25/03/2017, 22:15
(Última modificación: 25/03/2017, 22:33 por Aotsuki Ayame.)
Ante su pregunta, Aiko se volvió hacia ella con una mueca.
—¿Mariko? —preguntó, y Ayame tragó saliva cuando se dio cuenta de que había vuelto a meter la pata con su nombre. Otra vez—. Es Aiko... —Soltó una carcajada. Para su alivio, parecía que no se había sentido ofendida.
—¡Ay, perdón!
—Y si, creo que deberíamos ir, aunque no creo que vaya a ser necesaria nuestra intervención —suspiró, y Ayame asintió, dispuesta a seguirla.
Sin embargo, Aiko no se movió. De golpe e improviso, sus piernas se fragmentaron y se fueron desprendiendo de manera ascendente del resto de su cuerpo. Y a las piernas le siguieron el torso, los brazos y su cabeza como las hojas de un árbol en otoño. De hecho, al cabo de varios segundos Ayame se dio cuenta de que, efectivamente, el cuerpo de la pelirroja se habían convertido en una masa uniforme de hojas de papel.
«Es... Es parecido al Suika...» Pensó, aún boquiabierta de la impresión. Por un momento había experimentado lo que sentía la gente al verla desintegrarse súbitamente en agua. Y no supo qué sentir al respecto.
Ni siquiera tuvo la oportunidad de preguntar sobre aquella habilidad tan particular. Los papeles flotaban en el aire y, como si tuvieran vida propia se dirigieron hacia el corrillo donde se estaba produciendo la pelea. Ayame sacudió la cabeza.
—E... ¡Espérame! —exclamó, antes de echar a correr tras ella.
Sin embargo, Ayame se detuvo bruscamente al encontrarse con el muro de gente. Aiko había pasado a través de ellos con suma facilidad, ¿debía ella hacer lo mismo?
Pese a las palabras de Karamaru, lo cierto es que dentro del corrillo la temperatura pareció descender varios grados de manera repentina. Kōri había aparecido con una pequeña neblina entre los dos combatientes y sus ojos escarchados miraban a derecha e izquierda hasta detenerse en el chico calvo que acababa de hacer aparición. Antes de que pudiera decir nada al respecto, un remolino de hojas se abrió paso entre la multitud y se detuvo junto al chico que enarbolaba la espada. Los papeles se juntaron entre sí, y Aiko surgió de entre ellos con otra espada constituida también por papel con la que estaba apuntando directamente al cuello del chico.
—Estáis jodiendo mas de la cuenta, enanos. Si no dejáis las gilipolleces, vais a terminar en una puta cajita de pino.
—Nadie va a terminar en ningún sitio. Bajad las armas. Todos. O pasaréis una buena temporada en los calabozos de Arashikage-sama —ordenó Kōri, y aunque su voz seguía tan desangelada como de costumbre, lo cierto es que enarbolaba una gélida diligencia imposible de ignorar.
El corrillo de gente se abrió súbitamente con un gemido ahogado. Entre sus pies, un charco de agua avanzaba hacia la primera fila, y sólo al llegar a su destino el líquido se arremolinó sobre sí mismo y se alzó. Lentamente, el agua formó de nuevo la figura de Ayame, que contemplaba la escena con las manos entrelazadas y gesto angustiado.
—¿Mariko? —preguntó, y Ayame tragó saliva cuando se dio cuenta de que había vuelto a meter la pata con su nombre. Otra vez—. Es Aiko... —Soltó una carcajada. Para su alivio, parecía que no se había sentido ofendida.
—¡Ay, perdón!
—Y si, creo que deberíamos ir, aunque no creo que vaya a ser necesaria nuestra intervención —suspiró, y Ayame asintió, dispuesta a seguirla.
Sin embargo, Aiko no se movió. De golpe e improviso, sus piernas se fragmentaron y se fueron desprendiendo de manera ascendente del resto de su cuerpo. Y a las piernas le siguieron el torso, los brazos y su cabeza como las hojas de un árbol en otoño. De hecho, al cabo de varios segundos Ayame se dio cuenta de que, efectivamente, el cuerpo de la pelirroja se habían convertido en una masa uniforme de hojas de papel.
«Es... Es parecido al Suika...» Pensó, aún boquiabierta de la impresión. Por un momento había experimentado lo que sentía la gente al verla desintegrarse súbitamente en agua. Y no supo qué sentir al respecto.
Ni siquiera tuvo la oportunidad de preguntar sobre aquella habilidad tan particular. Los papeles flotaban en el aire y, como si tuvieran vida propia se dirigieron hacia el corrillo donde se estaba produciendo la pelea. Ayame sacudió la cabeza.
—E... ¡Espérame! —exclamó, antes de echar a correr tras ella.
Sin embargo, Ayame se detuvo bruscamente al encontrarse con el muro de gente. Aiko había pasado a través de ellos con suma facilidad, ¿debía ella hacer lo mismo?
Pese a las palabras de Karamaru, lo cierto es que dentro del corrillo la temperatura pareció descender varios grados de manera repentina. Kōri había aparecido con una pequeña neblina entre los dos combatientes y sus ojos escarchados miraban a derecha e izquierda hasta detenerse en el chico calvo que acababa de hacer aparición. Antes de que pudiera decir nada al respecto, un remolino de hojas se abrió paso entre la multitud y se detuvo junto al chico que enarbolaba la espada. Los papeles se juntaron entre sí, y Aiko surgió de entre ellos con otra espada constituida también por papel con la que estaba apuntando directamente al cuello del chico.
—Estáis jodiendo mas de la cuenta, enanos. Si no dejáis las gilipolleces, vais a terminar en una puta cajita de pino.
—Nadie va a terminar en ningún sitio. Bajad las armas. Todos. O pasaréis una buena temporada en los calabozos de Arashikage-sama —ordenó Kōri, y aunque su voz seguía tan desangelada como de costumbre, lo cierto es que enarbolaba una gélida diligencia imposible de ignorar.
El corrillo de gente se abrió súbitamente con un gemido ahogado. Entre sus pies, un charco de agua avanzaba hacia la primera fila, y sólo al llegar a su destino el líquido se arremolinó sobre sí mismo y se alzó. Lentamente, el agua formó de nuevo la figura de Ayame, que contemplaba la escena con las manos entrelazadas y gesto angustiado.