4/08/2017, 13:32
¡PLAF!
Alguien chocó contra Koko y ambos cayeron al suelo, quedando sentados uno enfrente de otro. Quiso el destino que ese alguien fuese nada más y nada menos que el responsable de las quemaduras que todavía se podían apreciar cubriendo algunas partes de la figura de Koko; Uchiha Akame. El muchacho había entrado en la residencia cargado de libros de muy distinta índole y grosor —desde tomos técnicos sobre manejo de naturalezas elementales hasta novelas fantásticas—, de tal forma que la montaña que llevaba entre las manos le tapaba la visión.
—Ugh, eh, lo siento... —masculló el Uchiha, incorporándose mientras se frotaba el trasero dolorido—. ¿Kageyama-san?
«No hay duda, ¡es ella! Reconocería esos ojos tan particulares en cualquier sitio, y esas...» De repente Akame se puso rojo como un tomate y, tratando de disimularlo, se apresuró a recoger los paquetes de comida que ahora estaban dispersos por todo el suelo. Luego se los ofrecería a la kunoichi.
—Lo siento, Kageyama-san —repetiría, quizás más formal de lo que ella esperase—. Ha sido culpa mía, no te he visto.
Sus libros todavía estaban esparcidos por el suelo, pero en ese momento Akame estaba nervioso como un quinceañero —lo era— y sólo podía intentar no quedar como un idiota frente a Koko.
Alguien chocó contra Koko y ambos cayeron al suelo, quedando sentados uno enfrente de otro. Quiso el destino que ese alguien fuese nada más y nada menos que el responsable de las quemaduras que todavía se podían apreciar cubriendo algunas partes de la figura de Koko; Uchiha Akame. El muchacho había entrado en la residencia cargado de libros de muy distinta índole y grosor —desde tomos técnicos sobre manejo de naturalezas elementales hasta novelas fantásticas—, de tal forma que la montaña que llevaba entre las manos le tapaba la visión.
—Ugh, eh, lo siento... —masculló el Uchiha, incorporándose mientras se frotaba el trasero dolorido—. ¿Kageyama-san?
«No hay duda, ¡es ella! Reconocería esos ojos tan particulares en cualquier sitio, y esas...» De repente Akame se puso rojo como un tomate y, tratando de disimularlo, se apresuró a recoger los paquetes de comida que ahora estaban dispersos por todo el suelo. Luego se los ofrecería a la kunoichi.
—Lo siento, Kageyama-san —repetiría, quizás más formal de lo que ella esperase—. Ha sido culpa mía, no te he visto.
Sus libros todavía estaban esparcidos por el suelo, pero en ese momento Akame estaba nervioso como un quinceañero —lo era— y sólo podía intentar no quedar como un idiota frente a Koko.