4/12/2017, 12:39
Externamente, nada pareció suceder cuando Kiroe empleó el Kai para liberarse a sí misma y a Kaido de la influencia del genjutsu ambiental en el que se habían visto sumergidos. Sin embargo, fue evidente que la ilusión se había desvanecido, sobre todo cuando siguieron corriendo pasillo arriba y vieron que, por debajo de una de las puertas, se había formado un charco de agua bastante llamativo.
Mogura estaba en una situación complicada. Cada vez le costaba más trabajo respirar, y aquella sensación ardiente en la garganta no hacía más que empeorar a cada segundo que pasaba. Con cada inspiración, el aire emitía un débil silbido al intentar pasar por su tráquea casi obstruida, y el costado ya le dolía de hacer el mero esfuerzo de respirar. Su piel había palidecido hasta el extremo, y, fruto de la falta de oxígeno, comenzaba a apreciarse un leve tinte azulado en ella.
Debía darse prisa.
Fruto de la desesperación, el chunin cometió un pequeño fallo. Tomó el pequeño frasco con antídoto de su portaobjetos, lo destapó y se lo llevó a la boca. Enseguida se daría cuenta de que el efecto habría sido mucho más rápido si se lo hubiera inyectado en lugar de tener que pasar por todo el tracto digestivo, pero ya era tarde para lamentaciones.
Fuera como fuese, y tal y como ocurrió con Shanise, el veneno de Marun era tan potente que no bastaba simplemente con aquel antídoto genérico. Aquel sólo bastaría para ralentizar sus efectos, pero tendría que hacer algo más si no quería verse arrastrado a la inconsciencia.
Fuera de la habitación escuchó pasos apresurados.
—Ellos no han llegado todavía. Están a aproximadamente veinte metros de esta posición —informó Daruu, que aún tenía el Byakugan activo—. ¿Cuál debería ser nuestro curso de acción?
Zetsuo frunció ligeramente el ceño y dirigió el pulgar hacia abajo.
—Bajar.
No había vuelta de hoja. Aquello era el todo y el nada.
Atravesaron la pared de agua, y el trío cayó a través del tubo que formaba la cascada con la propia gravedad tirando de ellos sin ningún tipo de piedad. Rompieron con estrépito la superficie de agua que les esperaba a unos diez metros de profundidad, y los tres escucharon una aguda exclamación de sorpresa.
Zetsuo y Kōri emergieron con cierta lentitud en la superficie, de pie sobre el agua y empapados de arriba a abajo. Su aspecto sólo se veía aún más imponente por la cruda mirada de sus ojos, una aguamarina y afilada como el acero de una espada y la otra cristalina gélida como la viva representación del más crudo invierno.
En tierra firme, a unos veinte metros de distancia (tal y como había afirmado Daruu), Ayame observaba aterrorizada la escena. No llevaba bandana alguna sobre la frente, pero se había arrancado parte de su manga derecha para elaborar una cinta con la que seguía tapando su frente. Todavía tenía rastros de sangre junto a la sien, pero aparte de eso, parecía sana y salva.
Junto a ella, un hombre de considerable altura sonreía, afable. Se podía decir que todo en él era oscuridad. De piel negra y cabellos largos del color del ébano que llevaba recogidos al final de su longitud hacia la mitad de su espalda. Alrededor de sus ojos, y apuntando hacia sus sienes, tenía dos sendas manchas blancas. Vestía un largo sobretodo, también negro, que llevaba abierto sobre un uwagi y unos pantalones blancos.
—¡Cuánto tiempo, Zetsuo, mi viejo amigo! —exclamó el Kajitsu, pasando una de sus largas manos alrededor de uno de los hombros de Ayame, que se estremeció ligeramente.
—No somos amigos, Reigetsu —replicó el médico, cortante.
—Q... ¿Qué hacéis vosotros aquí...? —balbuceó ella.
. . .
Mogura estaba en una situación complicada. Cada vez le costaba más trabajo respirar, y aquella sensación ardiente en la garganta no hacía más que empeorar a cada segundo que pasaba. Con cada inspiración, el aire emitía un débil silbido al intentar pasar por su tráquea casi obstruida, y el costado ya le dolía de hacer el mero esfuerzo de respirar. Su piel había palidecido hasta el extremo, y, fruto de la falta de oxígeno, comenzaba a apreciarse un leve tinte azulado en ella.
Debía darse prisa.
Fruto de la desesperación, el chunin cometió un pequeño fallo. Tomó el pequeño frasco con antídoto de su portaobjetos, lo destapó y se lo llevó a la boca. Enseguida se daría cuenta de que el efecto habría sido mucho más rápido si se lo hubiera inyectado en lugar de tener que pasar por todo el tracto digestivo, pero ya era tarde para lamentaciones.
Fuera como fuese, y tal y como ocurrió con Shanise, el veneno de Marun era tan potente que no bastaba simplemente con aquel antídoto genérico. Aquel sólo bastaría para ralentizar sus efectos, pero tendría que hacer algo más si no quería verse arrastrado a la inconsciencia.
Fuera de la habitación escuchó pasos apresurados.
. . .
—Ellos no han llegado todavía. Están a aproximadamente veinte metros de esta posición —informó Daruu, que aún tenía el Byakugan activo—. ¿Cuál debería ser nuestro curso de acción?
Zetsuo frunció ligeramente el ceño y dirigió el pulgar hacia abajo.
—Bajar.
No había vuelta de hoja. Aquello era el todo y el nada.
Atravesaron la pared de agua, y el trío cayó a través del tubo que formaba la cascada con la propia gravedad tirando de ellos sin ningún tipo de piedad. Rompieron con estrépito la superficie de agua que les esperaba a unos diez metros de profundidad, y los tres escucharon una aguda exclamación de sorpresa.
Zetsuo y Kōri emergieron con cierta lentitud en la superficie, de pie sobre el agua y empapados de arriba a abajo. Su aspecto sólo se veía aún más imponente por la cruda mirada de sus ojos, una aguamarina y afilada como el acero de una espada y la otra cristalina gélida como la viva representación del más crudo invierno.
En tierra firme, a unos veinte metros de distancia (tal y como había afirmado Daruu), Ayame observaba aterrorizada la escena. No llevaba bandana alguna sobre la frente, pero se había arrancado parte de su manga derecha para elaborar una cinta con la que seguía tapando su frente. Todavía tenía rastros de sangre junto a la sien, pero aparte de eso, parecía sana y salva.
Salvo un detalle que hasta el momento había pasado desapercibido para el Byakugan de Daruu. Un minúsculo trazo de chakra oscuro, similar a una aguja, que estaba implantado en su cerebro.
Junto a ella, un hombre de considerable altura sonreía, afable. Se podía decir que todo en él era oscuridad. De piel negra y cabellos largos del color del ébano que llevaba recogidos al final de su longitud hacia la mitad de su espalda. Alrededor de sus ojos, y apuntando hacia sus sienes, tenía dos sendas manchas blancas. Vestía un largo sobretodo, también negro, que llevaba abierto sobre un uwagi y unos pantalones blancos.
—¡Cuánto tiempo, Zetsuo, mi viejo amigo! —exclamó el Kajitsu, pasando una de sus largas manos alrededor de uno de los hombros de Ayame, que se estremeció ligeramente.
—No somos amigos, Reigetsu —replicó el médico, cortante.
—Q... ¿Qué hacéis vosotros aquí...? —balbuceó ella.