de las largas rutas impuestas a lo largo y ancho del país de la lluvia. Más no obstante, había otros —como el propio tiburón—. que veían en los vagones una oportunidad de conocer el mundo, y ahora más, que no eran sus pies los que tendrían que desgastarse para llegar a los destinos que quisieran visitar.
El escualo había decidido visitar las islas del té. ¿El por qué?... ni él mismo lo sabía. Quizás quería nadar en sus aguas, y nada más. Pero sin importar el imperturbable cuidado de sus dos atentos vigilantes, compró el pasaje sin importar el coste y abordó su vagón. Tomó asiento, y esperó.
Finalmente, el inconfundible sonido de la locomotora le advirtió que su viaje estaba a punto de comenzar.
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Tres largos días pasaron para que pudiera llegar a su destino. Por suerte, todos los costes iban de mano de Yarou-dono, quien consciente de quién era su pupilo, prefería seguir la corriente a sus caprichos que negarse a ellos.
Kaido no podía negar que estaba cansado. Semejante trayecto no era sencillo, menos en soledad, pero a pesar de todo lo había logrado. Yamiria fue tan sólo la última parada para que un barco de carga les llevase finalmente hasta la isla más grande del archipiélago del Té, que a su vez estaba compuesto por otras dos pequeñas islas separadas.
Una vez allí, caminó hasta el centro de la ciudad, dejando de lado las estepas rurales que se abrían paso a su alrededor. Incluso se negó a darle un vistazo a las playas del este sólo para poder probar el té verde del que tanto hablaban los lugareños. Aunque esa sería, desde luego, sólo la primera de una larga lista de actividades por realizar.
«¿Qué tendrá de diferente a los añejos tés de Yarou-dono?»