21/10/2017, 20:07
(Última modificación: 21/10/2017, 20:12 por Umikiba Kaido.)
Finalmente, las manos del gyojin cogieron la prenda empapada y se la acercaron hasta los linderos de su azulada nariz. Ahí, le bastó una profunda y certera calada olfativa a través de la cual logró percibir aquello que con tantas ansias necesitaban: una confirmación. Una confirmación de que aquel trozo de tela, aparentemente teñida con la sangre de Ayame, no era un artilugio de distracción, plantado para confundir y distraer a la conformada retaliación de Yui-sama. No, sino que era una prueba irrefutable acerca del camino que ellos habrían tomado una vez Ayame fuera capturada.
El rastro dejado por la sangre iniciaba su ciclo allá en la lejanía, muy al noroeste. Continuaba su paso a través de toda la playa y concluía, finalmente, muy cerca de donde yacía Daruu plantado como roca, inspeccionando el lecho marino con sus ojos que todo lo ven.
—Pues, no cabe duda —dijo él, mientras se rascaba la nariz—. el rastro dejado por la sangre de Ayame termina aquí, y se pierde en lo profundo del océano. Es probable que el oleaje le haya limpiado la herida y cortase la conexión con el aroma, lo que técnicamente me jode el proceso de caza. Lo siento.
Resignado, aunque con la seguridad de que no había más camino que ese; dispuso de toda su atención en el Hyūga. Y así como lo hizo él, los otros también.
—El agua está muy turbia —dijo el pelopincho, sumergido en su tarea—. Pero creo que veo lo suficiente para seguir rastreando. Esperad.
Y Kaido esperó, tal y como se lo había pedido.
—¡Veo una cueva! En esa dirección —advirtió Daruu, señalando hacia un lugar que sólo él y nadie más que él podía ver con seguridad. Los demás, incluyendo al escualo, tan sólo veían el mar, y sus olas rompientes—. Está más o menos a doscientos metros, excavada en la pared de aquél acantilado. Es lo máximo que puedo alcanzar con el Byakugan ahora mismo. La cueva se adentra hacia abajo y luego sube. ¿Una guarida secreta...?
—Y... ¿qué mejor guarida para un Hōzuki que el mismísimo océano? —acotó, plenamente consciente de lo que el agua representaba para ellos.
—¿Traéis respiradores, chicos?
—Cuestan un huevo, lo siento.
—No lo necesito.
Daruu se había desplomado, y Mogura seguía allí, tan recto como siempre. Pero lo que habría podido ser un silencio de lo más incómodo, fue repentinamente roto por el Hyūga, quien alegaba no poder ver nada, aún y después de haberlo podido ver todo. Curioso, cuanto menos.
«Todos tenemos nuestro límite, supongo»
El rastro dejado por la sangre iniciaba su ciclo allá en la lejanía, muy al noroeste. Continuaba su paso a través de toda la playa y concluía, finalmente, muy cerca de donde yacía Daruu plantado como roca, inspeccionando el lecho marino con sus ojos que todo lo ven.
—Pues, no cabe duda —dijo él, mientras se rascaba la nariz—. el rastro dejado por la sangre de Ayame termina aquí, y se pierde en lo profundo del océano. Es probable que el oleaje le haya limpiado la herida y cortase la conexión con el aroma, lo que técnicamente me jode el proceso de caza. Lo siento.
Resignado, aunque con la seguridad de que no había más camino que ese; dispuso de toda su atención en el Hyūga. Y así como lo hizo él, los otros también.
—El agua está muy turbia —dijo el pelopincho, sumergido en su tarea—. Pero creo que veo lo suficiente para seguir rastreando. Esperad.
Y Kaido esperó, tal y como se lo había pedido.
—¡Veo una cueva! En esa dirección —advirtió Daruu, señalando hacia un lugar que sólo él y nadie más que él podía ver con seguridad. Los demás, incluyendo al escualo, tan sólo veían el mar, y sus olas rompientes—. Está más o menos a doscientos metros, excavada en la pared de aquél acantilado. Es lo máximo que puedo alcanzar con el Byakugan ahora mismo. La cueva se adentra hacia abajo y luego sube. ¿Una guarida secreta...?
—Y... ¿qué mejor guarida para un Hōzuki que el mismísimo océano? —acotó, plenamente consciente de lo que el agua representaba para ellos.
—¿Traéis respiradores, chicos?
—Cuestan un huevo, lo siento.
—No lo necesito.
Daruu se había desplomado, y Mogura seguía allí, tan recto como siempre. Pero lo que habría podido ser un silencio de lo más incómodo, fue repentinamente roto por el Hyūga, quien alegaba no poder ver nada, aún y después de haberlo podido ver todo. Curioso, cuanto menos.
«Todos tenemos nuestro límite, supongo»