14/10/2017, 20:34
(Última modificación: 14/10/2017, 20:56 por Aotsuki Ayame.)
Algo hizo que Kōri detuviera su mirada especialmente en Kaido. El genin había agachado la mirada ante las revelaciones del jonin y entonces, como el estallido de un tsunami contra la tierra firme, reaccionó de la manera que menos había esperado:
—Y por esa razón, les ha parecido buena idea traer a un ninja que ¡casualmente! también es un miembro del clan Hōzuki, ¿no? Vamos, dejémonos de patrañas —exclamó, extrañamente irritado—. ¿Por qué estoy aquí? ¿acaso soy sospechoso, o quizás creéis que sé algo de estos Kajitsu? porque no, no sé una puta mierda. Tampoco sabía que Ayame era uno de los nuestros sino hasta la final del torneo, si eso les sirve de algo.
Si Kōri no conociera ya el expediente del chico, sin duda aquellas palabras habrían despertado todas sus alarmas. Tal había sido su exaltación que no hablaba precisamente como una persona inocente. Sino como un asesino al que han pillado con las manos en la masa.
—No hay necesidad de alterarse, Umikiba-san —intervino Mogura, mediando como el chunin que era—. Dudo que haya sospechas sobre que seas un Kajitsu Hōzuki.
Pero Kōri había entrecerrado ligeramente sus ojos de escarcha.
—Sí, Umikiba-kun. Si Yui-sama te ha escogido casualmente a ti es porque, casualmente, eres un Hōzuki —comentó, aunque su voz seguía siendo tan impersonal y átona como siempre. Y, antes de que el Tiburón pudiera replicar al respecto, añadió—. Pero no porque sospechemos que seas uno de ellos. Más bien al contrario, como Hōzuki conoces mucho mejor a nuestros objetivos que cualquiera de nosotros.
Calló apenas un instante, pero cuando volvió a hablar, su voz era tan gélida como una ventisca de las cordilleras de las Tierras Nevadas del Norte en pleno invierno.
—Créeme cuando te digo que si tuviéramos la más mínima sospecha de ti, sólo me bastaría darle una orden a Daruu-kun para que tu vida terminara aquí y ahora.
—¿Qué clase de ninja de Amegakure no Sato sería si no? —respondió Kiroe, llevándose la mano al portaobjetos. Sacó un respirador y se lo empezó a colocar con cuidado—. No obstante, los Hoozuki son muy peligrosos debajo del agua. Debemos tener cuidado... Será mejor que lo hagamos cuanto antes. Vamos, Zetsuo. Ponte a mi lado. Aprisa.
Pero Zetsuo se adelantó y tomó el brazo de la kunoichi antes de que terminara de ponerse el respirador sobre el rostro.
—Espera un momento, Kiroe —le dijo, con voz grave, y sus ojos ensombrecidos se clavaron en los suyos—. ¡Joder, yo soy el primero que está deseando tirarse al agua de cabeza y sacar a esos cabrones del pelo si hace falta! Pero tenemos que esperar a Kōri. Le dije que le esperaría aquí, y siempre será mejor contar con una mano más.
Se apartó de ella, y sus ojos rastrearon el horizonte contrario al mar. Si no calculaba mal, debían de estar cerca del mediodía.
Y a cada minuto que pasaba, mayor era la angustia que le atenazaba el pecho.
«No te preocupes, Shiruka. La rescataré y estará sana y salva. Tal y como te prometí.»
Cuando había despertado, no sabía dónde se encontraba. El suelo estaba duro y áspero por debajo de ella, probablemente de madera. En algún lugar detrás de ella, sentía el estruendo del agua cayendo desde una gran altura. Sentía frío, pero algo caliente se deslizaba por su sien derecha. Asqueada, se dio cuenta de que era sangre.
«Un Hōzuki no debe sangrar...» Pensó.
Y al recordar todo lo que había pasado, abrió los ojos de golpe. Se encontró a sí misma en un lugar sumido en una suave penumbra apenas rota por algunas lámparas de aceite colgadas de las paredes de roca y cuya luz trémula se reflejaba en el agua que encharcaba toda la estancia.
Lo peor de todo eran los barrotes de metal que la rodeaban. Se levantó a trompicones, y no pudo contener un gemido de dolor cuando sintió una punzada en el lado derecho de la cabeza. Pero, por encima de ese dolor, había un sentimiento más. Un sentimiento extraño y que no terminaba de identificar. Un sentimiento... como el de haber perdido algo sin saber bien el qué...
Ignorándolo, se acercó a los barrotes, y cuando fue a alzar uno de sus brazos se dio con un obstáculo: sus muñecas estaban unidas por lo que parecían ser unas esposas.
Tampoco le importó. Qué importaban los grilletes o los barrotes cuando ella era el agua y podía atravesarlos sin siquiera esforzarse.
—¿Qué...? —murmuró, con voz ronca, cuando se dio cuenta de que los grilletes y los barrotes sí importaban.
Porque no era capaz de licuar su cuerpo.
—Mi pobre y pequeña Ayame... No sabes lo que me apena verte en este estado...
—Y por esa razón, les ha parecido buena idea traer a un ninja que ¡casualmente! también es un miembro del clan Hōzuki, ¿no? Vamos, dejémonos de patrañas —exclamó, extrañamente irritado—. ¿Por qué estoy aquí? ¿acaso soy sospechoso, o quizás creéis que sé algo de estos Kajitsu? porque no, no sé una puta mierda. Tampoco sabía que Ayame era uno de los nuestros sino hasta la final del torneo, si eso les sirve de algo.
Si Kōri no conociera ya el expediente del chico, sin duda aquellas palabras habrían despertado todas sus alarmas. Tal había sido su exaltación que no hablaba precisamente como una persona inocente. Sino como un asesino al que han pillado con las manos en la masa.
—No hay necesidad de alterarse, Umikiba-san —intervino Mogura, mediando como el chunin que era—. Dudo que haya sospechas sobre que seas un Kajitsu Hōzuki.
Pero Kōri había entrecerrado ligeramente sus ojos de escarcha.
—Sí, Umikiba-kun. Si Yui-sama te ha escogido casualmente a ti es porque, casualmente, eres un Hōzuki —comentó, aunque su voz seguía siendo tan impersonal y átona como siempre. Y, antes de que el Tiburón pudiera replicar al respecto, añadió—. Pero no porque sospechemos que seas uno de ellos. Más bien al contrario, como Hōzuki conoces mucho mejor a nuestros objetivos que cualquiera de nosotros.
Calló apenas un instante, pero cuando volvió a hablar, su voz era tan gélida como una ventisca de las cordilleras de las Tierras Nevadas del Norte en pleno invierno.
—Créeme cuando te digo que si tuviéramos la más mínima sospecha de ti, sólo me bastaría darle una orden a Daruu-kun para que tu vida terminara aquí y ahora.
. . .
—¿Qué clase de ninja de Amegakure no Sato sería si no? —respondió Kiroe, llevándose la mano al portaobjetos. Sacó un respirador y se lo empezó a colocar con cuidado—. No obstante, los Hoozuki son muy peligrosos debajo del agua. Debemos tener cuidado... Será mejor que lo hagamos cuanto antes. Vamos, Zetsuo. Ponte a mi lado. Aprisa.
Pero Zetsuo se adelantó y tomó el brazo de la kunoichi antes de que terminara de ponerse el respirador sobre el rostro.
—Espera un momento, Kiroe —le dijo, con voz grave, y sus ojos ensombrecidos se clavaron en los suyos—. ¡Joder, yo soy el primero que está deseando tirarse al agua de cabeza y sacar a esos cabrones del pelo si hace falta! Pero tenemos que esperar a Kōri. Le dije que le esperaría aquí, y siempre será mejor contar con una mano más.
Se apartó de ella, y sus ojos rastrearon el horizonte contrario al mar. Si no calculaba mal, debían de estar cerca del mediodía.
Y a cada minuto que pasaba, mayor era la angustia que le atenazaba el pecho.
«No te preocupes, Shiruka. La rescataré y estará sana y salva. Tal y como te prometí.»
. . .
Cuando había despertado, no sabía dónde se encontraba. El suelo estaba duro y áspero por debajo de ella, probablemente de madera. En algún lugar detrás de ella, sentía el estruendo del agua cayendo desde una gran altura. Sentía frío, pero algo caliente se deslizaba por su sien derecha. Asqueada, se dio cuenta de que era sangre.
«Un Hōzuki no debe sangrar...» Pensó.
Y al recordar todo lo que había pasado, abrió los ojos de golpe. Se encontró a sí misma en un lugar sumido en una suave penumbra apenas rota por algunas lámparas de aceite colgadas de las paredes de roca y cuya luz trémula se reflejaba en el agua que encharcaba toda la estancia.
Lo peor de todo eran los barrotes de metal que la rodeaban. Se levantó a trompicones, y no pudo contener un gemido de dolor cuando sintió una punzada en el lado derecho de la cabeza. Pero, por encima de ese dolor, había un sentimiento más. Un sentimiento extraño y que no terminaba de identificar. Un sentimiento... como el de haber perdido algo sin saber bien el qué...
Ignorándolo, se acercó a los barrotes, y cuando fue a alzar uno de sus brazos se dio con un obstáculo: sus muñecas estaban unidas por lo que parecían ser unas esposas.
Tampoco le importó. Qué importaban los grilletes o los barrotes cuando ella era el agua y podía atravesarlos sin siquiera esforzarse.
—¿Qué...? —murmuró, con voz ronca, cuando se dio cuenta de que los grilletes y los barrotes sí importaban.
Porque no era capaz de licuar su cuerpo.
—Mi pobre y pequeña Ayame... No sabes lo que me apena verte en este estado...