2/04/2017, 17:29
Con la gelidez de las palabras de Kōri, algunos de los curiosos que se habían acercado al lugar con la esperanza de ver un violento combate cargado de sangre terminaron por irse con el rabo entre las piernas como perros apaleados. No fue ese el caso de Ayame, que seguía el transcurso de los acontecimientos con contenida angustia. Otros tantos también se acercaron, aunque en aquellos instantes, lo último que le interesaba era prestarles atención.
—Esta aquí llegamos hoy, Urasaki —respondió el combatiente al que el shinobi calvo tenía retenido, mientras volvía a guardarse sus shuriken—. Me costó mucho conseguir mi bandana como para perderla y terminar en los calabozos...
Kōri asintió con sequedad, y después volvió la mirada hacia el chico de la katana que se encontraba junto a Aiko. Sin embargo, aquel no parecía tan por la labor.
—¡No es justo! —exclamó, lanzando su propia espada contra el suelo en un arranque de rabia—. ¡¿Quienes se creen que son para interrumpir mi combate?!
Kōri se mantenía imperturbable, pese a aquella muestra de insubordinación. Ninguna emoción asomaba a su rostro, aunque sus ojos seguían clavados en él como estoques de hielo. Ni siquiera parecía haberse percatado de que la pelirroja había desaparecido en una nueva oleada de papeles.
En ese momento, alguien avanzó al frente del corrillo. Ayame le conocía, era aquel shinobi que la había ayudado a entrenar con el lanzamiento de shuriken tiempo atrás, en los campos de la academia.
—Moputa-san...
—Urasaki-san. Es obvio que la persona que tienes delante tuyo es un superior, no deberías levantar tu voz de esa manera —intervino, y de nuevo Ayame comprobó que su voz era curiosamente similar a la de su hermano mayor. Aunque bastante más expresiva, cabía decir.
Dando aquello por terminado, Kōri se dio media vuelta, la bufanda ondeó tras él como un estandarte, y se dirigió hacia donde estaba Ayame.
—Voy a avisar a los encargados de que pongan algo más de vigilancia por aquí para que los entrenamientos no se vayan de las manos, como ha estado a punto de suceder —le dijo.
Ayame miró a su alrededor. Lo cierto era que había tanta gente que ni siquiera se sentía cómoda para poder entrenar con comodidad.
—Voy contigo. —Su voz casi sonó como un ruego, por lo que se apresuró a explicarse—: No quiero quedarme sola entre tanta gente. Es... asfixiante...
Él asintió y juntos se dirigieron hacia el ascensor que debería conducirlos a la recepción de la primera planta.
—Esta aquí llegamos hoy, Urasaki —respondió el combatiente al que el shinobi calvo tenía retenido, mientras volvía a guardarse sus shuriken—. Me costó mucho conseguir mi bandana como para perderla y terminar en los calabozos...
Kōri asintió con sequedad, y después volvió la mirada hacia el chico de la katana que se encontraba junto a Aiko. Sin embargo, aquel no parecía tan por la labor.
—¡No es justo! —exclamó, lanzando su propia espada contra el suelo en un arranque de rabia—. ¡¿Quienes se creen que son para interrumpir mi combate?!
Kōri se mantenía imperturbable, pese a aquella muestra de insubordinación. Ninguna emoción asomaba a su rostro, aunque sus ojos seguían clavados en él como estoques de hielo. Ni siquiera parecía haberse percatado de que la pelirroja había desaparecido en una nueva oleada de papeles.
En ese momento, alguien avanzó al frente del corrillo. Ayame le conocía, era aquel shinobi que la había ayudado a entrenar con el lanzamiento de shuriken tiempo atrás, en los campos de la academia.
—Moputa-san...
—Urasaki-san. Es obvio que la persona que tienes delante tuyo es un superior, no deberías levantar tu voz de esa manera —intervino, y de nuevo Ayame comprobó que su voz era curiosamente similar a la de su hermano mayor. Aunque bastante más expresiva, cabía decir.
Dando aquello por terminado, Kōri se dio media vuelta, la bufanda ondeó tras él como un estandarte, y se dirigió hacia donde estaba Ayame.
—Voy a avisar a los encargados de que pongan algo más de vigilancia por aquí para que los entrenamientos no se vayan de las manos, como ha estado a punto de suceder —le dijo.
Ayame miró a su alrededor. Lo cierto era que había tanta gente que ni siquiera se sentía cómoda para poder entrenar con comodidad.
—Voy contigo. —Su voz casi sonó como un ruego, por lo que se apresuró a explicarse—: No quiero quedarme sola entre tanta gente. Es... asfixiante...
Él asintió y juntos se dirigieron hacia el ascensor que debería conducirlos a la recepción de la primera planta.