10/10/2017, 12:37
(Última modificación: 10/10/2017, 15:16 por Amedama Daruu.)
Mogura y Kaido eran como el día y la noche. Lo que uno tenía de calmado y educado, el otro lo tenía de socarrón y fanfarrón. Y no sólo en su carácter, sino también en la apariencia de sus respectivos hogares. Mientras que Mogura vivía en una opulenta mansión de tres plantas, el hogar de Kaido era discreto, encajonado a duras penas entre dos edificios que se elevaban sobre él. El camino hasta la puerta sólo era un pasillo con las paredes contiguas iluminadas con neones y recorridas por interminables tuberías.
Tras llamar a la puerta, el Tiburón surgió después de un breve vistazo por la mirilla, con aquella sonrisa suya adornada de navajas.
—Oh, ¡pero si es nada más y nada menos que Mogura-sama! —exclamó, con voz cargada de ironía—. Es un honor tenerlo frente a mi puerta, señor; de verdad.
—No hay necesidad de ser tan formal, Umikiba-san. Con llamarme Manase-senpai será mas que suficiente —respondió el recién ascendido a Chunin, armado de su fría calma.
Pero Kaido no había terminado. Soltó una risilla, y luego se volvió hacia Daruu y a Kōri.
—Pelopincho-kun, señor Albino. ¿Díganme, qué les trae hasta mi humilde y acogedora morada?
—Será mejor que te guardes los motes para otro momento, Kaido —replicó Daruu, sobrecogido. Junto a él, Kōri mantenía el porte sin siquiera entrecerrar los ojos, aunque tenía los iris clavados en Kaido. Ya había sido advertido de los modales del genin, pero tampoco era el momento de ponerse a dar lecciones de jerarquía. Conque obedeciera las órdenes de sus superiores sería más que suficiente—. Han secuestrado a Ayame. Tenemos que irnos.
Daruu se retiró momentáneamente y Kōri aprovechó la oportunidad para intervenir y terminar de poner al día a los dos nuevos integrantes del improvisado equipo. Tal y como había hecho con Mogura anteriormente, le tendió al Tiburón un pergamino sellado y firmado por la misma Arashikage por el cual se requería la acción de Kaido bajo su supervisión en una misión urgente.
—Necesitamos que te prepares y vengas con nosotros, Umikiba-kun —indicó, y sólo cuando el chico volviera con todo su armamento encima continuaría con la explicación mientras se dirigían al exterior—. Ayame desapareció ayer por la mañana. Lo último que sabemos de ella es que se dirigió a las Playas de Amenokami, así que ese será nuestro primer destino para buscar cualquier pista y reunirnos con Aotsuki Zetsuo y Amedama Kiroe, ambos Jonin.
Salieron a una pequeña plaza, donde Daruu estaba armando lo que parecían ser dos pájaros del tamaño de dos personas adultas, uno rojo y otro morado, y que estaban conformados por... ¿Caramelo endurecido?
—Kori-sensei —dijo Daruu—. ¿Cabemos los dos en uno de tus búhos? Así me concentraré en mantener el jutsu y volarán más rápidos con ellos encima.
Kōri, que estaba contemplando la obra de su alumno con cierta curiosidad, fijó en él sus ojos escarchados en un gesto pensativo. Parecía que el chico había tenido una idea parecida a la suya y, afortunadamente, contaba con los medios para llevarla a cabo. Eso le libraría de varios quebraderos de cabeza.
—Sólo hay una forma de saberlo.
Se llevó el pulgar a los labios y lo presionó ligeramente con sus colmillos. La sangre carmesí bañó su piel nívea, y el Jonin apoyó la mano en el suelo encharcado. Detrás de una nube de humo, un búho nival de proporciones similares a las de las aves de Daruu sacudió sus plumas bajo la lluvia.
—Yukyō, sé que es un esfuerzo para ti, ¿pero te ves capaz de llevarnos a Daruu-kun y a mí hasta la playa de Amenokami sobre tu lomo?
Sin mover el torso siquiera, la magnífica ave giró su cuello casi ciento ochenta grados para poder observar al genin. Sus ojos cristalinos, fijos sobre él parecían calcular a toda velocidad.
—Las playas no quedan lejos, uuh uuh. Pero no podré volar tan rápido con el peso de ambos, uuh uuh.
Kōri asintió en silencio. Cualquier cosa sería mejor que ir a pie, desde luego. Con un simple gesto de mano indicó a Mogura que se montará sobre el ave de caramelo roja y a Kaido le señaló la morada. Después él mismo montó sobre Yukyō e invitó a Daruu a montarse delante de él.
—¿Todos listos?
Kiroe también lo había visto. Se acuclilló y hundió un dedo sobre una de las huellas.
—Amemaru, además del olor de Ayame, hay otra persona, ¿verdad? —le preguntó al ninken—. Alguien más.
El perro ladró. Y la confirmación cayó sobre los hombros de Zetsuo.
—Así es, ¡woof!
—Bien. Puedes volver, Amemaru.
—¡Woof! Claro, ¡woof!
El cánido desapareció tras una última nube de humo y Kiroe se reincorporó.
—Alguien se la llevó a cuestas, Zetsuo —indicó, aunque eso era algo que él ya sabía.
—Han debido dejarla inconsciente... esa niña no se dejaría coger así como así —suspiró el hombre, entrecerrando los ojos al recordar la terquedad con la que su hija afirmaba una y otra vez que no se la podía retener... porque ella era el agua.
Kiroe señaló al cielo.
—Es hora de que tu águila siga las huellas desde arriba y desde una distancia prudencial. Si da con ellos antes que nosotros, quizás podamos cogerles por sorpresa.
—Me jode decirlo pero... Eso será inútil. —Zetsuo señaló al frente.
A algo más de cincuenta metros, las huellas se encontraban con el mar y parecían adentrarse en él. A partir de aquel punto no había más rastros.
Con un nuevo suspiró, Zetsuo formuló un sello y cerró los ojos para concentrarse. Sus ojos se coordinaron con los de su águila, y pronto la oscuridad de sus párpados fue sustituida por la arena pasando a toda velocidad a varios metros por debajo de él. Estaba siguiendo las huellas en dirección contraria, hacia su origen, y entonces vio que giraban hacia unos riscos cercanos, a resguardo de la lluvia. Allí, en una duna maltrecha, las huellas del desconocido se entremezclaban de mala manera con unas diferentes, más pequeñas, en un caótico baile de pisadas y arena arrastrada.
—Hubo una lucha, a un kilómetro de aquí aproximadamente —le informó a Kiroe, sin abrir aún los ojos. Y entonces frunció el ceño, como si estuviera tratando de enfocar la vista sobre algo difuso y su rostro palideció ligeramente—. Tráelo, Kowashi.
Tras llamar a la puerta, el Tiburón surgió después de un breve vistazo por la mirilla, con aquella sonrisa suya adornada de navajas.
—Oh, ¡pero si es nada más y nada menos que Mogura-sama! —exclamó, con voz cargada de ironía—. Es un honor tenerlo frente a mi puerta, señor; de verdad.
—No hay necesidad de ser tan formal, Umikiba-san. Con llamarme Manase-senpai será mas que suficiente —respondió el recién ascendido a Chunin, armado de su fría calma.
Pero Kaido no había terminado. Soltó una risilla, y luego se volvió hacia Daruu y a Kōri.
—Pelopincho-kun, señor Albino. ¿Díganme, qué les trae hasta mi humilde y acogedora morada?
—Será mejor que te guardes los motes para otro momento, Kaido —replicó Daruu, sobrecogido. Junto a él, Kōri mantenía el porte sin siquiera entrecerrar los ojos, aunque tenía los iris clavados en Kaido. Ya había sido advertido de los modales del genin, pero tampoco era el momento de ponerse a dar lecciones de jerarquía. Conque obedeciera las órdenes de sus superiores sería más que suficiente—. Han secuestrado a Ayame. Tenemos que irnos.
Daruu se retiró momentáneamente y Kōri aprovechó la oportunidad para intervenir y terminar de poner al día a los dos nuevos integrantes del improvisado equipo. Tal y como había hecho con Mogura anteriormente, le tendió al Tiburón un pergamino sellado y firmado por la misma Arashikage por el cual se requería la acción de Kaido bajo su supervisión en una misión urgente.
—Necesitamos que te prepares y vengas con nosotros, Umikiba-kun —indicó, y sólo cuando el chico volviera con todo su armamento encima continuaría con la explicación mientras se dirigían al exterior—. Ayame desapareció ayer por la mañana. Lo último que sabemos de ella es que se dirigió a las Playas de Amenokami, así que ese será nuestro primer destino para buscar cualquier pista y reunirnos con Aotsuki Zetsuo y Amedama Kiroe, ambos Jonin.
Salieron a una pequeña plaza, donde Daruu estaba armando lo que parecían ser dos pájaros del tamaño de dos personas adultas, uno rojo y otro morado, y que estaban conformados por... ¿Caramelo endurecido?
—Kori-sensei —dijo Daruu—. ¿Cabemos los dos en uno de tus búhos? Así me concentraré en mantener el jutsu y volarán más rápidos con ellos encima.
Kōri, que estaba contemplando la obra de su alumno con cierta curiosidad, fijó en él sus ojos escarchados en un gesto pensativo. Parecía que el chico había tenido una idea parecida a la suya y, afortunadamente, contaba con los medios para llevarla a cabo. Eso le libraría de varios quebraderos de cabeza.
—Sólo hay una forma de saberlo.
Se llevó el pulgar a los labios y lo presionó ligeramente con sus colmillos. La sangre carmesí bañó su piel nívea, y el Jonin apoyó la mano en el suelo encharcado. Detrás de una nube de humo, un búho nival de proporciones similares a las de las aves de Daruu sacudió sus plumas bajo la lluvia.
—Yukyō, sé que es un esfuerzo para ti, ¿pero te ves capaz de llevarnos a Daruu-kun y a mí hasta la playa de Amenokami sobre tu lomo?
Sin mover el torso siquiera, la magnífica ave giró su cuello casi ciento ochenta grados para poder observar al genin. Sus ojos cristalinos, fijos sobre él parecían calcular a toda velocidad.
—Las playas no quedan lejos, uuh uuh. Pero no podré volar tan rápido con el peso de ambos, uuh uuh.
Kōri asintió en silencio. Cualquier cosa sería mejor que ir a pie, desde luego. Con un simple gesto de mano indicó a Mogura que se montará sobre el ave de caramelo roja y a Kaido le señaló la morada. Después él mismo montó sobre Yukyō e invitó a Daruu a montarse delante de él.
—¿Todos listos?
. . .
Kiroe también lo había visto. Se acuclilló y hundió un dedo sobre una de las huellas.
—Amemaru, además del olor de Ayame, hay otra persona, ¿verdad? —le preguntó al ninken—. Alguien más.
El perro ladró. Y la confirmación cayó sobre los hombros de Zetsuo.
—Así es, ¡woof!
—Bien. Puedes volver, Amemaru.
—¡Woof! Claro, ¡woof!
El cánido desapareció tras una última nube de humo y Kiroe se reincorporó.
—Alguien se la llevó a cuestas, Zetsuo —indicó, aunque eso era algo que él ya sabía.
—Han debido dejarla inconsciente... esa niña no se dejaría coger así como así —suspiró el hombre, entrecerrando los ojos al recordar la terquedad con la que su hija afirmaba una y otra vez que no se la podía retener... porque ella era el agua.
Kiroe señaló al cielo.
—Es hora de que tu águila siga las huellas desde arriba y desde una distancia prudencial. Si da con ellos antes que nosotros, quizás podamos cogerles por sorpresa.
—Me jode decirlo pero... Eso será inútil. —Zetsuo señaló al frente.
A algo más de cincuenta metros, las huellas se encontraban con el mar y parecían adentrarse en él. A partir de aquel punto no había más rastros.
Con un nuevo suspiró, Zetsuo formuló un sello y cerró los ojos para concentrarse. Sus ojos se coordinaron con los de su águila, y pronto la oscuridad de sus párpados fue sustituida por la arena pasando a toda velocidad a varios metros por debajo de él. Estaba siguiendo las huellas en dirección contraria, hacia su origen, y entonces vio que giraban hacia unos riscos cercanos, a resguardo de la lluvia. Allí, en una duna maltrecha, las huellas del desconocido se entremezclaban de mala manera con unas diferentes, más pequeñas, en un caótico baile de pisadas y arena arrastrada.
—Hubo una lucha, a un kilómetro de aquí aproximadamente —le informó a Kiroe, sin abrir aún los ojos. Y entonces frunció el ceño, como si estuviera tratando de enfocar la vista sobre algo difuso y su rostro palideció ligeramente—. Tráelo, Kowashi.